La pandemia que comenzó hace más de un año nos deja un mundo arrasado. La Argentina tiene al ras heridas que comparte con la región: más pobreza, más desempleo, más desigualdad, menos tolerancia. El país se debate por una salida que no consiste solamente en una crítica profunda hacia los años neoliberales en lo económico/social, sino también hacia la catástrofe cultural que implica una sociedad rota.
La pandemia parecía abrir una pequeña oportunidad para poner en caja ciertos debates, compartir reglas mínimas de juego en pos del cuidado de la vida y la casa común. Pensar esto no fue una ingenuidad, fue una decisión política para defender la democracia en un contexto de paradigmas de soberanía están en jaque.
La disputa por la campaña de vacunación contra el Covid 19 es un dato central. Porque en una sociedad fragmentada y maltratada, la posibilidad que ese proceso construye para generar lazos de solidaridad es una amenaza para las políticas que sólo pueden ser viables en la lógica cultural del falso éxito individual.
En estas latitudes esa lógica toma la forma del antiperonismo, un frente social de flecos variopintos que avanza, se repliega y vuelve a avanzar intermitentemente desde 1945.
De las revistas a YouTube
Pero las etapas cambian y las escenas se transforman. La escena cultural del agonismo del siglo XX no puede ser asimilada a estos tiempos. Los debates que Beatriz Sarlo planteó de forma brillante en la sociedad argentina de la década del 80, cuando aún la intelectualidad y la militancia intentaban establecer el campo de problemas de la política y la cultura post dictadura, hoy aparecen como títeres deshilachados, agitados en estudios de televisión donde se ejerce el periodismo de guerra y en YouTube, la red social predilecta de la nueva derecha.
Su presencia en la crítica cultural argentina y latinoamericana, con una cierta trayectoria militante de juventud, con una presencia tan importante en la reconstrucción del clima universitario post dictadura, parecen no acreditar el actual devenir vargasllociano. A cualquier persona inclinada por una vida intensa, de discusión, de diferencia, el devenir de Beatriz Sarlo no puede ocasionar más que un dolor profundo.
Sus textos críticos son, junto con los de Josefina “La China” Ludmer, David e Ismael Viñas, Carlos Portantiero, María Teresa Gramuglio y tantxs otrxs, algunos de los artefactos culturales más complejos, despiertos y ampliatorios del autoconocimiento social y literario de la Argentina. Es por eso que, lejos de despreciarla, anularla o tratarla como a un simple periodista de la guerra contra el pueblo, a Beatriz Sarlo conviene leerla y establecer con su participación en el actual proceso de la infamia una relación en la que sea factible construir una memoria. Para pensar la política, la crítica y la relación entre ella con los procesos populares.
En 1985, en pleno regreso de la democracia, Beatriz Sarlo dirigía Punto de Vista junto a Carlos Altamirano. Como comenta Juan Laxagueborde, esa revista fue “pionera en dictaminar la renovación teórica y práctica de las izquierdas culturales antiperonistas” y logró, más allá de los 80, convertirse en un factor central en los debates hasta los primeros años dos mil.
Punto de Vista fue una revista fundamental en la escena cultural por varios motivos. Por su llegada “más allá de la academia” más cerrada, también por el lugar de referencia que construyó al interior de la academia, y sobre todo porque logró salir a la calle durante ¡treinta años! La publicación era heredera de Los Libros, faro literario fundado por Héctor Schmucler y que había sido cerrada en 1976. En su final, Sarlo compartía comité editor con otros adherentes al maoísmo: Ricardo Piglia, Germán García -emblema de la política lacanista- y Miriam Chorme. El golpe significó el fin de ese frente cultural y signó devenires distintos. En un clima de censura y casi en la clandestinidad surgió en 1978 Punto de Vista como espacio de encuentro y supervivencia intelectual y afectiva; como resistencia a la dictadura primero y como vanguardia de la crítica en los 80: tanto a su presente como en retrospectiva.
Antes de su cierre definitivo en el 2008 sucederían diversas etapas culturales; en todas intervino Beatriz Sarlo, mientras a la vez publicaba sus libros. Las razones del final son variadas, pero pueden resumirse en la ruptura ocurrida entre Sarlo y Adrián Gorelik, más interesados en los debates estéticos y urbanísticos, con Altamirano, según Sarlo más “modernista” y más interesado por la cultura de masas. Esto lo sintetiza muy bien la entrevista realizada al colectivo editor por Daniel Link en 2003.
En esa discusión, Sarlo exhibe los motivos de la disputa: la crítica tiene que renunciar a la etnografía cultural (que puede ser hecha en otros ámbitos como el periodismo, y, estirando la cuerda, agregamos que en la militancia) porque la misma está históricamente asociada al populismo, una “disposición ideológica de buena voluntad” en sus palabras.
Algunas de estas frases encuentran su versión lavada en la respuesta a su editor que hace pocos días Sarlo hizo pública con motivo de su acusación a Soledad Quereilhac. Como si ese punto de quiebre en la relación con la que fuera su más exitosa y prolongada construcción colectiva, Punto de Vista, volviera sintomáticamente en la forma de un rechazo a una propuesta que ella considera simplona pero, paradójicamente, a la vez, corrupta.
¿Cómo puede convivir en la misma escena algo que podría ser un análisis como considerar que ella, militante de la separación entre crítica y militancia contemporánea, va a prestarse a una campaña de servicio público, con el hecho de que “los populistas” hubieran pergeñado un acto “debajo de la mesa”? Algo que, va de suyo, debería ser por lo menos no explicitado a través del mail de un editor.
La repetición de la tesis
La escena es por demás paradójica y viene a demostrar la repetición de un problema que Sarlo se esfuerza en resolver con la tesis que había esbozado en los años 80: relaciones tan cercanas entre crítica y política, o entre crítica y militancia, sólo pueden conducir a una “canibalización” de la crítica en manos de la política. Para revisar esta hipótesis hay que tener en cuenta dos cosas: no se trata de un rechazo cabal a toda relación entre política y crítica. Pero sí se trata de un rechazo a la relación entre populismo y crítica, o entre peronismo y crítica.
En el ensayo Intelectuales: ¿escisión o mímesis? publicado en 1985 en Punto de Vista, Sarlo trabaja sobre la relectura del peronismo que los intelectuales de los 60 (Viñas, Portantiero) hacen ante la reflexión de que el discurso intelectual de izquierda debía refuncionalizarse para, de alguna forma, autocriticar el antiperonismo de décadas anteriores. No obstante, sostiene Sarlo, esta autocrítica tuvo como consecuencia una subordinación de la dimensión intelectual a la dimensión política. Esta subordinación es, además, una degradación: “De la etapa crítica evocada en el comienzo (...) habíamos pasado al período del servilismo”.
Este problema parece que nunca fue resuelto.
Hay algo que en el giro político de la intelectualidad Sarlo logra rescatar, y es la crítica a la llamada “división de las esferas”, la posibilidad de que el discurso intelectual pueda ir más allá que a colegas y ámbitos más cerrados. Pero hay otra cosa que ocurrió, en su análisis, y es que los intelectuales de los 60 llevaron a cabo un “pacto” con la política que los ubicó en un lugar de subordinación. Este es el problema nuclear de una discusión plena en la década del 60, que Sarlo actualiza en los 80 y que ahora mismo aparece en sus ecos. Sólo que con una diferencia abismal: Sarlo no pregona solamente la independencia intelectual, algo que ahora y siempre será un asunto de discusión: se posiciona en una supuesta altura ética bastante enigmática, muy contradictoria con la multilateralidad de sentidos que debería acompañar un debate abierto.
El debate con el peronismo no está abierto: los peronistas son corruptos y Soledad Quereilhac es una intelectual subordinada. En ese tren, sólo importa poner en escena una ética y una forma acusatoria: es esta la fase posneoliberal de la crítica. El denuncialismo es la forma cultural del posneoliberalismo.
Los debates de Punto de Vista quedaron muy lejos de las actuales escenas forjadas en los decorados del periodismo de guerra, en la vida contemporánea. Quizás el gran pasaje de una a otra, Sarlo lo atravesó el día que se paró y se fue del debate con David Viñas en Los 7 Locos, en una televisión que aún soportaba algunas discusiones, hasta ahí pero las soportaba, en los 90, antes de la gran expansión de las redes sociales y del periodismo plutócrata sin matices.
Pareciera que Beatriz Sarlo no comprendió este pasaje y en cierta forma idealizó tanto su propia ética denuncialista, que no fue capaz de detectar cómo las mismas iban siendo procesadas y redireccionadas por la industria cultural corporativa. Todo esto -no habría análisis posible sin decirlo-, en el contexto de una trayectoria personal marcada por el hecho de ser una mujer crítica en un campo hiper machista y misógino, ante el cual ella en algunos aspectos termina mimetizándose. Esto se nota cuando se hace pública su descalificación a la que fuera su alumna y colega Soledad Quereilhac.
El tiempo no para. Y no perdona. El mal llamado campo intelectual de izquierda argentina viene discutiendo su distancia con el peronismo desde los 60, que es cuando verdaderamente hizo por primera vez una crítica de su relación con él. Ejemplo de ello es la intervención autocrítica de José Aricó en la revista Pasado y Presente en 1964, en el texto Examen de conciencia, en donde llevó a cabo una revisión del rechazo de sectores de la izquierda a la revolución cubana y del antiperonismo de izquierda que había terminado posicionándose con la Unión Democrática para enfrentar a Perón en 1946.
La campaña macrista que intentó realizar una clausura simbólica, judicial y política del peronismo, hoy llamada lawfare, pero que se monta en el linaje infame de la mal llamada Revolución Libertadora de 1955 -no se crea que acá se entiende una cosa por sinónimo de la otra-, tiene sus distancias pero también sus desafíos comunes respecto a su historia. La libertad, sin dudas, no es una propuesta novedosa. Pero no se trata de la libertad del gobierno de los de abajo, la de la mejor tradición; se trata de una libertad negativista que no supone otra cosa que el arte de la denuncia. Para decirlo de una forma elegante. En esta ensalada Beatriz Sarlo aparece predicando una ética que implica el descrédito de Soledad Quereilhac y de Axel Kicillof.
Hay un debate que se impone. Si en los 80 seguíamos discutiendo la relación de los intelectuales con la política, quizás ahora debamos debatir la responsabilidad de los intelectuales ante los saldos anti políticos de las afrentas públicas.
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