1. Una crisis, dos lecturas
Las crisis pueden ser momentos de apertura del horizonte de posibilidades de la vida social y política. Algunos actores caen en desgracia, otros aprovechan el río revuelto, hay lealtades que se licúan y otras que comienzan a gestarse. También pueden ser momentos de intensa movilización e involucramiento político. La “disponibilidad” y la movilización fueron conceptos clave en el modo en que la sociología argentina, desde Gino Germani, pensó el advenimiento del peronismo, el hecho socio-político más relevante de la Argentina de la segunda mitad del siglo XX. Con esas mismas categorías podemos pensar lo que posibilitó la crisis de 2001 y 2002, así como sus legados. Como también advirtió Germani, entre otros, la crisis es un momento de indeterminación en las interpretaciones que organizan la realidad. La definición de los acontecimientos, de sus causas, de sus responsables y de los caminos de salida abre una situación de disponibilidad de sentido.
La crisis de 2001-2002 fue leída por las élites políticas argentinas de dos modos dominantes: para los sectores conservadores se trataba del resultado de la falta de continuidad y de la insuficiente profundidad de las reformas de los años 1990. El carácter “populista” de los partidos tradicionales, que terminaban presionados por sus bases, llevó a los gobiernos de esa década a apartarse de la disciplina fiscal necesaria para terminar definitivamente con la Argentina consolidada cuatro décadas antes, precisamente con el primer peronismo. La lectura alternativa a la conservadora responsabilizaba al neoliberalismo por la crisis y proponía una redefinición del rol del Estado en la economía y en la redistribución, pero también una cierta reversión de la desindustrialización a partir de una revitalización del mercado interno.
Estas dos interpretaciones dieron consistencia a las dos principales familias políticas (re)constituidas y consolidadas en los años que siguieron. Ya en las presidenciales de 2003 tuvieron expresiones competitivas. La candidatura de Ricardo López Murphy constituyó el intento más sólido de construir una fuerza conservadora a nivel nacional que defendiera el diagnóstico anti-populista. López Murphy había sido ministro de Economía por unos días durante la presidencia de Fernando de la Rúa y había propuesto un ajuste fiscal que el propio radicalismo vetó, en especial porque afectaba fuertemente a la educación superior, donde la Franja Morada tenía poder e influencia. López Murphy representaba el discurso conservador más tradicional, a lo que sumaba una propuesta de mano dura en materia de protesta social que buscaba controlar el avance en las calles de los movimientos populares de arraigo territorial conocidos como piqueteros. En la vereda de enfrente se encontraban los diversos actores políticos y sociales que pronto convergerían en el Frente para la Victoria, y que en las presidenciales de 2003 estaban encolumnados parcialmente detrás de la candidatura de Néstor Kirchner. En ese entonces, Kirchner era gobernador de una provincia petrolera que había sabido combinar buenas relaciones con el menemismo, defensa de la austeridad fiscal y la conservación de una retórica nacional-popular que reactivaría progresivamente a partir de su llegada inesperada al poder.
Aunque ninguna de las dos lecturas de la crisis logró imponerse de manera duradera, lo cierto es que la segunda estableció el aire de los tiempos durante lo que quedaba de la primera década del siglo XXI: los consensos post-neoliberales dieron apoyo mayoritario a la intervención estatal en la economía, a la estatización de las jubilaciones y de algunas empresas de servicios públicos y obligaron a moderarse a la narrativa conservadora.
2. Dos coaliciones electorales para la Argentina post-2001
Con el tiempo, estas lecturas de la crisis de 2001-2002 fueron elaboradas y organizadas por dos nuevos movimientos políticos. Por un lado, el kirchnerismo, nueva facción peronista que dominaría ese partido por una década. Esta reconfiguración de centro-izquierda del peronismo recuperó demandas progresistas en materia de derechos humanos y culturales y los combinó con un proyecto mercado-internista asociado al peronismo clásico y con esa retórica nacional-popular llegada desde la Patagonia que combinaba elementos del primer peronismo y símbolos asociados a la izquierda de los años 1960 y 1970.
Por el lado del no peronismo, se formó Propuesta Republicana (PRO), que logró desplazar al partido de López Murphy en la disputa por el voto conservador y luego doblegó al radicalismo en el control del electorado opositor. El PRO constituye el primer partido competitivo de centro-derecha en la Argentina, desde el advenimiento de los partidos populares. Su crecimiento combinó la aceptación de algunos aspectos del consenso post-neoliberal con una apropiación de algunos tópicos, como la gestión eficiente, desde donde construiría una potente marca partidaria.
Estos movimientos políticos fueron construyendo coaliciones que organizaron la competencia electoral nacional. La convivencia entre un peronismo con aliados de centro-izquierda y un partido de centro-derecha competitivo fue generando condiciones para un realineamiento de los clivajes políticos en términos mucho más programáticos que el bipartidismo de los años 1980 y comienzos de los 1990. Tuvo que pasar más de una década desde 2001 para que se consolidara esta estructura de competencia bi-coalicional. Fue en 2015, con la formación de Cambiemos. Contribuyó a ello la llegada relativamente rápida al gobierno de ambos núcleos. El kirchnerismo se construyó directamente desde el poder nacional, que controló desde 2003 hasta 2015 y volvió a ocupar, en una nueva configuración, en 2019. El PRO terminó de dar forma a su marca como partido de centro-derecha pragmático a partir de su llegada al gobierno de CABA, que controla desde 2007 hasta la actualidad. A poco más de una década de nacimiento, llegó al gobierno nacional en 2015.
A nivel de la dirigencia política, esta estructura bicoalicional es bastante coherente en términos de programa. Diferentes trabajos muestran que las ideas políticas de los cuadros de ambos campamentos tienen, ciertamente, un espectro de variación en el tono, pero tocan melodías similares[1]. Los núcleos dirigentes de cada espacio apostaron a construir organizaciones duraderas, militancia fiel y programas más o menos coherentes en el tiempo. También se convencieron –con diferentes temporalidades, es cierto- de la necesidad de formar coaliciones con otros actores del sistema político.
A nivel de la sociedad, la estructura bi-coalicional se consolidó de la mano de un proceso de polarización política que se inició con el conflicto del campo en 2008, asentado en buena parte sobre los mismos actores que se habían enfrentado en las lecturas sobre la crisis de 2001-2002, y que se reforzó con la formación se Cambiemos como organizador electoral de la coalición social de centro-derecha. En los años dos mil, así, creció la identificación de los votantes con la izquierda y con la derecha. Aunque nunca alcanzó a la mayor parte del electorado, constituyó tercios (o cuartos) sólidos que lograron traccionar a los sectores más moderados o no identificados con esos polos.
Las narrativas en pugna de la crisis de 2001-2002 cedieron paso a dos encuadres que proveyeron de identidad política a los núcleos duros de ambas coaliciones y que organizaron los marcos del debate político y mediático en Argentina hasta la actualidad. Por un lado, una narrativa identifica un sujeto popular –pueblo- enfrentado a las corporaciones y el “poder concentrado”. Por otro lado, el encuadre define una Argentina productiva (el campo, la clase media) que lucha por no verse sometida por una Argentina improductiva (los políticos peronistas y sus clientes, los planeros).
3. Movilización e incorporación política
Los sectores movilizados en torno a la crisis de 2001-2002 también fueron incorporados paulatinamente al sistema político por parte de los grupos políticos nacidos de ese contexto. Las narrativas construidas sobre la crisis organizaron parte de esas incorporaciones. También las políticas públicas que las dos fuerzas principales implementaron desde sus gobiernos.
El kirchnerismo logró incorporar a los sectores populares informales que se habían organizado en la segunda mitad de los años 1990 pero que aumentaron su visibilidad y su incidencia política a partir de la coyuntura de la crisis de 2001-2002. La consolidación de dos vectores de gasto social –uno de transferencia condicionada masiva, como la AUH; el otro de financiamiento de la economía popular, los programas de cooperativas- así como el reforzamiento del consumo interno popular fueron dos mecanismos poderosos de establecimiento de vínculos entre el peronismo kirchnerista y esos grupos ya alejados durante generaciones de la trama económica y asociativa de la llamada sociedad salarial. La incorporación de los segmentos informales renovó el vínculo del peronismo con una buena parte de los sectores populares.
El macrismo, por su parte, logró movilizar a una parte del mundo de los negocios y de su entorno social. Los empresarios forman parte del núcleo natural de apoyos de los partidos conservadores, pero en Argentina tenían una presencia débil en la arena electoral y más aún en la vida partidaria. A través de fundaciones para-partidarias, pero también de la incorporación en el gobierno local, el PRO logró organizar a una parte del mundo de los negocios. Ciertamente no llegó a convertirse en el partido de los empresarios, entre otras razones por el fracaso del gobierno de Macri en materia económica, las debilidades organizativas del PRO y los patrones particularistas de comportamiento de las corporaciones empresarias, que dificultan el establecimiento de vínculos abiertos y duraderos entre unos y otros. Pero sin duda el PRO constituye lo más parecido al partido de la burguesía que soñó Torcuato Di Tella cuando, en los años 1970, buscaba la fórmula política que diera estabilidad a la democracia argentina.
4. ¿Estamos en el final del ciclo abierto en 2001?
El fracaso del proyecto económico macrista y las dificultades políticas y electorales actuales del kirchnerismo y sus aliados hacen pensar que el ciclo político abierto en 2001-2002 está en un momento de debilidad. El surgimiento de movimientos a la derecha del PRO que cuestionan su pragmatismo y su débil definición ideológica, y las tensiones en la relación del kirchnerismo con su base social, producto de las dificultades económicas del país pero también de los problemas de coordinación de la coalición peronista, son algunas de las dificultades que deben enfrentar las dos coaliciones que surgieron de la crisis de 2001-2002 para proyectarse al futuro.
¿Llegó a su fin el tiempo político inaugurado en la crisis de 2001-2002? La realidad argentina ofrece evidencias contradictorias para responder esta pregunta. Indudablemente, los tiempos históricos se superponen mucho más que lo que sus protagonistas estarían dispuestos a admitirlo, pero también es cierto que algunos rasgos dominantes de la política argentina que en ciertos momentos parecen permanentes luego se debilitan y hasta desaparecen. Por ahora, las coaliciones electorales crujen pero no se rompen. Las elecciones legislativas de 2021 dejaron en claro que el espacio para terceras posiciones es reducido y que, lejos de debilitarse, la competencia bicoalicional se nacionaliza y las identificaciones con ellas son resilientes a los fracasos. Más aún, hasta ahora el fracaso de una coalición dio paso al fortalecimiento de la otra.
Al contrario, parece haber signos de agotamiento de los equilibrios entre las dos narrativas que nacieron de las lecturas de la crisis de 2001-2002. Y esto, más que nada, por dos factores: 1) el debilitamiento de algunos consensos postneoliberales, en buena parte a causa del descontento creciente de algunos sectores con los bienes provistos por el Estado y de las dificultades del programa progresista para ofrecer un horizonte económico a la sociedad; 2) la consolidación y complejización de los movimientos conservadores, que revitalizaron posiciones radicales de defensa de la libertad económica y el individualismo y crearon condiciones para una “superación” –por radicalización o por ruptura- de la moderación conservadora basada en la aceptación de los estrechos márgenes de cambio que ofrecía la sociedad argentina.
En todo caso, la coyuntura reciente da cuenta de que lo que a partir de 2001 pensamos que estaba escrito en piedra –la nueva vitalidad del peronismo, los consensos post-neoliberales, la centralidad de un centro-derecha pragmático- forma parte de las realidades barrosas de la Argentina contemporánea.
[1] Véase por ejemplo nuestro trabajo sobre las élites políticas de CABA: “Las elites políticas en la Argentina democrática y el problema de la representación”, en A. Codato y F. Espinoza (comps.), Élites en las Américas: diferentes perspectivas, Curitiba, Editora UFPR, 2018. También el trabajo de Diego Reynoso, “Congruencia ideológica interprovincial de las coaliciones políticas nacionales”. Revista SAAP, 12(1), 99-130, 2018.