Esta nota fue publicada originalmente en Revista Contexto.
Tom Wolfe no inventó nada. Por supuesto, no el Nuevo Periodismo. Pero el hombre eternamente enfundado en un traje de tres piezas, en un universo cromático que siempre abarcó desde la vainilla al marfil, tenía un talento descomunal y una pluma (y una lengua) tan afilada que lo convirtieron en único. Tanto que quizás con él se fue una de las últimas estrellas del rock literario estadounidense; esas que junto a nombres como Norman Mailer, Hunter S. Thompson o Jimmy Breslin, entre otros, fueron quienes cruzaron el inmenso Rubicón que separa el escaparate de las letras ribeteadas en oro que llamamos literatura, de su hermano bastardo, el periodismo. Estrellas del rock, porque quizás junto a Gore Vidal le deben su celebridad tanto a sus libros y artículos, como a su presencia (previa aceptación) en los saraos de las denominadas torres de marfil de la sociedad estadounidense: ese triunvirato tejido con una fina línea de hilo dorado que une la academia, la política y las finanzas y que, al final del día, o del año, ya sea en los apartamentos del Upper East Side neoyorquino o en las casas de vacaciones de la aristocrática costa de Massachusetts o NY (estado), acababan siempre por compartir cenas benéficas, chismes, parejas, cócteles y, por supuesto, drogas. De ese grupo que un día pretendió volar por los aires las oficinas de The New Yorker solo sobreviven Gay Talese y Joan Didion. Recuerdo de una América, o mejor un mundo, que ya no existe, y mucho menos su periodismo. El de hoy no es ni mejor ni peor, simplemente diferente. O quizá exactamente el mismo, pero infinitamente peor pagado, lo que ya supone una distancia sideral.
Pero Wolfe, nacido en 1930 en el seno de la vieja aristocracia virginiana y educado, como se suele decir, en los mejores colegios –primero en Washington and Lee University, en 1951, y después en Yale, donde se doctoró en 1957–, decía, tenía tres dones que lo hicieron único.
El primero, el don de la observación. Antes que nadie –quizá al mismo tiempo que algunos de sus coetáneos, pero con mayor fortuna–, fue capaz de ver que el mundo salido de la Segunda Guerra Mundial, la utopía de la América gloriosa y triunfante en la que todo era posible delante de las casas con porche, jardín, perro y dos coches en el driveway y sueldos de seis cifras; su mundo, había muerto al poco de estrenarse la década de los 60, al son de la contracultura y a caballo de las sustancias psicotrópicas. Toda utopía no es más que un escenario de cartón piedra y aquellos utópicos que solo querían matar al padre, aunque nos convencieron de que pretendían cambiar el mundo, no pasaron de pasearse en autobuses y comunas regados de química. Y fue así como los Ken Kesey y demás gamberros del hippismo, dieron paso al yupismo de los 80, devenido en esta mierda que hoy continúa ardiendo en una hoguera de vanidades inextinguibles. En ese camino, sus dos títulos más celebrados: Ponche de ácido lisérgico (1968) y La hoguera de las vanidades (1987), una crónica y una novela; esta última la enésima gran ballena blanca perseguida por todo juntaletras con ínfulas al otro lado del Atlántico, y que responde al nombre de la-gran-novela-americana. Entre medias Lo que hay que tener / Elegidos para la gloria (1979), la favorita del que esto escribe, una crónica sobre la carrera espacial norteamericana y el programa Mercury. En realidad, una disección de la principal capacidad de la sociedad americana: la creación de héroes mitológicos mortales. En una máquina, los produce en serie. El total, diecisiete libros, cuatro novelas y decenas de artículos publicados fundamentalmente en revistas como Harper´s, Esquire o New York. El último de ellos, The Kingdom of Speech, de 2016 e inédito en español.
Su segundo don era el de la escritura. Barroca, plomiza y directa al mismo tiempo. A veces detallista hasta la extenuación, pero cargada de una sátira de precisión quirúrgica capaz de demostrar que detrás del escenario de la utopía no hay más que cenizas indigestas.
Su último don, quizás el más importante, era el olfato. Digo que no inventó nada porque lo que hoy llamamos Nuevo Periodismo –y que hoy conocemos con el rimbombante nombre de novela de no ficción (lo que es un oxímoron en sí mismo) o “postficción” en terminología de George Steiner, o “literatura de hechos”, según Timothy Garton Ash–, existía mucho antes que Wolfe. Incluso fuera de las fronteras de EE.UU., en países tan lejanos como Inglaterra, Argentina o España. Hay críticos que colocan el parteaguas del género en Diario del año de la peste, la crónica-novela de Daniel Defoe publicada por primera vez en 1722, un relato ficticio de las experiencias de un hombre durante el año de 1665, en el Londres víctima de la muerte negra. Ronald Weber describió en The Reporter as Artist (1974) una serie de ejemplos tomados de autores desde Twain a Hemingway que, según él, demostraban que el Nuevo Periodismo ni era nuevo ni era periodismo, sino sólo literatura hecha por periodistas. Por no hablar de nombres tan dispares como Jack London, George Orwell, Ernie Pyle, A.J. Liebling o John Hersey. Más allá de las discrepancias propias de cualquier género discursivo es fácil ver elementos del llamado Nuevo Periodismo en obras como Operación Masacre del argentino Rodolfo Walsh publicada en 1957. En el Relato de un náufrago (1955), de García Márquez e, incluso, tirando para España, no hay que olvidar a Chaves Nogales o a Julio Camba. Por lo tanto, autores y escritos muy anteriores a los clásicos que se relacionan con el género.
Vislumbrado todo lo anterior, como buen norteamericano, fue Wolfe si no el primero en darle nombre, sí el primero en hacerlo con éxito. Y en 1973 escribió un ensayo a medio camino entre lo personal y lo académico, pero sobre todo autojustificativo, que llevaba por título El Nuevo Periodismo (1973). Y boom.
El propio Wolfe reconoce en el libro que desconoce quién concibió una etiqueta que, por otro lado, jamás le llegó a gustar. En todo caso, tal título, al que coetáneos suyos aludieron en algún u otro momento, surge en los años sesenta como una respuesta y a la vez reacción a los medios de comunicación de la época y sus formas discursivas tradicionales, incapaces para abarcar los cambios que estaban teniendo lugar en la sociedad, especialmente en el seno de la naciente cultura underground. La aproximación anónima, mecánica y pseudo objetiva del periodismo tradicional a los hechos comenzaba a ser denunciada en los escritos de algunos jóvenes periodistas, por lo que el llamado advocacy journalism o periodismo militante se fue abriendo paso en algunos medios tradicionales como New York, el suplemento dominical del periódico The Herald Tribune y especialmente en revistas como Esquire.
Puede que todo comenzara con aquella frase: “Quizá deberíamos volar por los aires el edificio de The New Yorker”. La cita la recoge Marc Weingarten en su magnífico La banda que escribía torcido (2013), un libro publicado en España por Libros del KO, esa editorial que vale su peso en oro y cuyo –hasta la fecha–, mayor éxito, Fariña (2015), de Nacho Carretero, continúa, no sé si inexplicablemente o surrealistamente, secuestrado por una orden judicial. El volumen de Weingarten es un recorrido histórico por los orígenes del que sin duda es la corriente periodística más importante de la historia. Más allá de eso, si no lo han leído todavía, corran. Es probable que en sus páginas se encuentre todo lo que necesitan saber, no del periodismo, sino de la vida.
En cualquier caso, la antológica frase la pronunció Jimmy Breslin, otro de los veteranos periodistas de la época –haciendo tándem con Norman Mailer, ambos se presentaron a la alcaldía de Nueva York en 1969, la que probablemente sea la carrera electoral más loca de la historia–, y en ella había un significado mucho más profundo que la simple voladura de la mítica revista. Aunque también. Se trataba de lanzar un misil a la línea de flotación del icono por excelencia de la escritura, ficcional o no, de EE.UU. que era la revista neoyorquina. Era 1965 y The New Yorker celebraba ese año su cuadragésimo aniversario. Al final, el misil tomó forma de reportaje y fue escrito precisamente por Tom Wolfe. Diez mil palabras dedicadas a radiografiar el anquilosado proceso de redacción y edición que debía recorrer un texto antes de ser publicado en las páginas de la publicación más venerada del mundo. El título lo decía todo: “Pequeñas momias: la verdadera historia del rey del país de los muertos vivientes de la calle 43”.
Era el 11 de abril de 1965 y al final sí hubo una explosión, al menos en sentido figurado. Una segunda parte del reportaje salió el domingo siguiente y su título era el colofón al ataque perfecto: “Perdido en la selva de los pronombres relativos”.
Lo novedoso de los textos de Wolfe estaba en el mismo titular, propio de cuentos humorísticos más que de cualquier naturaleza informativa. Wolfe convertía los hechos en una trama y las personas reales aparecían caracterizadas como si de personajes de una novela satírica se tratase. Pero lo más importante: a pesar de las apariencias, todo era verídico, todo lo que allí se exponía procedía exclusivamente de las fuentes con las que había hablado Wolfe y, sobre todo, de sus propias impresiones como observador. La respuesta no se hizo esperar. Vino de Dwight Macdonald, uno de los intelectuales más importantes de Estados Unidos y también un fijo de The New Yorker desde 1951. Contraatacó desde las páginas del otro santuario de las letras estadounidense, The New York Review of Books, publicación a la que entregó trece mil palabras que serían publicadas en dos entregas. Denominando el texto de Wolfe de “paraperiodismo”, Macdonald calificó su estilo de “bastardo que juega a dos bandas, explota la autoridad fáctica del periodismo y crea atmósferas propias de la narrativa. El entretenimiento por encima de la información, ese es el objetivo de sus creadores y lo que desean sus consumidores” (Weingarten: 14).
Nótese en este párrafo la puesta en escena de conceptos que resultan familiares si recordamos muchos de los ataques que cualquier manifestación artística que atenta contra el supuesto canon sufre por parte de los defensores a ultranza del mismo canon como única vía de conocimiento y cultura. También el juego establecido entre los guardianes de la vieja idea de cultura, los apocalípticos de Eco, y aquellos que no vieron en la llamada cultura de masas ningún peligro más allá de ser el resultado de la propia evolución de la sociedad, los integrados. A pesar de todo, no se equivocaba Macdonald en una cosa, la escritura de Wolfe y compañía era bastarda, con un pie en el periodismo, pero con la mente puesta en la literatura destinada a permanecer más allá de los papeles de usar y tirar.
En El Nuevo Periodismo, en el que Wolfe tuvo a bien introducir textos de Gay Talese, Hunter S. Thompson o Norman Mailer, a modo de ejemplo, se refería a la composición de un reportaje que él mismo había escrito en 1965, por encargo del New York Herald Tribune, sobre una convención automovilística. Llegó a escribir dos versiones de la misma historia: el reportaje llevaba por título “The Kandy-Kolored Tangerine-Fake Streamline Baby” (1965) y se publicó en el diario. Posteriormente, Wolfe envió una nueva versión a Esquire, esta vez titulada “There Goes (Varoom ! Varoom !) That Kandy-Kolored (Thphhhhhh !) Tangerine-Flake Streamline Baby (Rahghhh !) Around the Bend (Brummmmmmmmmmmmmmmmmm)…”. El hombre de los trajes blancos se explicaba de esta manera: “lo que me interesó no fue sólo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y el cuento. Era eso… y más. Era el descubrimiento de que, en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, desde los tradicionales dialogismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear muchos géneros diferentes, o dentro de un espacio relativamente breve… para provocar al lector de forma a la vez intelectual y emotiva.”
Es evidente que Wolfe piensa en el sancta sanctorum del medio, el reportaje. El reportaje es el género periodístico que más libertad otorga al redactor y que hoy en día goza de mayor prestigio. Sin embargo, no siempre fue así. A mediados del siglo pasado en la prensa norteamericana, el reportaje era el término periodístico “que denominaba un artículo que cayese fuera de la categoría de noticia propiamente dicha” (Wolfe 1973: 23). Lo incluía todo y sus autores eran poco menos que seres un tanto marginales en las redacciones. “Los redactores guardan sus lágrimas para los reporteros de guerra. En cuanto a los que escriben reportajes… cuanto menos se hable, mejor”, decía Wolfe en 1973. Era evidente en la mente de Wolfe que el destino manifiesto de los autores de reportajes era escribir la-gran-novela-americana ya que, ayer más que hoy, el novelista era el gran héroe y según Wolfe “no había sitio para el periodista, a menos que asumiese el papel del aspirante a escritor o de simple cortesano de los grandes”.
Todo eso cambió a mediados de los años sesenta con el “descubrimiento” de un periodismo que se podía no sólo escribir con elementos propios de la novela, sino que también podía leerse como tal. Ese fue el gran triunfo de Wolfe coronado –y admitido– desde el punto de vista editorial, con posterioridad, con A sangre fría (1966), de Capote.
En el fondo, Wolfe, que siempre quiso ser parte de la torre de marfil que satirizó con saña en buena parte de sus textos, acabó por ocupar uno de esos áticos con vistas a Central Park. El suyo tenía 12 habitaciones. Por eso, quizás, el mejor retrato de Wolfe lo escribió en 1971 aquel tarado genial que fue Hunter S. Thompson: “el problema de Wolfe es que es demasiado frágil como para participar en sus propias crónicas. La gente con la que se siente cómodo es mediocre y aburrida, una mierda pinchada en un palo, y las personas que, al parecer, lo fascinan son tan raras que lo ponen nervioso. La única novedad y originalidad en el periodismo de Wolfe es que es un reportero excepcionalmente bueno; es capaz de reproducir diálogos y tiene una cierta comprensión de aquello que John Keats llamaba Verdad y Belleza”.
Lo peor que se puede hacer con los mitos es tenerlos. Lo mejor que se puede hacer con los mitos es matarlos. Y en casos como el de Tom Wolfe, leerlos.