Oscar Cantor baja la vista. Se saca la gorra de visera en un claro signo de respeto. Se persigna. “En el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo… Amén”, susurra mientras mira la pequeña lápida negra sobre la que han grabado el nombre de Pablo Emilio Escobar Gaviria.
“Siempre que vengo le hago una oración al Patrón”, dice Oscar. El grupo de turistas extranjeros que componen el Tour Pablo Escobar en Medellín se aleja de la tumba del Zar de la Cocaína rumbo a la camioneta blanca que los llevó hasta el cementerio Jardines Montesacro. Allí, desde diciembre de 1993 está sepultado el Capo de Capos, el líder del Cartel de Medellín.
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Vestido de verde, con un jugador de polo gobernando la zona del corazón, Oscar cree ser el fan número uno de Pablo Escobar. En 2006, participó en un recorrido semiclandestino que hacía otro chico de Medellín con la promesa de conocer cada metro cuadrado con la firma del capo narco.
—Me di cuenta que yo sabía más que él sobre El Patrón… Eso hizo que armara mi propio tour, con la idea de contar la historia de Escobar como se merece —dice.
Y, por la ventana de un taxi que zigzaguea por las calles de Medellín, señala el camino que conduce desde el centro a la base del barrio Pablo Escobar. Esa será la primera parada del tour que propone y vende por redes sociales y una vistosa página web.
Según el recorrido, el tour puede costar entre 261 y 1.000 dólares. Oscar dice que la mayoría de sus clientes son del extranjero y que lo que buscan es conocer la historia, pero hay quienes creen que la aventura puede ser más intensa:
— No falta el loco que cree que esto es todo perico (cocaína).
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No es solo el tour lo que uno puede comprar de Pablo Escobar en Medellín: libros a granel, remeras, fotos y hasta reproducciones en lienzo de una de las pinturas que Fernando Botero creó sobre la muerte del Capo.
— La mayoría de los que llevan las camisetas son turistas.
Natalia, atrincherada atrás de un mostrador, rodeada de merchandising, habla bajito, como si no quisiera que los comentarios que hace sobre la figura de Escobar se escuchen.
Hay remeras de la virgen María Auxiliadora y el Divino Niño y, también, de Pablo Escobar hablándole a un micrófono, con un fondo de billetes verdes y una leyenda que dice: El Patrón.
—No deberían venderse ese tipo de camisetas —dice María, una colombiana de unos 50 años, pelo corto y delgadez paisa— Pareciera que en este país no se dan cuenta el daño que nos hizo esa rata.
Muchos atribuyen el furor actual por el capo a la serie Escobar, el Patrón del Mal que se emite por el canal Caracol de lunes a viernes a las 21 y que ha alcanzado un rating del 26.9 %. Según una encuesta de la revista 15 Minutos, el éxito de la tira tiene varios motivos: los mitos alrededor de Escobar, el valor histórico de la serie, la caracterización de los personajes y la producción. Para otros colombianos, lo único que hace la serie es realzar lo peor de la historia de Medellín.
—Con la serie ¡peor todavía! ¡no me hable de eso! Con tanta literatura buena que hay de escritores famosos en el mundo, nos ponemos a ver eso… estamos requetecansados, requetecansados de esos temas…
A la serie, se le sumó la edición de figuritas con personajes que recorren la vida de Escobar. La aparición de los cromos generó un amplio repudio en las redes sociales. Hoy, los chicos colombianos pueden cambiar figuritas de Superman, de Pokemon, o de Pablo Escobar Gaviria.
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Oscar aprovecha su tour por el Barrio para encontrarse con un grupo de alumnos de la carrera de Comunicación de la Universidad de Antioquia. Acordaron la cita para que el guía escobariano sea parte de un documental sobre Pablo que están haciendo a raíz de la instalación mediática del Capo.
Apenas baja del taxi, saluda al grupo de documentalistas. Parece verse cómodo en esto de hablar ante una cámara. Dice que no es la primera vez que lo hace, que muchas veces ha dado entrevistas por su afición y que, incluso, lo llaman de diarios y revistas del exterior para pedirle notas.
Uno de los chicos acomoda la cámara en el trípode, mide luz y le pide a otro que mueva la pantalla para dejar en sombra el rostro de Oscar. El fan de Escobar se para con mueca de cansancio mientras la cuestión técnica se resuelve. El decorado es perfecto. Detrás de Oscar, una pared verde musgo reza en azul: “Barrio Pablo Escobar.¡Aquí se respira Paz!”. Dos efigies en esténcil del Patrón flanquean la leyenda de bienvenida.
Arriba, una estatua del Divino Niño de Atocha observa las calles.
A finales de los 70, un grupo de personas que no tenía dónde ni de qué vivir se asentó en el basurero de Moravia, al norte de la ciudad. Escobar compró un terreno en los altos del barrio Loreto y allí construyó viviendas para unas 5.000 personas. Hoy, por decisión de los vecinos, el barrio lleva su nombre.
Aquí, Oscar parece un actor. Respira, toma agua y gesticula. Un chico del equipo de documentalistas cuenta: “Tres, dos, uno… grabando”.
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El sábado 2 de septiembre de 1989, un camión bomba hizo volar la sede del diario El Espectador en Bogotá. El periódico se había convertido el blanco del Cartel de Medellín en diciembre de 1986, cuando asesinaron al director, Guillermo Cano.
Fidel Cano, sobrino de Guillermo y actual director del periódico, dice que fueron El Espectador y su tío quienes desenmascararon a Escobar ante la opinión pública. Que por eso se convirtieron en objetivos militares del Capo.
El martes siguiente a la explosión que dejó un muerto y el edificio del El Espectador arruinado, el concurso Dónde está Javier, en el que grandes y chicos buscaban al personaje entre un hormiguero de gente, no salió. Oscar, que tenía siete años, volvió de la escuela y buscó el juego en el diario. Su padre le avisó que no había salido. Oscar no entendía el porqué.
— Yo encaprichado que quería esa sección… hasta que me dijo mi papá “vea, vea lo que está pasando en el país”. Desde ese momento empecé a leer sobre Pablo Escobar.
Más tarde, a las lecturas sobre mafiosos como Pablo y sus muchachos se le sumaron los documentales y el relato de los mayores. Durante 23 años, Oscar fue acunando una especie de culto híbrido que por momento parece un fanatismo insólito, nacido de las lecturas y la idealización.
— Pablo Escobar es el hombre que partió en dos la historia de Colombia. Y lo admiro porque vino desde abajo y llegó a tenerlo todo. Pues, claro, que el dinero corrompe y pues, la embarrada fue haber querido meterse en la política que es lo más corrupto que puede haber en Latinoamérica. Ahí fue que se dañó… yo lo admiro por la astucia, la vaina, la malicia que tuvo de llegar a tener todo… como otras personas, como Steve Jobs o Bill Gates… vinieron de abajo y lo han logrado todo. Eso es lo que más admiro de una persona.
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El paseo por el barrio Pablo Escobar no es más que un recorrido por estrechos pasillos de ladrillo y casas en desnivel. Quizás ése sea el lugar de todo Medellín donde la figura de El Patrón permanece con más vida. Allí, algunos vecinos, sobre todo los que alcanzaron a recibir la vivienda de manos del propio Pablo, tienen sus altares en vela con la figura de Escobar enfundado en el traje de Robin Hood, o retratos de Pablo al lado de la infaltable imagen de María Auxiliadora, el Divino Niño o la Virgen del Carmen. Algún esténcil con el rostro de Escobar adorna los paredones de la zona. Muchos dicen haber conocido a Pablo. La imagen del “Robin Hood Paisa”, como supieron llamarlo los medios de la época, sigue viva entre esos pasillos.
Alonso Salazar, autor de La parábola de Pablo (una de las biografías sobre el personaje) y alcalde de Medellín hasta diciembre del 2011, dice que esa idea de que Escobar sigue siendo admirado por los sectores populares es relativa: “Escobar siempre está más vivo afuera que aquí. Hay unos hechos que se sobredimensionan de acuerdo con el afán de alguna producción audiovisual o de una crónica… La televisión siempre va al mismo barrio, más o menos a las mismas casas, donde están las mismas señoras que tienen una veladora con la imagen de Escobar. Ese fue el barrio que él construyó para sacar a la gente del basurero. Hay gente que lo admira y lo apoya, pero no es lo frecuente ni lo usual”.
Fidel Cano, actual director de El Espectador, dice que es entendible que haya sectores populares que sigan tomando la figura de Escobar de manera positiva. “Es gente que el Estado ha olvidado y que la sociedad ha relegado por años. Y si llega alguien y les da una casa, pues ellos no se van a poner a pensar de dónde viene ese dinero. Les queda la imagen de un rico que se acordó de ellos”.
La figura de Escobar también tiene fuerza hoy en algunas personas de estrato altos. “También representa la imagen de un “duro” un “berraco”… del tipo que consiguió doblegar al país, a los gringos, que son finalmente quienes se meten toda la droga… —dice Cano—. Representa como una especie de sueño americano, el hombre que consiguió todo viniendo desde abajo”.
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La segunda estación del tour propuesto por el publicista Oscar Cantor tiene un “plus”. Uno no viaja solo con él, sino que se acopla a un mini bus con espacio para unas quince personas. La organización de esta segunda etapa depende directamente de Roberto “Osito” Escobar, hermano de Pablo, un eslabón más de la cadena de mando del Cartel de Medellín, asunto por el que pasó 14 años preso.
A pocos días de haber empezado a promocionar el tour, Oscar estaba trabajando en la computadora cuando sonó el teléfono:
— Hola, habla Nicolás Escobar, hijo de Roberto Escobar. ¿Usted es el que está haciendo con el tour de Pablo Escobar?
Oscar se quedó mudo. Del otro lado del aparato estaba el sobrino de Pablo. Parecía inquieto.
— Me asusté y dije: pucha me metí en un problema con la familia. Pero después me encontré con ellos y, no. Son unas personas muy muy amables. Se contactaron y me invitaron a la casa museo y comenzamos a trabajar juntos.
Oscar dice que Roberto sabe que él es el “fan number one” de Pablo y por eso cree que lo incluyeron en el proyecto como una especie de guía externo que suma gente a las visitas. Además, Oscar lleva merchandaising: sus dotes como publicista le permitieron diseñar una serie de remeras con caras y leyendas de Escobar, como Plata o plomo o Los extraditables.
Una de las que más se vende es la que dice “I amo Escobar”.
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A las 13 en punto, la camioneta blanca manejada por Jaime, viejo amigo de la familia Escobar Gaviria, comienza el recorrido por los hoteles de Medellín en busca del turismo extranjero. Una hora después irlandeses, escoceses, ingleses y holandeses ocupan las butacas de la camioneta y se preparan a disfrutar del recorrido. Una pequeña pantalla LCD baja desde el techo mientras Jaime da play al dvd móvil. La cara de Pablo aparece en blanco y negro. Empieza el documental que les promete a los turistas “entrar en tema”. Doris, la guía bilingüe que sabe más de idiomas que de la historia de Escobar, comienza a explicar el itinerario.
La primera parada será sobre avenida El Poblado para conocer el edificio Dallas. Allí, sobre el muro, en azul y negro, unos grafiteros escribieron: “Pablo Vive”.
Doris explica que el Cartel de Cali puso un auto bomba en ese lugar para matar a Pablo. También cuenta que en el parqueadero del edificio estaba la colección de autos de Escobar. Los turistas escuchan el relato en inglés sin saber que no es cierto lo que la mujer está diciendo. El Dallas fue detonado por dos cargas de cincuenta kilos de dinamita el 19 de abril de 1993. Pero los autos explotaron el 13 de enero de 1988, cuando un auto cargado de explosivos destruyó la fortaleza de Escobar. Minutos antes del desastre, El Patrón había salido. Así nació la guerra abierta entre el Cartel de Medellín y el de Cali.
Oscar no advierte el error histórico de la guía, o lo pasa por alto. Se concentra en su segunda lata de Pilsen.
Quince minutos después, el grupo llegará al cementerio Jardines Montesacro, en la autopista sur, a 12 kilómetros del Mónaco. Es el municipio de Itagüí, al sur de Medellín. El lote, propiedad de la familia Escobar, contiene siete cuerpos de familiares y amigos y tiene un jardín más alto y oscuro que el pasto del cementerio. Está rodeado por un pedestal de lajas negras, y adornado por una guarda romana blanca. Hasta ahí, día tras día, llegan colombianos y turistas de todo el mundo. Se acercan en tour o por su cuenta. Muchos se sacan fotos con la lápida de El Patrón, con el ramo de margaritas mustias.
A la izquierda está la tumba de Pablo. En los primeros años había una lápida en mármol blanco con un epitafio: “Mientras el cielo exista, existirán tus monumentos, y tu nombre sobrevivirá como el firmamento”. Después, cambió el color de la lápida a negro, también el texto por una frase de Confucio: “Cuando veas a un hombre bueno trata de imitarlo, cuando veas a un hombre malo examínate a ti mismo”. Hoy, en la lápida sólo se lee el nombre de su dueño.
En ese mismo lote está Fernando, el hermano menor de Pablo, muerto en un accidente de tránsito. También la madre, doña Hermilda Gaviria de Escobar. En la punta derecha, el padre, la lápida de Abel de Jesús Escobar Echeverri. También, una tía de la vida y un tío. Pero la siguiente lápida no es de la familia. Álvaro de Jesús Agudelo, dice el pequeño rectángulo de mármol negro. El Limón. El custodio de Pablo que murió aquel 2 de diciembre cuando trataba de cubrir la retirada de su Patrón por un tejado. El acto heroico le valió acompañarlo a la vida eterna.
Todos los cuerpos descansan en Montesacro. Hacia el oriente, se ve Envigado, una de las ciudades del estrecho Valle del Aburrá. Allí, en los setenta, Escobar inició su vida delictiva.
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Roberto “Osito” Escobar, hermano de Pablo, baja de un Renault Twingo gris. Va acompañado de su esposa. Está flaco. Lleva puesta una gorra de visera, camisa azul y pantalón crudo; zapatos al tono. Tiene 65 años y en la cara lleva las marcas de la guerra. Su hijo mayor sale a recibirlo.
El 18 de noviembre de 1993, mientras estaba preso en la cárcel de máxima seguridad de Itagüi, recibió una carta bomba enviada por algunos ex miembros del cartel de Medellín. Quedó medio sordo y ciego de un ojo. Por eso, a pesar de los trasplantes de córneas, camina a tientas, sin ayuda, pero con cautela.
Parece ser el atractivo mayor del tour Pablo Escobar. Autor intelectual de la creación de la casa museo sobre su hermano, Roberto recibe a los turistas con simpatía y se permite hacer chistes seductores con las mujeres del grupo. Pero nada de periodistas. Para sacar fotos o filmar dentro de la casa hay que pagar 4 mil dólares.
Poco después de salir de la cárcel Osito empezó a trabajar con Oscar. Parado frente al contingente de extranjeros y con la ayuda de la siempre dispuesta Doris, el hermano de Pablo Escobar da la bienvenida y comienza una actuación que se nota mil veces practicada. Abrazando a una de las chicas del grupo, Roberto dice que se irá de viaje solo con ella, que nadie podrá acompañarlos, pero como consuelo dejará que los demás elijan el medio en el que viajarán.
—¿Qué prefieren un submarino, un helicóptero o una nave espacial?
Doris traduce y la respuesta a coro no tarda:
—Spaceship.
Roberto camina unos pasos y a tientas mueve una pequeña biblioteca que gira sobre su eje y deja a la vista una de las caletas de la casa. Luego, invita a que el que quiera se saque fotos en el escondite.
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La huella de Pablo Escobar en Medellín no sólo quedó marcada en los lugares que le pertenecieron. La ciudad y la sociedad entera están atravesadas por el paso del Capo de Capos.
Quizás la frase del arquitecto Jorge Pérez, docente de la Universidad Pontificia Bolivariana, sirva para entender la complejidad de la herencia de Pablo Escobar en la sociedad: “Buenos Aires creció con sus ojos puestos en Europa, Medellín lo hizo con la mirada puesta en Miami y La Vegas”. La frase es síntesis de una estética que lleva el sello del narcotráfico. En los años 90, las fortunas descomunales de los nuevos ricos comenzaban a hacerse visibles. La transformación estética de Medellín y de su sociedad marchaba a todo motor con el combustible de los dólares de cada cargamento de cocaína coronado en los Estados Unidos.
“Nápoles”, “Mónaco”, “Dallas”, “Monterrey”, “Obelisco” y “Ovni” son algunos de los nombres con los que los narcos bautizaban sus mansiones y fincas. En su texto Arquitectura y narcotráfico en Colombia, el profesor de la Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia, Luis Fernando González Escobar, dice: “En la arquitectura de los 80 están presentes muchos de los principios estéticos del Nar-decó. (…) Este estilo está regido por lo estridente y exótico, el brillo y la parafernalia —el engalle—, lo ampuloso y exagerado, la ostentación y la exageración, por lo que representa en términos de lo cursi y lo ‘mañé’”.
En Medellín, las consecuencias del “estilo narco” también se ven en la estética femenina. Basta pararse en un centro comercial para ver el legado: mujeres con botas altas y tacos puntiagudos, peinados de peluquería, vestidos cortos ajustados y mucha, mucha silicona.
“A partir de ese mundo que tenía un marco meramente material, se hizo una explotación agresiva de la mujer como objeto —dice Blanca Lucía Echavarría, profesora de Diseño de Vestuario en la Universidad Pontificia Bolivariana—. La estética se fundamentaba en una apariencia que produjera placer a otro, que satisficiera esa postura ideal que el dinero quiere comprar a través de una mujer de medidas perfectas”. Las mujeres que aspiraban a convertirse en amantes de los lugartenientes del cartel de Medellín debían tener pelo rubio, cuerpo voluptuoso. Muchas veces, los sicarios les pagaban cirugías radicales.
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Oscar lleva en la mano el mapa del parque temático en el que se convirtió el Parque Nápoles, una de las haciendas de Pablo Escobar. Acá se ven cebras, hipopótamos, caballos y rinocerontes. También un helicóptero, que tiene el número 20 y en las referencias dice: “ingreso a las rutas de fuga”. Un equipo de audio reproduce, sin parar, el sonido de las hélices y el tableteo de ametralladoras. Así, los administradores simbolizar el lugar donde nacen los caminos que Escobar usaba para escapar si la policía llegaba a Nápoles.
Oscar camina por sendero de pedregullo y señala los dinosaurios, tamaño natural, que rugen guturales. Uno de los tantos mitos alrededor de Escobar dice que el parque jurásico llegó a la Hacienda Nápoles luego de una charla entre Juan Pablo, el hijo del narco, y su padre.
– ¿Qué animal querés que traigamos al zoológico? –le habría dicho el Capo.
– Dinosaurios.
Pablo lo hizo.
Así se movía Escobar. Como dice uno de los lemas de las camisetas de Oscar: Plata o Plomo. El lema de Pablo. Con plata, todo era posible. Todo y todos tenían un precio. Si no, bala. Pero por más dinero que tuvieran los nuevos ricos, las familias tradicionales no les iban a permitir comprar su estatus social.
“Pablo Escobar buscó por todos sus medios y recursos ser incluido en los altos estamentos de la sociedad –dice un cartel de la muestra instalada en el casco destruido de la casa de Hacienda Nápoles--. La fiesta brava fue uno de sus caminos. Como nunca fue del todo aceptado en ese medio, hizo construir su propia plaza de toros y trajo a los mejores toreros y a la sociedad que pudo comprar”. El texto precede a una enorme foto que muestra una tribuna repleta. Pablo está de pie. Saluda al rejoneador que se acerca a la tribuna montado a caballo.
Los turistas salen por la puerta principal. Más allá de que jura que no llega a endiosarlo porque “también fue malo”, durante el tour Oscar actuó como un fanático. No pudo evitar sacarse fotos en el comedor que Pablo alguna vez usó para cenar. La admiración por el capo narco se le nota de lejos. Piensa tatuarse a Pablo Escobar en uno de sus brazos. No quiere ser obvio, no quiere que todo el mundo se de cuenta del emblema que ha elegido. Se hará diseñar el dibujo de un personaje difuso, con armas en la mano.
— El que lo reconozca sabrá que es Escobar… Los demás sólo van a ver un zombi.