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Roberto Da Matta dice que, como toda nación, Brasil tiene rituales con los se imagina a sí mismo. Además del carnaval y el fútbol, están las procesiones religiosas. No es de extrañar en un país que se arroga la nacionalidad de dios. A diferencia de Argentina, Brasil no hace de las manifestaciones políticas un espejo donde mirarse. Hoy, en su convulsionada coyuntura, esa ausencia se torna pregunta ¿por qué no se avizora un reclamo masivo y enérgico por la liberación de un ex presidente que se retiró con un 80% de imagen positiva y hoy encabeza todas las encuestas para las elecciones de octubre?
São Bernardo do Campo. El presidente más importante de los últimos 80 años de la historia de Brasil se despide con una misa. Como buen devoto del evangelio lulista asisto a la procesión. Un obrero semi analfabeto, enaltecido por otro obrero, se abre paso entre un mar rojo inundado de ofrendas y lágrimas. Llueven flores, palabras de aliento y promesas de lucha para un Lula que se pierde por la casa de los trabajadores del mental. Conmueve. Pero una vez desatados los nudos de la garganta en mi cabeza martilla otra idea: no somos más de 10000 personas presentes. Y la mayoría pertenecen a la militancia orgánica del PT y los movimientos sociales que son la columna vertebral del lulismo, los que no tienen: los Sin Techo, los Sin Tierra, los Sin Miedo. Lula se despide rodeado de su minoría intensa.
Ahora está preso. La sociedad brasilera agudiza sus divisiones pero sin llegar a grandes protestas públicas o violentos enfrentamientos. En medio de la solidaridad internacional y la Lulamania debe hacerse espacio para algunas preguntas tan antipáticas como necesarias. ¿Qué quedó de aquel capital político que transformó a Lula, según la revista Time, en el líder más influyente del mundo en 2010? el mentor del “milagro brasilero”? ¿Perdió el apoyo de su base social o simplemente lo siguen sectores que no salen a la calle? Si, como sostuvo Pablo Gentili, Lula se asemeja a Perón, ¿por qué no vive su 17 de Octubre?
Entre Lula saliendo del Palacio del Planalto y entrando a la cárcel de Curitiba pasan, entre otras cosas, los gobiernos de Dilma. La ex presidenta es electa en 2010, en primera vuelta, con un 46,8% de votos. Para su reelección suda la gota gorda y gana por una escueta diferencia de tres puntos en el segundo turno. El mapa electoral queda partido en dos bloques asimétricos: las regiones pobres, indígenas y negras del norte y nordeste se pintan de rojo; los polos industriales, administrativos y blancos del centro oeste, sudeste y sur se plantan como oposición. El saldo es positivo en la matemática, no en la geopolítica.
La televisión y la economía china son causantes del deterioro de la imagen de Dilma, pero a los pecados ajenos hay que sumar los vicios propios. En el primer gobierno el crecimiento de la economía se desacelera. Ya para el segundo se habla de recesión. Las “recetas” tomadas ajustan aún más el bolsillo del bastión electoral del PT, los sectores más postergados.
En el medio, en 2013, una ola de protestas originadas en el precio del transporte toma rumbos inesperados: la derecha lo capitaliza y el PT lo sufre. Se allana el camino para dar el tiro de gracia a un gobierno debilitado. El 17 de abril del 2016 se consume un golpe de estado que deja a Dilma, Lula y todo el PT a la intemperie política. Los aliados de ayer hoy levantan el dedo inquisidor: unos incriminan a Lula en la justicia por la delación premiada; otros lo mandan a recoger lo cosechado por aliarse con Judas.
Hay, al menos, dos problemas sociales que, tanto los gobiernos de Lula como Dilma, a pesar de sus inapelables méritos, no pueden o no saben controlar: la corrupción y la inseguridad. Dos caballitos de batalla maquinados hasta el empacho por el poder mediático pero no por eso menos sufribles y palpables en los sectores donde históricamente se fortaleció el PT. Cuando digo corrupción no me refiero al absurdo jurídico del Juez Moro que condena a Lula sin otra prueba que sus meras convicciones. Tampoco hablo del Mensalão o el Lava Jato. Me refiero a una corrupción vivenciada en la experiencia cotidiana de millones de brasileros: elefantes blancos como el estadio de la Amazonas, terminales de ómnibus abandonadas como en Betim, teleféricos oxidados como los de las favelas Complexo Alemão y Morro Da Providencia. Son sedimentaciones de una corrupción en el norte, en el interior, en las favelas. Allí donde el PT logró sus mejores conquistas. Esto tiene un efecto concreto: el desencantamiento. Y para el desesperanzado cualquier político cae en la volteada.
Durante los gobiernos de Lula, al igual que en la Venezuela de Chavez, se quiebra un mito sociológico: a menor desigualdad, menor inseguridad. Lula deja un país muchísimo más justo, pero más violento. Desde 1980 hasta hoy, en Brasil viene creciendo de manera sostenida la cantidad de muertes por arma de fuego. Entre 2004 y 2014 fue la región del Nordeste la que más aumento las tasas de homicidio causada por arma de fuego. Las posibilidades de matar y morir no solo de distribuyen desigualmente por región, la gran mayoría de las victimas también comparten un perfil social: jóvenes, hombres, negros, pobres y moradores de favelas o periferias. Claro que no es algo nuevo. Lo que trato de decir es que los gobiernos del PT, pese a sus inobjetables conquistas, no pudieron desarmar una violencia estructural. En ese contexto, muchas víctimas del fuego cruzado hacen suyas las palabras de Sueli Carneiro: entre la izquierda y la derecha, continuamos siendo negros.
Deterioro económico, escándalos de corrupción y violencia urbana han sido algunos de los problemas no resueltos por el PT que han desgastado su base social. Por decantación la imagen de Lula se perjudica. Aunque líder y partido no sea lo mismo, muchas veces se parecen. El resto lo viene haciendo el enemigo, porque como en el fútbol, los otros también juegan. Y hoy propone una contraofensiva virulenta. En el nombre de la justicia despliega una revancha salvaje. En el Brasil del Temer hay una persecución política a los dirigentes populares. Muchos de ellos son asesinados. En el año 2017 se registraron 9 casos. En solo 4 meses de calendario, el 2018 cuenta ocho víctimas fatales. El caso de la veadora Marielle Franco se dibuja en ese paisaje. Mucha de la militancia petista o de los movimientos sociales que todavía están con Lula tienen miedo. Miedo de una elite autoritaria y agresiva que se sabe impune. Que siempre mató y nunca fue juzgada.
Hay toda una historia que traza posibilidades y límites. Es mentira que Brasil es una nación fundada sobre una armoniosa conciliación de clases o sobre una “democracia racial”. Desde Zumbi dos Palmares hasta Lula sobran ejemplos de revueltas conflictivas. Pero sí es cierto que la resistencia popular no acostumbra usar el derecho a la protesta pública como repertorio político de expresión. Como lo dije al principio, Brasil tiene otros rituales públicos en los que “lo colectivo”, sea la nación, la clase o la raza toman forma. El carnaval, el fútbol, la música y las procesiones religiosas van por esa vía. Son eventos más festivos que dramáticos, donde el orden establecido se ridiculiza con el mismo gesto que lo acepta.
Argentina, en cambio, hace de la protesta social una marca identitaria. La plaza de Mayo lo materializa, lugar emblemático sin equivalente brasilero. Y en cada marcha sobrevuela una fe en que el orden puede y debe cambiarse.
Lula no vive su 17 de Octubre porque no es Perón ni está en Argentina. Una obviedad para una pregunta absurda que no por ello deja de ser oportuna. Pero la respuesta no solo está en lo que Lula no es, sino también en lo que fue. Afirmar que el petiso nordestino fue el mejor presidente de la historia reciente del Brasil no significa que el pueblo irá a reclamar masivamente su liberación. Ojalá suceda, pero hoy, un dezessete de outubro parece ser más una fantasía trasnochado que una posibilidad realmente existente.