Cristian Mendoza no quería ser como otros paraguayos que vienen a la Argentina a trabajar como albañiles. Le habían dicho que la educación era pública y gratuita: tenía un buen dato. Y cuando cumplió 18 años, su padre, Hugo, lo convenció para que emigrara y fuera a vivir con sus abuelos a Villa Elvira. Los hermanos le dijeron que acá se podía estudiar y trabajar, las dos cosas al mismo tiempo. Estaba indeciso: no sabía qué carrera elegir. En La Plata no lo conocieron demasiado: decían que era un chico tímido que cuidaba a sus abuelos. En el barrio vivió sólo tres meses. Después murió ahogado por el temporal dedel 2 de abril. Siguen sin conocerlo: su nombre es uno de los que no aparece en el listado oficial de 52 muertos. ¿Cuántos más habrá como él?
Sus abuelos, los tíos de Rosana Larrea vivían en una casilla, en 6 y 90, a la vera del Maldonado. Fernando Mendoza y Feliciana Garay Ruiz tenían cerca de 75 años, eran paraguayos y hacía cinco años que habían migrado a La Plata. Muchos paraguayos creen que la atención médica en la Argentina es mejor que en su país y Fernando tenía diabetes: había venido para atenderse en un hospital público.
Nadie en el barrio tenía su casilla tan cerca del agua. Y ahora cuando habla a Rosana le brillan los ojos: no puede entender cómo sus tíos, que también eran sus padrinos, fueran tan cabezas duras. Porque un día antes ella lo presintió. Cuando el arroyo se desbordó y el cuerpo parecía que no resistía en los escalones de su casa, un cosquilleo mayor que el del frío le recorrió la espalda.
— El día anterior a la inundación, dos de mis hijos estaban enfermos. Los abrazaba, los alejaba del agua. Había bichos que se pegaban a los cuerpos. A uno de mis vecinos lo picó una araña y tenía el brazo hinchado. A otro se le reventó un hormiguero en el pie y estaba meta rascarse. No aguantábamos más. Y en eso escucho los gritos desesperados de mi hermano.
Eran las ocho de la mañana del miércoles 3 de abril. A esa hora el agua estaba a medio metro de altura. Salieron a la calle. El hermano, fuera de sí. el ojo morado de los nervios, la cara tensa y dijo solamente: ¡Murió el tío! Vengan, por favor. Y todo cambió.
Atrás quedó la media hora de la noche anterior, cerca de las nueve, en la que el agua tapó la casa de material de Rosana en la calle 93 entre 116 y 116 bis. El cauce de ese río de dos metros de profundidad, marrón y furioso, que levantaba autos y arrancaba árboles de cuajo. El querer salir y no poder, los escalones del primer piso, el amontonamiento allí, con sus hijos, sus vecinos. El milagro del agua detenida en las rodillas.
Ahora, lo único que había era el tío con su campera verde, boca abajo. Ya no importaban las once horas con el frío en el cuerpo. El agua podrida que se había llevado los muebles y arruinó colchones y electrodomésticos.
La muerte invalida el resto y Rosana, depiladora profesional que cobra la asignación universal por hijos, se olvidó también de la máquina de cera de $ 600, comprada en un esfuerzo descomunal, que seguramente a esa altura ya se hundía en el arroyo Maldonado.
Las aguas turbias del arroyo, que atraviesa Villa Elvira, es una fuente histórica de contaminación. Los vecinos están habituados a las inundaciones pero ninguna como la que vivieron el 2 de abril. En el 2008, el agua llegó a más de medio metro en algunas casas, la mayoría de madera y chapa. Se originó por la acumulación de mugre. Un año antes, el entonces intendente Julio Alak había inaugurado un entubamiento y dijo en aquel momento a un portal de noticias que “los vecinos de esta zona sufrieron inundaciones durante cuarenta años y gracias a esta obra ese padecimiento formará parte de un mal recuerdo”.
Pero en ese momento eso también quedó atrás. Rosana casi se desmaya. Reconoció a su padrino y pensó en los otros: la tía y, sobre todo, en su primo Cristian.
Dieron la vuelta por el arroyo. A unos metros apareció el cadáver de su tía Marlene, así le decía ella a Feliciana Garay Ruiz. Flotaba cerca de una dependencia de bomberos. Cuando quisieron hablar con los vecinos, vieron a un joven agarrado de un poste. Estaba quieto y parecía que algo le trababa el pie. Y Rosana volvió a olvidarse de todo: Cristian flotaba abrazado a un palo. Los cordones de las zapatillas se le habían atorado a una piedra y nunca pudo zafarse.
Los vecinos les dijeron que hicieron lo imposible para salvarlos. Que vieron cómo Fernando, que estaba en silla de ruedas con sus piernas amputadas, fue el primero en ahogarse. Que les tiraron sogas, sábanas. Que se desesperaron cuando la corriente se llevó la casilla. Que después escucharon unos gritos y el agua silenció la noche.
Frente a los bomberos, Rosana y sus familiares reconocieron los tres cuerpos. Después llegó la policía, pero nadie les tomó declaración policial ni judicial. Los cadáveres estuvieron tirados en la intemperie cerca de diez horas. Como los hermanos de su tío estaban nerviosos, les dieron autorización para llevárselos y enterrarlos en el cementerio público. A Cristian se lo llevó el padre a Paraguay. A las pocas horas le dio sepultura en el país extranjero.
No sabe que Cristian sería el primer joven de 18 años identificado como víctima del temporal.
Tampoco debe importarle demasiado este último dato, el tiempo fue tan tirano que ni siquiera pudo saludar su prima, hermana de Cristian, que vive en España y llegó para investigar su muerte. Ni siquiera, dice con la mirada en las paredes sin revocar, pudo ir a los rezos por los difuntos. A la novena: así le llaman los paraguayos a un rosario que, durante nueve días y en la casa de uno de los deudos, se ora sin cesar.
Ahora, agradece a Dios que la inundación no haya sido en invierno, dice que en el barrio hay versiones de más muertos por el temporal, que alguien encontró tres chicos dentro de una heladera y una señora vio de qué forma la corriente se llevaba a niños y ancianos. Dice, con cierto asombro, que en Paraguay hay familiares que siguen buscando gente en Villa Elvira y en el barrio Aeropuerto, que del Consulado ni noticias, y que los diarios guaraníes hablan de 400 muertos.
Ayer volvió a llover y Rosana, como tantos otros, no pudo dormir. El menor de sus tres hijos le murmuraba al oído: “mami, no va a llover más, no”. Dio vueltas en la cama, y cuando cerró los ojos, trató de no pensar, pero no pudo.
—Sueño con ellos. Sueño con que el agua nos lleva a todos.
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Los rumores sobre muertes y desaparecidos se acrecientan, aunque es difícil dar de forma directa con los relatos. El juez en lo Contencioso y Administrativo de La Plata, Luis Federico Arias, que estaba iniciando una investigación paralela, fue inhabilitado para investigar las muertes del temporal. Arias se había convertido, junto al defensor oficial Julián Axat y el Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ), en la persona que escrachó los criterios oficiales de búsqueda y denunció irregularidades administrativas en la confección del listado. La Suprema Corte de Justicia bonaerense decidirá si se lo vuelve a habilitar.
Dijo que los muertos eran 55 y publicó en su facebook una serie de testimonios como el de un testigo que jura que cinco días después del temporal (el domingo 7) , un grupo de policías, bomberos y buzos habrían rescatado de las alcantarillas, desagües y bocas de tormenta una cantidad de 12 personas ahogadas. El testigo probó que hubo vecinos que presenciaron todo. La investigación oficial negó las muertes.
Hay pistas y cruces de información. Hay vecinos que reproducen historias que quizás sean tan ciertas como poco verificables.
Están los casos que la gente escuchó en un pasillo de oficina, en un taxi, en la boca de un familiar. En la investigación por esta crónica se repitió una historia espantosa: la de un adolescente que en un parque de la ciudad encontró un bebe de tres meses. Un amigo la escuchó de otro amigo, que la oyó de un tercero, al que se lo contó su mujer, después de escucharla de una ex compañera de trabajo, Marcela. Marcela dijo que su sobrino encontró al bebé y que estaba en un cuadro depresivo sin salir de su casa. Ahora, la señora que encontró a Marcela piensa que debe buscarla y decirle que aproveche: están saliendo a la luz una enorme cantidad de relatos. El caso del bebé muerto también debería publicarse.
Nadie cree en la versión oficial del relato. Hace unos díasel gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, reconoció que hay una lista de otras 37 muertes ocurridas “por otras causas, después del siniestro, no propiamente por la inundación”. Así como dijo que la lista oficial de 51 muertos era “casi definitiva” también negó que se cortara la luz en los hospitales. Sin embargo, muchos denuncian que en el Hospital Español la luz se cortó. Y salvo los sectores políticos ligados al intendente Pablo Bruera y al gobernador, todos en La Plata juran que los muertos y los desaparecidos superan largamente a los que fueron reconocidos.
Las redes sociales, minuto a minuto, son un hervidero de broncas, de impotencias, de reclamos y de nuevas informaciones. El hastío se convierte en furia: hay quienes piden ver rodar la cabeza de Pablo Bruera. Pero a la hora de contar las historias, algunos se escudan, otros dicen que pueden perder sus trabajos.
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El mediodía del 2 de abril, la médica personal del marido de Elaine Girardelli le dio a la docente rural una gran noticia. Después de un largo tiempo de internación, que comenzó con un EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y terminó en una traqueotomía, el diagnóstico era alentador. A su esposo Guillermo Piombino le estaban sacando el respirador artificial y ya respiraba por sus propios medios.
Cerca de las ocho de la noche, sorprendida por el temporal de viento y lluvia, pensó lo que todos pensaron. Había que sacar el agua, esperar que dejara de llover y acostarse para despertar en un nuevo día.
— Hijo, quedate tranquilo. Papá está bien —le dijo a Leonardo, de 24 años, quien insistía con salir hacia el Hospital Español, a veinte cuadras de su casa.
Guillermo Piombino, contador público de 51 y empleado público de IOMA (Instituto de Obra Médico Asistencial), estaba internado en terapia intensiva. Leonardo no se calmó. Insistió para ir hasta el Hospital, que está en barrio Norte (calle 9 y 36), y la madre lo convenció diciéndole que el horario de las visitas se había cumplido.
—Papá está en un cuarto piso. Si pasa algo, nos van a avisar. Hijo, en una terapia está todo previsto por cualquier cosa que pueda pasar.
Elaine sabía que había llovido mucho, desde las tres de la tarde del martes hasta casi las dos de la madrugada del miércoles, sabía que se cortó la luz, que se le mojaron algunos muebles, pero ni su casa ni su cuadra sufrieron una inundación más grave que lo previsible y entonces, como los teléfonos no sonaron, se durmió.
A la mañana siguiente, cuando se preparaba para retomar la tarea escolar después de una semana sin clases, su hermana policía, que trabaja en la comisaría novena, la llamó por teléfono. Decía que desde el Hospital Español pedían con urgencia la evacuación de los pacientes. Elaine despertó a su hijo y salieron juntos.
En el hospital, había un hombre de seguridad que impedía el ingreso. Unas grúas sacaban pilas de basura. Elaine se asustó y rogó entrar. Subieron por las escaleras. No había luz. El hospital era zona del desastre.
Allí se cruzaron con Ignacio De Amézola, que había pasado la noche en el hospital con su mujer, María Paula Provenzano, internada en el segundo piso tras dar a luz. Ellos confirmaron que se cortó la luz la noche del martes. Al día siguiente, al ver que en las calles el agua había bajado, agarraron a su bebé y salieron en pijama. Los celulares estaban apagados porque se les había acabado la batería. Hasta ese momento, cerca del mediodía, el hospital siguió a oscuras. Supieron que los grupos electrógenos estaban en el sótano y no pudieron encenderse: el agua los había tapado por completo.
Ignacio permaneció despierto junto a su mujer, pero a cada rato subía y bajaba de las escaleras. Escuchó gritos de gente que entró al hospital en situaciones dramáticas, como una mujer embarazada de cinco meses, un muchacho que llegó electrocutado y falleció, una persona con hipotermia. Esa noche las visitas se quedaron a dormir. Esa noche los médicos y los enfermeros no dieron abasto para asistir a los que estaban graves.
Elaine no conoció esa realidad hasta que entró a la sala de terapia intensiva y vio que la zona restringida estaba abierta de par en par. Preguntó por su marido. No hubo preámbulos. Su médica personal, con las ojeras por el suelo, la misma médica que horas antes había comunicado un diagnóstico favorable, le dijo que había tenido un paro cardiorespiratorio cerca de las ocho de la mañana. Estaba muerto.
— ¡No me podés decir eso, no me digas eso!
La médica miró el suelo. No pudo sostener la mirada. Elaine fue hasta la habitación. Lo tocó. Estaba frío, tapado hasta la cabeza, con su rosario en el pecho. Todo era raro. Fue hasta la administración y le dieron un papel para la casa velatoria. Cuando se comunicó con la funeraria, le dijeron que había demora. Y que Guillermo, como era obeso, estaba último. El ascensor no funcionaba. Y, según explicaron desde la empresa de pompas fúnebres, antes había que sacar otros cuerpos de la sala de terapia intensiva.
Elaine no cree que su marido haya muerto por un ataque cardíaco.
Piensa que murió a causa del temporal. Y que el hospital es tan responsable como los organismos de control estatal. Los grupos electrógenos, y así lo dice la OPS (Organización Panamericana de la Salud), deben estar en pisos superiores. El Hospital de Niños de La Plata, que también tiene los grupos en un subsuelo, se salvó de milagro. Por apenas diez centímetros, el agua no los llegó a cubrir.
Las autoridades del hospital nunca hablaron con ella. Julio Burlando, su abogado, está sorprendido por la aparente “epidemia de paros cardiorespiratorios en terapia intensiva”. Habla de otros tres casos de muertes en ese sector. Elaine asegura que la mujer que estaba en la pieza de su marido falleció esa misma noche por el corte de luz. Dice que vio a sus familiares haciendo los trámites en la funeraria.
El Consejo de Ciencias Económicas de La Plata negó la pensión para la familia de Guillermo Piombino, que hubiera cumplido 52 años el próximo 16 de abril. Alegaron que estaba atrasado en las cuotas.
En una nota que se publicó el 8 de abril en el diario Clarín titulada “El Hospital Español de La Plata fue el más afectado por la inundación”, el director del establecimiento, Pedro Belloni dijo: “debimos evacuar de urgencia a 12 personas, que eran los que tenían respiradores artificiales (en la sala de terapia intensiva había 38 pacientes). Fue el único instituto médico que debió cerrar en forma total”.
En otra nota, publicada en La Nación, el director negó que los muertos tuvieran que ver con las inundaciones. “Eran pacientes que se encontraban en estado terminal. Uno se había casado la semana anterior porque sabía que se iba a morir. Otro era un obeso que había sido internado en nueve oportunidades", dijo Belloni.
Elaine piensa que es mentira. Y con su abogado va a hacer una denuncia por delito culposo en la fiscalía general.
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Una semana después del temporal, los vecinos de los barrios más afectados, como Altos de San Lorenzo, Villa Elvira, Los Hornos, Ringuelet y San Carlos, se unen en una sola voz: dicen que la ayuda del Estado es ineficiente. Si antes estaban olvidados, ahora ni figuran en el mapa.
Hay asambleas barriales, protestas ante el municipio, recitales solidarios y rescates masivos de mascotas. Hay oficios y profesiones que se beneficiaron, como los electricistas, las funerarias, los albañiles y los abogados, y otros que desesperan: los que trabajan en compañías de seguros, concesionarias de autos e inmobiliarias. Aunque cueste creerlo, hay también soldados jóvenes, desarmados, parados en las esquinas de algunos barrios.
El agua pesa. El olor a humedad no sale. Los libros y las fotos no se quieren tirar. Las cloacas siguen tapadas. Los desagües, inundados por hojas de árboles y basura. Las enfermedades están ahí.
Para los inundados, los días son agotadores. ¿Cómo volver a vivir una rutina? Son decenas de tareas burocráticas. Las colas en los bancos, en los pagos fáciles, en las inmobiliarias y en los cajeros automáticos parecen las de una ciudad en estado de sitio.
Se mira el cielo como nunca. Un trueno hace doler la panza. Un relámpago hace llorar.
Ni siquiera se puede mirar televisión. El domingo pasaron “Titanic” y “Río Místico” por Canal 13 y, en canal 11, una película de una surfeadora que desafía el océano.
Se duerme de a ratos. Un cronista que perdió su mascota y el agua le tapó el techo, sueña con peces, con mares y con los ojos de su perro desaparecido. En Facebook la devoción por los animales superó cualquier récord. Las mascotas perdidas parecerían más importantes que los seres humanos afectados por el temporal.
La atracción turística es Freck, el oso con anteojos del zoológico. Se organizan tours para saber cómo trepó hasta el techo y se salvó de la tormenta.
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Además de los muertos negados que no aparecen en los listados oficiales, hay algunos casos registrados con una historia falseada. Es la sintonía fina de la investigación: no sólo se niegan muertos, sino que se oculta información y hasta la lista oficial está plagada de irregularidades.
Rocío Aguirre, de 35 años, dice que a los cuerpos de sus padres, fallecidos en la calle 15 entre 520 y 521, en el barrio de Tolosa, víctimas reconocidas por el temporal, no les hicieron la autopsia.
La noche del martes, cuando La Plata estaba sumergida, Rocío se durmió tranquila. En su casa del barrio La Loma el agua apenas mojó el piso. A la madrugada sonó el celular. El padre, desesperado, le dijo que iban a salir de la casa, que el agua les llegaba al cuello, que buscarían un taxi para ir a La Loma. Nunca imaginó que la calle estaba peor.
Eran cerca de las cinco de la madrugada del 3 de abril. Raimundo Eliseo Aguirre no estaba solo. En la casa estaba su mujer, Irene del Carmen Arias Burgos, discapacitada. En el fondo del terreno, Miriam, su otra hija, que estaba con el novio. Salieron. Sorprendidos por la atroz correntada, pidieron auxilio.
Raimundo se tropezó. Agarró a su mujer, se la colgó en los hombros y lo último que se escuchó de él fue un grito seco. Se infartó. La mujer cayó y se ahogó a los pocos minutos. Su hija se agarró de un auto junto a su novio. Miriam los vio morir. Hoy sigue con una crisis nerviosa que le impide hablar.
Lo que Rocío dice es que las partidas de defunción se manipularon. En principio, la hora y el día. Ella habló por última vez con su padre a las cinco de la mañana. En la partida dice que fallecieron a las diez de la noche del martes 2 abril. Luego, piensa que hay dudas con las causas de muerte. En el del padre, dice “asfixia mecánica por sumersión”. En el de la madre, “paro cardiorespiratorio traumático por sumersión”.
Rocío cree que, así como a muchos cuerpos los velaron y los cremaron rápidamente, con sus padres hubo una urgencia con el mismo fin: cerrar el caso para no investigar más.
Y marca más imprecisiones. Su padre se llamaba Raimundo y no Rolando, como aparece en el listado. Su madre no tenía 76 años sino 66.
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Los familiares de Gabriel Crova, un joven de 35 años que vende películas en la puerta de la Facultad de Humanidades, no pensaron que pudiera pasar algo. Como no habían recibido ningún llamado desde el martes hasta el viernes, creyeron que estaba bien. El viernes sonó el teléfono. Un primo, que vive cerca de Gabriel, en el barrio de Villa Elvira, preguntaba si sabían algo. Decía, entre sollozos, que no lo veía desde el martes. Y todos imaginaron lo peor.
Lo buscaron en el puesto de la facultad. Fueron hasta la casa de Gabriel, en 3 y 97, vieron cómo el temporal le voló el techo. Recorrieron el barrio, preguntaron y llamaron a sus amigos. Nada.
Pensaron que lo mejor era agotar la búsqueda por sus propios medios antes que hacer la denuncia en la policía. Después de unos días, agobiados, fueron hasta la comisaría del barrio Aeropuerto. Gisela, la sobrina de Gabriel, publicó fotos de su tío por las redes sociales y fue hasta la redacción de un diario local.
Con la foto en mano de Gabriel, los ojos celestes profundos, la barba y la sonrisa chueca, uno de los hermanos de Gabriel fue hasta la morgue policial, que está en el cementerio platense. Había tres cuerpos sin identificar. No le dijeron si eran víctimas del temporal. Tuvo que verlos: por suerte, no eran.
Lo encontraron el miércoles a la mañana. Estuvo desaparecido una semana.
— Lo queríamos matar. No podíamos creer que se fue de su casa y no le avisó a nadie. Pienso que es porque vive solo y no tiene familia. Sólo nos dijo que estaba en un centro de evacuados en Berriso, ayudando a la gente —dice Gisela.
No fue el único. En el barrio de Altos de San Lorenzo, buscaban a Fernando Gutiérrez. Los llamados llegaban desde Jujuy: 38 años, desaparecido. Sus familiares no habían hecho la denuncia. Prefirieron confiar en su propia búsqueda. No estaba en su casa de 18 y 81 ni en la de ningún vecino. Lo daban por muerto.
Una mañana, días después del temporal, como si hubiera vuelto del trabajo aunque mal vestido y sucio, Fernando entró a su casa. En silencio, fue directo a la ducha. Los familiares creen que, tal como ocurrió con Gabriel Crova, vivió el drama del temporal tan a flor de piel que sigue ausente, en estado de shock.
Nadie se animó a preguntarle nada. Durmió horas y horas. Él, que podía, aprovechó.
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Nunca en los 131 de su historia, La Plata, ciudad de las diagonales, ciudad modelo de la generación del ´80, capital de la provincia de Buenos Aires, universitaria y científica, se sintió tan destruida, tan manoseada, tan confusa, tan ansiosa por salir de la agonía.
La culpa, según el intendente Pablo Bruera, es de Pedro Benoit, que en 1880 (hace 133 años) hizo la ciudad en un plato. En las entrevistas que dio a los medios, Bruera olvidó nombrar los planes hídricos que le presentó la universidad hace unos años, a quien ahora le pidió que investigue las causas del desastre. Olvidó nombrar a los holdings inmobiliarios, como Buildings Tower, Moragues, Credil, a quienes les aprobó un Código de Planeamiento Urbano que en poco tiempo fue convirtiendo a La Plata en una ciudad vertical y destruyó su patrimonio arquitectónico.
En las colas de los supermercados, en las charlas en bares y restaurantes, un murmullo de historias recorre la ciudad. Lo que se repite es que no son 52 cuerpos.
Dicen que son más. Y dicen que lo peor es negar un cadáver.