Una chica de pelo largo negro, flequillo, campera blanca mullida y carterita negra, camina hacia el estrado. Se muerde la uña. Se rasca la nariz. Se acomoda el pelo para atrás. Se vuelve a rascar la nariz. Mira para un costado, luego, al frente.
Escucha:
—Señorita, la hemos citado para que preste declaración como testigo en este proceso que se sigue contra nueve ex comandantes de las fuerzas armadas durante el llamado proceso de reorganización nacional. (...) ¿Jura usted decir la verdad?
Una voz finita, susurrada, casi imperceptible, dice:
—Sí juro.
—Tome asiento por favor.
Es 16 de junio de 1985. La señorita, que se llama María Verónica Lara, ya no se rasca la nariz, ni se muerde la uña, ni se acomoda el pelo. Ahora las manos quedan quietas a los costados de la enorme silla de madera. Está tiesa. Detrás de ella los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocampo están atentos al testimonio que están por escuchar. Ese día los nueve ex comandantes de las Fuerzas Armadas que están siendo juzgados por los crímenes cometidos durante la última dictadura no están presentes. Verónica sigue rígida, determinada, seria.
El juez le pregunta su edad: dieciséis. Ese mismo día es su cumpleaños. Durante los próximos 8 minutos y 46 segundos que siguen Verónica contará, sin inmutarse, sin quebrarse, cómo secuestraron a su madre y a Juan, el marido de su madre, delante de ella cuando tenía 8 años. Da detalles precisos, como que al momento del secuestro estaban en su casa de Córdoba, que era diciembre del año 1977, que estaba junto a su hermano de 7 y a sus dos pequeñas hermanas mellizas de 22 meses; que su madre y su marido volvían de hacer unas compras y que cuando llegaron a la casa venían escoltados por uniformados que los perseguían con armas grandes; que los hicieron tirarse al suelo; que después a ella la hicieron entrar a una habitación de la casa; que los uniformados revolvieron el baño, los colchones y los placares y se llevaron cosas; que en la habitación en la que estaba con su hermano había un ventanal y que una vez levantó la vista vio pasar a Juan con las manos maniatadas y los ojos vendados; que le preguntó a uno de esos señores armados que la custodiaban cuándo iba a volver a verlos y el señor le respondió muy seguro: mañana.
Todo eso cuenta María Verónica sin que se le caiga una lágrima. Su testimonio termina y nadie quiere hacer preguntas. Ni los jueces, ni los fiscales. El silencio en la sala es total. Acaban de escuchar a la testigo más chica del Juicio a las Juntas.
Desde el día en que su mamá y Juan desaparecieron, Verónica no volvió a llorar frente a ninguna persona. Muy pocas veces lo hizo en privado: tenía miedo que la descubrieran llorando. Sus compañeros de la escuela le decían robot. Un año después de aquella declaración, Verónica dejó de usar ropa de color. Nunca más vistió aquella camperita blanca mullida que había lucido en el juicio, y se hizo dark: una cultura que estaba de moda por ese entonces.
Un día de enero de 2023, en su casa del barrio porteño de Montserrat, con un calor que roza los 35 grados, Verónica, que ya tiene 54, sigue íntegramente vestida de negro: las sandalias, el corpiño, el vestido. Ya no tiene ese pelo largo de los 16 pero mantiene intacto el flequillo y el morocho.
—Abrazar la cultura dark no tiene nada que ver con lo que me pasó. No, para nada, no lo veo —responde segura, demasiado segura.
***
María Irene Gavaldá llevaba poco tiempo saliendo con Guillermo Lara cuando quedó embarazada. Era 1968, ella tenía 18 y daba los primeros pasos en la carrera de Sociología. Su madre, una docente católica con 7 hijos, no iba a aceptar convertirse en abuela de esa manera. Fue por eso que su hija le dejó una carta y se fue a vivir a la casa de su novio, en La Plata, un muchacho que había conocido a través de una amiga, y que trabajaba como fotógrafo. El 19 de junio de 1969 nació María Verónica y un año después, Germán.
No solo formaron una familia, también descubrieron juntos la militancia y se incorporaron a las filas del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML), un desprendimiento de la vanguardia comunista. Ni Irene ni Guillermo provenían de familias militantes. Al contrario, Guillermo tenía un padre, un tío abuelo y dos tíos policías. Por eso, el PCML le encomendó una tarea importante: infiltrarse en la policía de la Provincia de Buenos Aires como fotógrafo. Y eso hizo.
Al poco tiempo de nacer Germán, el matrimonio se divorció y ambos formaron nuevas parejas, también del PCML. Guillermo con Susana Binda, con quien tuvo a Miguel; y María Irene se juntó con Juan Mogilner. Juan ya tenía otros tres hijos —Leonor, Germán y Javier— con Beatriz Regalía, militante del ERP. Por orden del partido, Irene y Juan se fueron a vivir a Córdoba junto a los dos de Irene. Y allí, en 1976, nacieron las mellizas Mariana y Cecilia. Verónica ya tenía seis hermanos.
La vida en Córdoba era tranquila. La casa en la que vivían tenía una huerta en la que Juan recogía fruta y verdura y la vendía en el mercado. Irene, aunque era profesora de francés, trabajaba como ama de casa. Era muy dedicada: criaba a las pequeñas mellizas, se preocupaba porque a los más grandes les fuera bien en la escuela y fueran ordenados en la casa.
—Cocinaba como los dioses —recuerda su hija.
Había cosas excepcionales que pasaban en la vida de esta familia que no se cuestionaban. Los chicos no preguntaron por qué no se podía tener contacto con policías. Sabían que si veían alguno había que dar la vuelta. ¿Por qué a veces Verónica y Germán tenían que decir un nombre falso si alguien les preguntaba? Eso tampoco lo sabían, pero lo hacían. Ni siquiera cuestionaron cuando una noche tuvieron que tirar libros en medio del campo, o cuando su mamá y Juan los sentaron y les contaron que su papá, Guillermo Lara, había muerto.
No les dijeron que su padre había sido asesinado en una emboscada en la casa de una compañera. Verónica, de 7 años, tampoco preguntó. Sabía que no tenía que saber más de lo que le informaban. Su padre había muerto y punto.
Un año después del asesinato de Guillermo, el 5 de diciembre de 1977 Verónica, Germán y las mellizas se quedaron completamente huérfanos. Los militares llegaron y encerraron a los chicos en una habitación. Mientras esperaban, Germán pateaba una pelota contra una pared que rebotaba y volvía, rebotaba y volvía, rebotaba y volvía. Verónica, sentada en una cama, con las manos sobre sus mejillas lo miraba hipnotizada. Sintió, por primera vez, algo inédito: el desamparo.
Al día siguiente del secuestro, a los chicos los llevaron con una vecina. Ella logró contactar a la abuela materna, quien los buscó en Córdoba varios días después. Volvieron. Verónica y Germán quedaron al cuidado de la abuela paterna, que ahora vivía en el barrio de La Paternal, en Capital Federal, y las mellizas con los maternos.
Hasta el día de hoy Verónica no sabe por qué no los secuestraron a ellos también, no los entregaron a manos de militares (sobre todo a las mellizas) o los mataron.
De la gran familia ensamblada, Guillermo, Irene y Juan no fueron los únicos desaparecidos. Beatriz Regalía, la primera esposa de Juan también está desaparecida. Y Susana, la segunda esposa de Guillermo se exilió en Suiza. Allí tuvo a otros dos hijos con otro militante exiliado. En total son diez hermanos, o medios hermanos, o hermanastros.
Cada vez que cuentan su historia tienen que dibujar el árbol genealógico. Son demasiados: demasiados desaparecidos en una misma familia.
***
En la escuela las mentiras son varias: que su mamá está enferma de cáncer y está haciendo un tratamiento lejos y por eso nunca la viene a buscar; que su papá murió en un accidente de auto. Para el día del padre la maestra les pide que hagan cartas con fotos familiares. Ellos no tienen. Recortan figuras masculinas en las revistas. Piensan que nadie se va a dar cuenta. Y, efectivamente, nadie se da cuenta.
Verónica sigue moldeando su personalidad dura, seria, fuerte. Nada la conmueve. Sus compañeros no entienden pero tampoco preguntan por qué es así. Una tarde de junio de 1985 su abuelo le pregunta si se anima a declarar en el Juicio a las Juntas. Ahí cuenta por primera vez lo que había ocurrido aquel 4 de diciembre de 1977.
Su abuela paterna y su abuelo materno escuchan el relato absortos. En esos seis años jamás tocaron el tema. Esa noche, apenas unas horas después, Verónica se desmaya.
—Todavía recuerdo el olor a perfume que me dio mi abuela para que yo me repusiera —cuenta y se le escapa una risa— era un olor dulce, asqueroso.
En ninguna de las dos ocasiones en la que Verónica contó aquel episodio (una con sus abuelos y otra en el juicio) estuvo presente su hermano Germán. Hasta hoy nunca, jamás, hablaron de aquella noche.
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El bálsamo llegó, en parte, en 1995 cuando nació la agrupación H.I.J.O.S de la que Verónica participó en la segunda asamblea. En ese momento eran 8 personas.
—Para mí fue increíble. Ni siquiera teníamos que hablar. Era mirarnos entre todos y entendernos, comprendernos. Ese fue un punto de inflexión en mi vida y me aflojé.
No lloró en esa asamblea ni en las que siguieron. En H.I.J.O.S no solo encontró un espacio de contención sino a un compañero con el que tuvo a su única hija: Luna. Desde que fue a la primera asamblea es parte constitutiva de la organización de derechos humanos, declaró en la Megacausa del Centro Clandestino de La Perla, donde estuvieron su madre y Juan y claro, fue con varios de sus compañeros a ver la película Argentina, 1985, que le gustó muchísimo, sobre todo, los momentos de humor: algo que pese a todo ni ella ni su gran familia ensamblada, con los que se junta con muchísima frecuencia, perdieron.
Verónica trabaja en un centro de formación profesional pero su nuevo hobbie es la herrería. Tiene una soldadora que compró con un amigo de su hija que vive hace diez años con ellas y que le enseña el oficio. Se llama Iván. El chico perdió al padre, a la madre, entonces Verónica lo adoptó. Antes, también había adoptado a otro amigo de su hija con otra historia semejante.
—Lo que pasa es que bueno, yo lo sé: no es lindo quedarse sola.