Crónica

Fragmento de “No va más”: Biografía de Cayetano


Jugale diez lucas al Liverpool

En “No va más”, el libro que edita Orsai, el escritor Mauro Libertella escribe la biografía de Cayetano y reconstruye su historia de ludopatía. A pesar de ser parte de un famoso programa de radio y aparecer todos los días en la televisión, el juego era su adicción. Al periodista solo le interesaban las apuestas deportivas y en pocos años perdió amores, mucho dinero y oportunidades laborales. Lo cuenta para entender qué le pasó y para tirarles una soga a los que se están hundiendo.

Son las dos de la tarde. Estoy en el baño de un restaurante de Buenos Aires. Todo es reluciente: el piso brilla como si fuera nuevo, las luces son cálidas pero lo iluminan todo, el silencio se parece más al de un monasterio que al de un restó de moda en una ciudad que no descansa.

Afuera hay una mesa para dos personas, con platos de comida y una botella de vino. Me espera, sentada, sola, mi novia. Vine al baño hace apenas un minuto, pero ya estoy en acción. Sentado sobre la tabla cerrada del inodoro, tengo el celular en la mano y el corazón acelera sus pulsaciones.

Estoy apostando.

Hoy juega Chelsea contra Liverpool, partidazo por la final de la FA CUP. Pongo dos mil dólares al Liverpool, que hizo una muy buena temporada. Dos mil dólares que no tengo. Necesito que el equipo gane para duplicar ese monto y devolver lo que perdí ayer apostándoles a Los Ángeles Lakers, que me fallaron en la última pelota. Sé que voy a ganar. Necesito ganar.

Le escribo a mi tomador de apuestas:

—Poneme 2 K al Livepool. Tengo el dinero.

Me contesta inmediatamente, casi antes de que le llegue el mensaje. Llevamos toda la mañana hablando:

—OK.

Me lavo la cara con agua y el impacto del líquido frío sobre mi rostro me devuelve parcialmente a la realidad. Ya estoy listo para regresar a la mesa.

Me siento y es como si, para ella, el tiempo no hubiera pasado. Su novio fue al baño, ella miró el comportamiento de las mesas de alrededor, revisó brevemente su celular, comió un poco más. Nada especial, la vida normal, el lento e imperceptible paso del tiempo. En su plato se enfrían lentamente unos ravioles con crema que va pinchando de a uno, con mucha tranquilidad.

Yo, en cambio, jugué el dinero que ya no tengo a un equipo que está disputando un partido a doce mil kilómetros de este restaurante, en un estadio atiborrado con setenta mil fanáticos, en otra tierra, en otro mundo.

Volvemos a la conversación, pero mi mente ya está muy lejos y la atención es irrecuperable. Sé que queda una hora insoportable de silencio incómodo, interrumpido apenas por un asentimiento, por una frase corta.

Escondo el celular debajo de la mesa, como si ocultara un machete en un examen del colegio secundario. Mi vida, en estos días, es a su modo un examen. Pispeo el partido como puedo. Se juega en Wembley, en el mítico Wembley, y es la final del torneo más antiguo del mundo. A los once minutos el Chelsea mete el primer gol. Desastre. Sin embargo, me mantengo más o menos tranquilo; no sé cómo hago, pero me mantengo tranquilo.

Durante el entretiempo vuelvo a incorporarme a la conversación, le cuento cosas, pregunto. Parezco una persona normal. Pero empieza el segundo tiempo y el Chelsea clava el segundo: una siniestra notificación de mi teléfono me lo avisa y es como un puñal que penetra en mi cuerpo. Y ahí ya no puedo más. Voy al baño cada cinco minutos a revisar, a seguir como puedo el partido.

Gol del Liverpool en el minuto 64, el partido se pone 2 a 1. Yo le digo a mi novia que tengo que contestar unos mensajes de trabajo y ya pongo directamente el teléfono sobre la mesa, sin pudor, sin caretearla. Miro a mi alrededor a ver si hay algún televisor donde pueda pedir que pongan el partido, pero no, es un lugar cool y sofisticado, y no tiene televisores colgando. Tendríamos que haber ido a la parrilla de la vuelta de casa, pienso.

El partido se va terminando. Al rato pedimos la cuenta, reviso el resultado y compruebo que estoy, de nuevo, muy cerca del fondo. El Liverpool perdió.

(...)

Un casino es esto.

El sonido enloquecedor de las maquinitas que producen una especie de adrenalina, una ansiedad.

La alfombra mullida de colores vivos. Todo está diseñado para activar los sentidos, para detonar algo físico.

Un casino es un lugar donde todavía se puede fumar.

Los empleados se mueven sigilosos, como un servicio secreto, están por todos lados, pero no los vemos, como si se camuflaran.

La gente no está enojada, pero tampoco está eufórica. Es otro estado. Una mezcla de concentración, de distracción, de dientes apretados.

Un casino no es igual a principios que a finales de mes. Uno aprende a distinguir el paso del tiempo en ese lugar que, por definición, no tiene tiempo. Siempre es de noche, siempre es de día; nunca es de noche y nunca es de día. No hay luz natural, no hay relojes. Podría ser una cápsula flotando en el espacio

Hay gente que lleva anotadores con estadísticas complejas, incomprensibles para cualquiera menos para ellos. Hay gente que lleva horas en silencio, parece estar meditando. Hay quien tiene muchos tics nerviosos. Hay más hombres que mujeres. Hay lúmpenes que deambulan en busca de una ficha perdida.

Están los croupiers, que son como robots; no pueden mostrar empatía, interés, emoción. Ejecutan sus movimientos como si fueran un artefacto sin fallas. ¿Qué pensarán de todos nosotros?

Eso es un casino.

(...)

En mi barrio había también algunos lugares de juego clandestino. No era necesario ir hasta Mar del plata o a Puerto Madero: podías jugar entre conocidos a la vuelta de tu casa. Cuando me fui adentrando de manera más profunda en el mundillo del juego, me empecé a enterar de la existencia de esos espacios. Me hice habitué de uno que tenía una máquina electrónica, una especie de ruleta pero electróni- ca, a la que nosotros llamábamos la “golfeta”, supongo que por el paño verde que recuerda a los campos de golf, pero también como una manera encriptada de hablar: vamos a la golfeta, vamos a Corrientes al fondo. Comprábamos fichas y nos acomodábamos alrededor de la mesa.

Era un departamento de tres ambientes reconvertido en casa de juegos. Las persianas siempre bajas, no vaya a ser que se filtrara un rayito de sol y los zombis que llevaban tres días jugando recordaran que afuera había un mundo por habitar. El piso de parquet siempre estaba limpio y en las paredes creo que había algunos cuadros de paisajes, pero no estoy seguro: el jugador no mira nada, no le importa nada.

Quiere jugar, y todo el resto de las cosas —decoración, gente, comida— es una distracción innecesaria. No había música, de eso me acuerdo. La música es el sonido ambiente del juego que tanto nos gusta: las fichas que se chocan entre sí (clac, clac), el mazo de cartas que se mezcla (prrr), un grito ahogado de alegría, un resoplido de frustración.

En ese departamento sustraído del mundo he visto a un tipo vender sus zapatos para seguir jugando. Luego de jugar durante horas, se paró al lado de la ruleta, pidió que se hiciera silencio y anunció: «Vendo zapatos Storck Man, diez pesos».

He visto gente que dejaba todo, que se endeudaba, que pedía prestado, que desaparecía después de pedir prestado, que aparecía tiempo después y devolvía todo y uno no sabía de dónde lo había sacado. Era todo un poco oscuro, pero yo no me daba cuenta, o ya había asumido la sordidez como algo cotidiano.

En esos lugares no había horario ni luz del día; la existencia como un loop, el juego como un continuo, sin interrupciones. Nadie se baña, todos fuman, hay gente que puede estar días ahí. He ido una noche, volví a la siguiente y me encontré con gente que tenía la misma ropa y que era evidente que nunca se había ido.

También había personajes simpáticos. Recuerdo a un hincha de Newell’s que se consideraba el mejor jugando a todo; a los dados, a las cartas, a la ruleta, a todo. Canchero, entrador. Jugaba, pero no tenía plata. Te desafiaba a jugar, y yo le decía:

—Pero, si perdés, no tenés para bancar.

—No pierdo —contestaba—. Si pierdo, te pago. Pero no pierdo.

Y a veces perdía, pero era un tipo que te caía bien, y mucha gente lo invitaba a comer y le perdonaba las deudas.

Todos los lunes, también, jugábamos al póker en la casa de Seba y dejábamos un pequeño fondo de reserva para comprar cosas, provisiones, comida, una cafetera, sillas. Una noche estábamos en pleno partido y escuchamos unos golpes fuertísimos en la puerta: pum, pum, pum. La policía. Tiramos todo a la mierda, el paño, las fichas, escondimos el dinero, hasta los cigarrillos. Fuimos a abrir temblando y preguntaron por José Pérez. Era la puerta de al lado.

En esos encuentros de los lunes llevábamos estadísticas, listas, historiales. ¡Rankings! Nos habíamos profesionalizado. Todos los lunes, de ocho de la noche a dos o tres de la mañana.

En esas tertulias de los lunes jugábamos mucho también a la generala, pero con un método bastante complejo. Consistía en cinco partidas simultáneas, mano a mano. Alguien contra otro, jugando cinco partidos a la vez: es una locura. En ese juego no importa tanto lo que tirás, hay que saber dónde anotar. Si jugás cinco partidas a la vez, una vale diez puntos, otra vale uno; lo bueno lo anotás en la de diez, lo malo en la de uno, y vas promediando. Es para jugadores avanzados, para decirlo de manera piadosa con nosotros mismos.

A veces estábamos en un boliche, eran las dos de la mañana, nos mirábamos con un amigo y decíamos: «¿Vamos a escolasear?».

Y nos íbamos al primer bar que encontrábamos y jugábamos a la generala por mil pesos el punto durante cuatro horas. Era más divertido jugar que coger. Era más divertido jugar que cualquier otra cosa.

Hemos pasado noches en la ventana del café de una estación de servicio apostando si el próximo auto que paraba a cargar nafta tenía patente terminada en número par o impar. Hemos pasado sábados a la noche en un cibercafé de Almagro jugando a juegos en línea. Hemos derrochado horas y horas de nuestra juventud inventando a qué ponerle unos billetes de apuesta.

(...)

Muchas veces me pregunté por qué surgió en mí esta adicción. Qué elementos confluyeron para que yo cayera en ese pozo sin fondo y otra gente —que estaba a mi alrededor, y que tuvo mi misma educación o vidas más o menos parecidas— no.

No hay un único factor que explique lo que ocurrió. Me crié en un ambiente donde el juego era natural; me rodeé de un grupo de amigos a los que les gustaba jugar; a mí, por supuesto, me encantaba, y se me fue de las manos. Todas esas cosas quizás sean más visibles porque están en la superficie. Pero son solamente la punta del iceberg.

Hay algo más.

Con el tiempo entendí que había una razón muy pesada, casi central, en el origen de mi adicción. Era una imposibilidad de hablar y de enfrentar los problemas. Me costaba mucho decir las cosas que me pasaban, transmitir mis problemas, mis angustias, mis rencores. Dicen que si te guardás todo, que si no sacás las cosas para afuera, te podés enfermar. Yo me enfermé, me enfermé de

ludopatía. Aunque hay especialistas que dicen que no es una enfermedad, porque esta palabra es tramposa: le saca responsabilidad al adicto, parece como si se hubiera agarrado un virus o una gripe. Un enfermo es una víctima, y decir que el adicto está enfermo lo convierte en alguien pasivo, que no pudo ni puede hacer nada.

El juego era algo que yo tenía a mano y a lo que recurrí cuando había acumulado problemas, cuestiones que no sabía cómo resolver. Acumulaba en mi cabeza, en mi cuerpo; cosas de mi trabajo, de mi vida privada, de mis amigos, de mi familia; guardaba, guardaba, guardaba. Eso no era sano, pero no me salía de otra manera. Y entonces encontré en el juego un lugar protegido, donde dejaba los problemas a un costado. Me ponía a jugar y me olvidaba de todo. Y cuanto más tiempo jugara, más tiempo sin pensar en los problemas tendría. Se terminó convirtiendo en una trampa. Pasaba ocho horas jugando, y eran ocho horas donde yo no tenía problemas, sin darme cuenta de que estaba generando el gran problema.

La palabra adicción viene de «no hablar», «a-dicción».

Una vez que entendí eso, entendí mucho de lo que me pasaba. Fue una revelación fulminante. En eso, todas las adicciones son parecidas: el consumo de cualquier cosa es un anestésico para los sentidos. Hay terrenos más férti- les para el desarrollo de una adicción, aunque no hay una única causa. Hay cierta predisposición genética, dicen los especialistas. También, en algunos casos, una autoestima inestable. Y, sobre todo, una sensación de no poder lidiar con los desafíos de la vida. El alcohólico toma para olvidar, como dice el tango. El drogadicto busca evadirse de la realidad hacia paraísos artificiales. El ludópata encuentra ahí también su refugio, una casa lejos de casa donde todo, por un rato, va a estar más o menos bien. El juego fue mi vía de escape durante muchas horas, durante días, durante meses y años.