En una madrugada de debate que parecía interminable, hace diez años el Senado sancionó la ley de protección de glaciares. Desde entonces, no sólo cambió en la Argentina el mapa político, económico y judicial que puso en jaque unas mil veces a esta norma, sino que -sobre todo- se modificó sustancialmente el aspecto físico de los cuerpos de hielo que están en nuestras (y otras) montañas, esos mismos que creíamos eternos, como sentencian los himnos que cantábamos en la escuela.
Pero nada es eterno ya. Ni las verdades ni el hielo. Si hay algo frágil, lábil, escurridizo, son esas masas congeladas de agua que están siendo castigadas por los efectos de las transformaciones físicas y químicas inducidas en la fina atmósfera terrestre por la industrialización y el capitalismo desde hace más de 200 años. Una medida de tiempo que, irónicamente, debería ser exigua desde el punto de vista de un glaciar, que tarda miles o millones de años en formarse. Y, sin embargo, está resultando letal.
Hablo con Fidel Roig, que es el director del Instituto Argentino de Nivología y Glaciología y Ciencias Ambientales (IANIGLA), el organismo que hizo el inventario de glaciares que dispuso la ley, y escucho una constante en sus respuestas: la repetición de la palabra “alarma”. Mientras lo hace, me pregunto si estamos entendiendo cabalmente el significado que él le confiere o si quedamos adormecidos por efecto de la insistencia, acaso como en el cuento del pastor y las ovejas.
No hay pastor en este cuento. Hay sed. Lo saben bien en Mendoza y en San Juan, donde producto de una sequía que tiene la misma edad que la ley de glaciares, los caudales de los ríos son -como diría Roig- alarmantemente menores. Porque nieva poco o nada, la recarga de hielo en las montañas también se interrumpe. Y los glaciares se adelgazan. Se achica también el reservorio del que dependen las economías cuyanas que están asentadas en un desierto.
Casi todos los glaciares del mundo están retrocediendo, incluyendo a los dos grandes cuerpos helados del planeta, la Antártida y Groenlandia. Los científicos acaban de descubrir, por ejemplo, que en la Antártida está bajo un peligroso estrés, acaso por romperse, la plataforma flotante de hielo que contiene al glaciar Thwaites. Por algo a esta masa de hielo le dicen “el glaciar del Fin del mundo”: una vez que se deslice de la superficie rocosa como por un tobogán, las ciudades costeras quedarán sepultadas bajo el agua.
En Groenlandia he sido testigo de cómo enormes chorros de agua fría irrumpen como un vómito desde el corazón mismo del hielo, porque las lagunas que se forman por el calor en la superficie se percolan. Así, horadan desde dentro de las entrañas a las masas que han estado congeladas y duras por miles y miles de años.
Los suelos de Siberia y Alaska, que permanecían congelados, se están ablandando como cuando se deja un helado fuera del freezer. Mientras esto sucede, se liberan a la vez enormes cantidades de metano, un gas de efecto invernadero aún más potente que el CO2. Es una bomba literal.
En Argentina también estamos para el campeonato de los hielos perdidos. Pongan en primer lugar a los de los Andes australes, los famosos campos de hielo Sur cuyas lenguas glaciares nos ponen tan orgullosos como ciudadanos de esta geografía. Estos figuran entre los que más sufren en el mundo los efectos del cambio climático.
“En los Andes del Sur el promedio de pérdida de masa glaciar fue la más alta del mundo durante las últimas tres décadas, superando a la de cualquier otra región montañosa del planeta”, escribió un informe de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN). “Algunas estimaciones indican que el derretimiento de estos campos de hielo representan casi el 10% del aumento total del nivel del mar causado en todo el planeta por los glaciares de montaña en los últimos 50 años”.
Un dato todavía más aterrador me lo tira Roig. Aún si dejáramos de emitir hoy los gases que atrapan el calor del sol en la atmósfera, y la convierten en un edredón de plumas que nos sofoca, todos los glaciares del mundo perderían igual el 30 por ciento de su masa actual a fin de siglo. Pero como las emisiones van en aumento, no en dirección estable u opuesta, podemos esperar que esa pérdida llegue al 60 por ciento. “Estamos corriendo contrarreloj para conocer un poco más en profundidad cómo son los mecanismos de los ciclos hidrológicos”, cuenta. O sea, antes de que desaparezcan. Alarmante, diría el doctor Roig.
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En un contexto tan crítico, aún hace diez años, lo más lógico era sancionar una ley de presupuestos mínimos que ordenara registrar la cantidad de cuerpos de hielo había en la Argentina y prohibiera la actividad sobre los glaciares y en las áreas circundantes de suelo congelado (conocido como ambiente periglaciar) para proteger el recurso hídrico estratégico.
Esto, que parece tan básico, no estuvo exento de tropiezos políticos. El primer proyecto fue rechazado por la entonces presidenta Cristina Kirchner; se lo conoció como el “veto Barrick”, por la empresa canadiense que tiene una enorme presencia en la provincia de San Juan, en una mina a cielo abierto llamada Veladero. Pero el diputado y escritor Miguel Bonasso lo tomó como una afrenta personal y siguió la batalla política que culminó milagrosamente en un triunfo, en la madrugada del 30 de septiembre de 2010.
Quienes recuerdan deliciosamente los vericuetos de esa tensa pelea son la investigadora Maristella Svampa y el abogado Enrique Viale, como lo describen en el libro El colapso ecológico ya llegó. Cuentan cómo operaba el lobby minero a través de los políticos y de la prensa para evitar el triunfo de la norma, imponiendo su presencia no sólo con ideas manipuladoras (fake news, dirían ahora) sino también con el mero lenguaje corporal: se sentaban como dueños en los sillones reservados a los senadores en las discusiones de comisión, cuando el resto tenía que luchar por unas sillitas plegables. A las 2 de la mañana, Viale estaba convencido que perdían por goleada, pero a las 5 a.m. se dio vuelta la taba y asombrosamente vencieron. La segunda vez Cristina no vetó.
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Mientras escribo estas palabras un tribunal en Chile, un país de tradición minera, ordenó la clausura del que era el gran desarrollo de oro, plata y cobre de la Barrick, en el mismísimo límite entre los dos países, el proyecto Pascua Lama. La enorme mina de Veladero era apenas la antesala de ese proyecto aún más gigantesco, en virtud el más grande del mundo. La (mala) salud de los glaciares y la contaminación de los cursos de agua, en un contexto de mega sequía, la misma que atraviesa Mendoza, estuvieron entre las razones que impulsaron al tribunal a adoptar su decisión. Nuestra Corte Suprema, confrontada con pruebas parecidas, no tuvo las mismas agallas.
En 2009 estuve en Veladero, atravesando la montaña, las delicadas vegas donde beben guanacos y vicuñas, y un glaciar llamado Conconta, que se cortó para hacer un camino industrial en plena y prístina cordillera. Eran unos viajes de prensa a los que Bonasso llamaba el “boby tour”, porque te querían vender la ilusión que ibas a una tierra feliz, “Barricklandia”, mientras te lavaban la cabeza con un concepto que es un oxímoron, el de la minería sustentable.
Había que hacer un esfuerzo físicamente muy demandante para estar en el lugar porque la explotación minera se hace en un rango de entre 3,8 y 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar, lo que reduce la saturación de oxígeno en sangre y obliga a pedir la ayuda de un tanque lleno de este elemento esencial para la vida. La montaña desollada, el valle de lixiviación; la ciudad industrial construida entre cumbres magníficas. No hay forma de reparar ese daño.
No menos terrible me pareció el ambiente político de la provincia, intimidante para quienes cuestionaban la minería. La Barrick hacía propaganda hasta en los jardines de infantes, con cuentitos para niños sobre la minería.
En el “boby tour” no nos dejaron ver ni las explosiones, ni el dique de cola, donde va a parar la mugre tóxica con metales pesados, ni donde fundían los lingotes de oro y plata.
Años más tarde tres derrames de cianuro contaminaron la cuenca del río Jáchal y, desde entonces, los vecinos de la ciudad se pusieron en pie de guerra contra la mina, y las actividades de Responsabilidad Social, que la empresa tanto se empeñó en mostrarnos, se deben haber ido al cuerno. La Barrick, de todos modos, siguió operando imperturbable, con alguna que otra multa, y junto con el gobierno de San Juan (que depende de las regalías como yo del tanque de oxígeno que me dieron en la cordillera), continuó poniendo recursos judiciales para tratar de invalidar la ley de glaciares. El año pasado, sin embargo, la Corte Suprema de Justicia ratificó su constitucionalidad citando, entre otras cosas, el hecho que la Argentina adhirió al Acuerdo de París, que tiene como fin combatir al cambio climático.
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Un inventario empieza en la oficina, estudiando imágenes de satélites, pero hay que corroborarlo en el campo. O sea caminando en la montaña, con la mochila al hombro, llevando los elementos para pasar varias semanas fuera del hogar, cruzando ríos torrentosos, fríos, soportando el viento intempestivo, siguiendo huellas difusas de animales con cansancio, camaradería, buen o mal humor. La escucho hablar de todo esto a Laura Zalazar, geógrafa del IANIGLA, que participó en la mitad de las más de 60 campañas de relevamiento. Siento cierta envidia por ese trabajo que, además, tiene en mi imaginación un componente de gran una aventura: el de haber podido recorrer la cordillera de punta a punta, a lo largo de 5.769 kilómetros, penetrado en lugares que están sólo reservados para las fotos panorámicas, acaso los cóndores, donde se pueden escuchar los sonidos secretos de la naturaleza. Se relevaron así 17 mil glaciares a lo largo de 69 sub cuencas. Se produjo un conocimiento que no existía. Vale recordar que con presupuesto exiguo y con muchos monotributistas.
“La ejecución del inventario tuvo como primer resultado conocer qué había en el país. Sabemos cuánto hielo hay, qué superficie, dónde están, en qué forma, si son glaciares descubiertos o de escombros. Dio el basamento para poder profundizar el conocimiento de estos ciclos hidrológicos”, me dice Roig.
Otro científico, Lucas Ruiz, también del IANIGLA, cuenta que se llevaron varias sorpresas: en nuestra cordillera hay más de 8 mil glaciares cubiertos por detritos (un fenómeno que se ve en pocos lugares, como en el Himalaya), que hay glaciares que empiezan en la Argentina y terminan en Chile, que hay glaciares grandes como el del volcán Pissis, en Catamarca, en los Andes áridos, que tiene más de 18 kilómetros. Además, instalaron estaciones meteorológicas para controlar en tiempo real peligros de aluviones o endicamientos, que es cuando se forman lagos en la montaña por efecto del derretimiento.
“Es información estratégica. Necesitamos del agua y el agua nace de donde están los glaciares. Un hielo que en el futuro no vamos a tener. Ahora, lo que nos toca es saber lo que va a venir. De cuánta agua vamos a disponer. Y eso no lo sabíamos antes. Esto permite desarrollar políticas públicas para saber cómo vamos a adaptarnos al cambio climático de hoy y el que viene”, cuenta Ruíz.
“Todavía tenemos hielo en la cordillera y vamos a tenerlo por varias décadas más. Pero debemos prepararnos para cuando esos glaciares dejen de dar el agua que aportan hoy en día. Cuando no tengamos más hielo en la cordillera, el año que no nieva, el río va a venir seco. Y a eso nos tenemos que adaptar”, agrega.
La ley de glaciares establece la realización de un inventario cada lustro. Desde el año pasado se planea la segunda edición. Habrá que ver cuál es el presupuesto disponible en medio de la recesión y la pandemia. Esta vez, también habrá que monitorear el permafrost (suelos que están bajo cero, que pueden o no contener agua) y qué pasa con ellos en este mundo cada vez más caliente. Ya hay algunos indicios.
Por ejemplo, sabemos que en los Andes Centrales se han perdido entre 4 y 6 metros de hielo de espesor. Otro dato: desde la década del 70 la cota de cero grado, que es la que determina el punto de congelación del agua, se ha movido 150 metros hacia arriba.
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Así como el inventario tiene su cuota heroica, tiene también sus detractores. La Asamblea Jáchal No se Toca denunció penalmente a Ricardo Villalba, ex director del IANIGLA, por haber impuesto como línea de base para el estudio a los glaciares de una hectárea de extensión para arriba. Esto deja -dicen- fuera de la cuenta (y por lo tanto, de su protección), a recursos hídricos fundamentales en la cordillera para pueblos enteros.
En el IANIGLA, los investigadores arden de rabia porque dicen que se penalizó un criterio científico convalidado por publicaciones internacionales y que la Argentina, con el acceso a la tecnología satelital que tiene, la extensión vasta de su cordillera y el presupuesto magro que hay para la ciencia, logró en el trabajo de recuento un grado de minuciosidad asombrosa. El juez Sebastián Casanello tomó la denuncia penal, que fue convalidada por la cámara. Estuvo a punto de ir a juicio oral aunque se pospuso por la pandemia. La argumentación es que los derrames de la Barrick no se hubieran producido si se hubiera cumplido en tiempo y forma la realización del inventario, con todas sus áreas incluidas. Querellantes también difieren con los científicos sobre la definición de área “periglaciar” y en el alcance que se le dio a esta en el inventario. Hay tres ex secretarios de ambientes procesados en esta causa.
Pero son las provincias las que tienen que acatar, en vez de ignorar, la ley de glaciares: son las dueñas de los recursos naturales, según las facultades que les confiere la Constitución del 94. Pero, ¿pueden hacer con ellos lo que quieran? Se lo pregunto a Andrés Nápoli, abogado de la FARN. Napoli sostiene que cuando se negoció este punto en la asamblea constituyente, se estaba pensando en repartir las regalías de YPF, que acababa de ser estatizada. Ni se tuvo en cuenta a los servicios ecosistémicos que prestan los glaciares o los bosques, ya que esa discusión no se inscribió en un contexto de cambio climático, que lo modifica todo.
“Si el federalismo te genera una gran cantidad de federaciones en la cual el señor gobernador es dueño de esa parte, el federalismo está mal entendido. Este tiene que ser un federalismo de coordinación interjurisdiccional, no puede ser que organismos federales sean puesto como barrera para avanzar en la agenda ambiental”, indica.
Es una lección que debería dejar pensando a todos, ahora que está bajo discusión la protección de los humedales, otra frontera natural asediada.
Pero aunque la clase política en las provincias tenga sed de extractivismo minero para financiarse, la ciudadanía tampoco está callada. En defensa del agua, en Mendoza, hubo una pueblada en la última Navidad cuando se modificó la ley 7722, que prohibía el uso de sustancias peligrosas de la minería. El gobernador Rodolfo Suárez tuvo que recular por la profundidad de la revuelta, causando sorpresa hasta en Buenos Aires. En Chubut, donde empezó el movimiento anti minero en 2003, la gente también sigue atenta. Los glaciares, el agua que se escurre de nuestras manos y un mundo que cambia aceleradamente nos nos deja otra: nos obliga a estar así, en vilo.