En este mismo momento, la mitad de las personas del mundo están conectadas a los servicios de alguna de estas cinco empresas: Google, Microsoft, Facebook, Apple y Amazon. A través de los mails llegando a su teléfono, de la notificación a la foto que subió hace un rato, de los archivos que guardó en un servidor lejano, de los datos que está procesando con un software creado por ellos o por el paquete que espera desde el otro lado del mundo. Su vida -y la de medio planeta- está en manos del Club de los Cinco, un manojo de corporaciones que concentra tanto poder que gran parte de la economía, la sociedad y las decisiones del futuro pasan por ellas.
Pero esto no siempre fue así.
Hubo un tiempo donde el Club de los Cinco tenía competencia.
En 2007, la mitad del tráfico de internet se distribuía entre cientos de miles de sitios dispersos por el mundo. Siete años después, en 2014, esa misma cifra ya se había concentrado en 35 empresas. Sin embargo, el podio todavía estaba repartido, tal como venía sucediendo desde el gran despegue del cambio tecnológico en la década de los 70. Microsoft repartía su poder con IBM, Cisco o Hewlett-Packard. Google convivió con Yahoo!, con el buscador Altavista y con AOL. Previo a Facebook, MySpace tuvo su reinado. Antes de que Amazon tuviera una de las acciones más valiosas de la bolsa, EBay se quedaba con una buena parte de los ingresos del comercio electrónico. El Club de los Cinco ni siquiera estaba a salvo de que alguna startup, con un desarrollo innovador, le quitara su reinado.
Sin embargo, en los últimos años, el negocio de la tecnología ubicó a esos cinco gigantes en un podio. Y nosotros -que les confiamos nuestro tiempo, costumbres y datos a estas empresas- contribuimos.
Hoy ostentan un poder tan grande y concentrado que ponen en juego no solo el equilibrio del mercado, sino también las libertades y los derechos de las personas en cada rincón del mundo.
La leyenda cuenta que el Club de los Cinco alguna vez fue un grupito de nerds conectando cables y escribiendo líneas de código en un garaje. En 1975, Bill Gates y Paul Allen, trabajando día y noche durante ocho semanas en el programa para la computadora personal Altair, que daría inicio a Microsoft y haría que Gates dejara la universidad de Harvard a los 19 años para dedicarse a su nueva empresa en Seattle. En 1998, Larry Page y Sergei Brin, desertando de su posgrado en computación en Stanford para fundar Google en una cochera alquilada de Menlo Park, California, luego de publicar un artículo donde sentaban las bases de “Page Rank”, el algoritmo que hoy ordena cada resultado de la web. En 2004, Mark Zuckerberg en su habitación de Harvard creando Facemash, el prototipo de Facebook, para conectar a los estudiantes de la universidad.
Todos ellos hoy integran una súper clase de millonarios que desde la torre de sus corporaciones miran al resto del mundo (incluso al del poder de los gobernantes, jueces y fiscales) con la calma de los invencibles. Desde sus aviones privados o sus oficinas con juegos, mascotas y pantallas donde exhiben su filantropía por los pobres, saben que con un minuto de sus acciones en la bolsa pueden pagar el bufete de abogados más caro de Nueva York o al financista que les resuelva en instantes un giro millonario a un paraíso fiscal.
Lo curioso de esta historia es que el Club de los Cinco llegó a la cima sin violencia. No necesitó utilizar la fuerza, como otras superclases de la Historia. Su dominio, en cambio, creció controlando piezas tan pequeñas como datos y códigos. Luego, consolidó su feudo en los teléfonos móviles, internet, las “nubes” de servidores, el comercio electrónico y los algoritmos, y los llevó a otros territorios.
Hoy las grandes plataformas tecnológicas son, a su vez, los monopolios que dominan el mundo. Unos pocos jugadores controlan gran parte de la actividad en cada sector. Google lidera las búsquedas, la publicidad y el aprendizaje automatizado. Facebook controla gran parte del mercado de las noticias y la información. Amazon, el comercio en gran parte de Occidente, y está avanzando en producir y distribuir también sus propios productos. Uber no sólo quiere intermediar y ganar dinero con cada viaje posible, sino que también busca convertirse en la empresa que transporte los bienes del futuro, incluso sin necesidad de conductores, a través de vehículos autónomos. De la tecnología al resto de nuestras vidas, estas empresas están comenzando a conquistar otras grandes industrias, como el transporte, el entretenimiento, las ventas minoristas a gran escala, la salud y finanzas.
En remera y con un ejército de relacionistas públicos difundiendo sus comunicados de prensa donde se declaran en favor del desarrollo de los más necesitados, hoy los Cinco Grandes dominan al mundo como antes lo hicieron las grandes potencias con África y Asia. La diferencia es que en el de nuestra era de tecno-imperialismo su superclase nos domina de una forma más eficiente. En vez de construir palacios y grandes murallas, se instala en oficinas abiertas llenas de luz en Silicon Valley. En vez de desplegar un ejército, suma poder con cada me gusta. En vez de trasladar sacerdotes y predicadores, se nutre del capitalismo del like –en palabras del filósofo surcoreano Byung-Chun Han-, la religión más poderosa de una época en la que nos creemos libres mientras cedemos voluntariamente cada dato de nuestra vida. Cien años después, vivimos un nuevo colonialismo.
Frente al mapa de África colgado sobre el pizarrón, en los recreos de la escuela me preguntaba cómo podía ser que las líneas que separaban a los países fueran tan rectas. ¿Cómo podía ser tan perfecta la frontera diagonal entre Argelia y Níger? ¿Cómo formaban una cruz absoluta las perpendiculares que cortaban como una torta a Libia, a Egipto y a Sudán? ¿Cómo habían rediseñado un continente que sorteaba ríos y las civilizaciones antiguas y los habían unido bajo la identidad de sus conquistadores?
Entre 1876 y 1915, un puñado de potencias europeas se había repartido el continente negro y el asiático. El Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Bélgica, los Países Bajos, Estados Unidos y Japón no dejaron ningún Estado independiente por fuera de Europa y América. Entre esos años, un cuarto del mundo quedó en manos de media docena de países. El avance fue exponencial: mientras que en 1800 las potencias occidentales poseían el 35 por ciento de la superficie terrestre, en 1914 controlaban ya el 80 por ciento, donde vivía el 50 por ciento de la humanidad.
Gracias a sus ventajas tecnológicas y a un aumento de su producción de bienes que necesitaban más consumidores, la conquista de nuevos territorios profundizó el antiguo colonialismo hacia un imperialismo que volvió a dejar de un lado a los fuertes y del otro a los débiles. Los “avanzados”, dueños de los flamantes motores a combustión interna, de grandes reservas de petróleo y de los ferrocarriles, necesitaban de los “atrasados” poseedores de materias primas. El caucho del Congo tropical, el estaño de Asia, el cobre de Zaire y el oro y los diamantes de Sudáfrica se volvieron vitales para abastecer a las industrias del Norte y a sus nuevos consumos de masas. A medida que avanzaban, también descubrían que esos mismos países podían ser compradores de sus alimentos.
“¿Qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en China compraban tan sólo una caja de clavos?”, se preguntaban los comerciantes británicos de la época. “¿Qué ocurriría si cada habitante del planeta que todavía no tiene internet la tuviera y pudiera acceder a mi red social?”, sería la frase idéntica que, en nuestra época, se hizo Mark Zuckerberg, uno de los socios del Club de los Cinco, al lanzar el proyecto internet.org (o Free Basics), que ofrece internet “gratuita” en países pobres a cambio de una conexión limitada donde está incluida su empresa Facebook.
El reparto convirtió a las grandes potencias en monopolios que dominaron durante décadas. Lo hicieron gracias a una ventaja tecnológica: habían llegado primero a nuevas industrias y avances militares. Pero también porque necesitaban más consumidores por fuera de sus territorios, donde la primera etapa de la revolución industrial producía más de lo que allí se necesitaba. La diplomacia y las conferencias internacionales luego resolverían las disputas. Las contiendas por los territorios, cada vez más duras, fueron luego uno de los factores del inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero eso sucedía puertas adentro. Frente al mundo cada imperio glorificaba sus dominios en los “pabellones coloniales” de las exposiciones internacionales, donde los hombres blancos mostraban su poder frente a sus súbditos, a los que exhibían en su exotismo, e incluso en su inferioridad, a la que había que educar en los valores occidentales. En la Conferencia Geográfica Africana de 1876, en Bruselas, el emperador Leopoldo II de Bélgica dijo en su discurso: “Llevar la civilización a la única parte del globo adonde aún no ha penetrado, desvanecer las tinieblas que aún envuelven a poblaciones enteras, es, me atrevería a decirlo, una Cruzada digna de esta Era del Progreso”. Desde la literatura, escritores como Rudyard Kipling, nacido en el seno de la India imperial, se encargaron de darle apoyo e incluso de poetizar la empresa expansionista, con narraciones donde las tribus nativas eran casi animales salvajes (“mitad demonios, mitad niños”), que el hombre blanco debía educar, sobreponiéndose al cansancio que significaba llevar esperanza a la “ignorancia salvaje”.
Durante el dominio colonial reinaba el consenso: el camino del progreso era civilizar al resto del mundo desde Occidente, con su tecnología y sus costumbres. Fue después de la Primera Guerra Mundial cuando se comenzó a cuestionar el horror humano y la desigualdad que había significado la etapa imperial. Sólo Joseph Conrad -ucraniano nacionalizado inglés- se atrevió a revelar la oscuridad de las aventuras expansionistas mientras sucedían, tras vivir en primera persona la experiencia como marinero en una misión al Congo africano. En El Corazón de las Tinieblas, publicado en 1902, narró la brutalidad de las prácticas y la degradación de los hombres que las potencias enviaban a las colonias y terminaban enloquecidos por una naturaleza que los abrumaba y por las atrocidades que practicaban con los nativos. “Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas”, escribía en alusión a las palabras que había escuchado de boca de un general europeo.
Del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, la acumulación capitalista también avanzaba bajo su propio mito: el del “sueño americano”. Con el dominio de la industria de la navegación, los ferrocarriles, el petróleo, el acero, la nueva energía eléctrica, los flamantes automóviles, el crecimiento de las finanzas y los bancos, América también veía nacer un selecto club de nuevos súper millonarios. Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, J.P. Morgan y Henry Ford estaban transformando a Estados Unidos en un país moderno. Como recompensa, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, acumularon tanta riqueza que todavía hoy se encuentran en la lista de las mayores fortunas de la Historia. En esa misma nómina, actualizada anualmente por la revista Forbes, la mayoría de sus integrantes provienen de la era del Imperio y la Revolución Industrial.
Desde entonces, sólo lograron sumarse al ranking algunos miembros del actual Club de los Cinco. Los protagonistas de esta “nueva revolución” (que ellos llaman “la cuarta revolución”, la del “conocimiento”) tienen como líder a Bill Gates, el dueño de Microsoft, quien además ostenta el puesto de hombre más rico del mundo.
Las similitudes entre las dos etapas son impactantes. En la era del Imperio, un puñado de naciones occidentales se repartió el control del mundo hasta dominar al 50 por ciento de la población. En nuestra época, el Club de los Cinco controla la mitad de nuestras acciones diarias. En ambos casos, la tecnología jugó un papel decisivo. La diferencia es que en la era imperial, Europa y Estados Unidos controlaban territorios y acopiaban oro. Hoy, la súper clase tecno-dominante controla el oro de nuestra época: los datos. Cuantos más tienen, más poder concentran.
Mientras que en la era imperial las potencias intentaron imponer una educación occidental en sus colonias y no lo lograron masivamente, en nuestra era el Club de los Cinco todavía domina con un consenso casi absoluto. En África y Asia la gran masa de la población apenas modificó su forma de vida: la “occidentalización” tuvo límites. Sin embargo, hoy no hay habitante del mundo que no sueñe con un iPhone. Aún más, los grandes de la tecnología no sólo dominan en sus productos, sino que también ganan dinero cada vez que pagamos con nuestros datos. Todos, de alguna forma, terminamos sometidos a ellos.
Lo que permanece, de una época a otra, es la desigualdad. La diferencia entre unos pocos que tienen mucho y unos muchos que tienen muy poco es el denominador común. Hoy, ocho grandes millonarios concentran la misma riqueza que la mitad de la población del mundo. De esa cúpula, cuatro son dueños de empresas tecnológicas: Bill Gates de Microsoft, Jeff Bezos de Amazon, Mark Zuckerberg de Facebook y Larry Ellison de Oracle. Muy cerca de ellos están Larry Page y Sergei Brin de Google, Steve Ballmer de Microsoft, Jack Ma de Alibaba y Lauren Powell Jobs, viuda de Steve Jobs y heredera de Apple.
“La tecnología no hace más que mejorarnos la vida”, leemos como mantra de la publicidad tecno-optimista. Es cierto: gracias a ella hacemos cosas como ir al supermercado desde la computadora, llevamos en la mochila una colección infinita de libros en un lector digital o tener del otro lado de la cámara a nuestro abuelo que vive lejos. También la tecnología aplicada a la salud mejoró la esperanza de vida de gran parte del planeta: en 2015 una persona vivía un promedio de 71 años, cinco años más que en el año 2000, el mayor salto desde el año 1960. Se mejoraron los niveles de supervivencia infantil, el control de enfermedades como la malaria, se amplió el acceso a las vacunas y descendió la tasa de muerte por enfermedades como en cáncer.
Sin embargo, hay un problema que no mejoró, sino que, al contrario, se profundizó: la desigualdad. Allí reside el gran dilema de nuestro tiempo: si la tecnología no sirve para que más personas vivan de un modo digno, entonces algo está fallando.
Pero algo está empezando a cambiar.
En los últimos años, distintas voces provenientes especialmente desde Europa y desde algunos centros académicos y grupos de activistas en todos los continentes están comenzando a alertar y tomar acciones respecto del gran poder concentrado de las compañías tecnológicas y su impacto en la desigualdad. El control de los datos de Google, la poca transparencia de Facebook sobre el manejo de las noticias, los conflictos laborales y urbanísticos de Uber y el impacto comercial de gigantes como Amazon prendieron las primeras alarmas serias. El movimiento, no obstante, todavía es lento y tiene grandes obstáculos.