Los martes, día marcado desde los tiempos bíblicos para milagros y rituales difíciles, el padre Carlos Alberto Mancuso expulsa demonios. Sotana rigurosa, alzacuello blanco, camina por la Avenida 60. Antes que la puerta de rejas se abra, los ayudantes saben que el exorcista está llegando: los pacientes se agitan y comienzan a gemir.La presencia del sacerdote llega antes que él, y perturba a los demonios que los habitan.
Los exorcismos se hacen en un lugar sagrado. La capilla del hogar sacerdotal San José es amplia y despejada. En el piso hay, como cada martes, cinco frazadas. Los familiares traen a las ruidosas poseídas, sosteniéndolas bajo los brazos. Ellas se resisten, se retuercen: por momentos parece un extraño espectáculo.
En la capilla, ponen a cada una de las mujeres boca abajo. Otros exorcistas usan sillas de hierro pero el padre Mancuso tiene muchas pacientes así que las atiende en el piso. Las sostienen los veinte ayudantes, cuatro por cada mujer. Uno sujeta un brazo, otro una pierna, otros dos para el otro brazo y la pierna que falta. El exorcista sólo quiere varones. Necesita potencia viril para enfrentar la fuerza sansónica de las poseídas. Las mujeres son más permeables a distintos tipos de influjos.
—Bíblicamente, la mujer tiene más probabilidad de que el Demonio esté sobre ella, ejerza influencia, se quede posesa, por la enemistad bíblica que hay entre ella y Satán— dice José, ayudante de exorcista. Como cada martes desde hace quince años, trabaja asistiendo al padre Mancuso. Sabe de demonios, y enfrentarse a ellos no lo asusta. Siente que es su misión, y está en paz con Dios para cumplirla
A 60 kilómetros, en el centro de Buenos Aires, el edificio de la curia balconea sobre la Plaza de Mayo; sus siete plantas trazan ejes imaginarios hacia la cúpula de la Catedral metropolitana. Las líneas arquitectónicas rectas y precisas de los años ’60 albergan a quienes dirigen la iglesia católica en la Arquidiócesis de Buenos Aires. Por dentro, pasillos amplios, pisos de mármol relucientes, puertas de maderas nobles, y pocos habitantes. Aquí atienden los obispos de Buenos Aires: aquí reinaba el cardenal Bergoglio antes de ser Papa. Hoy reciben el cardenal Poli y algunos de los seis obispos auxiliares de la diócesis. Si hay un lugar para buscar una voz autorizada para hablar de Dios es éste. De Dios, y del Diablo también. Pero del diablo se habla muy poco, o casi nada. Los Papas del siglo XX fueron cada vez más prudentes para hablar de Satán personificado. Juan Pablo II llegó a definir al infierno como un lugar que simboliza el alejamiento de Dios: un símbolo, una metáfora. La acción de Diablo en el mundo se trata con prudencia entre las jerarquías.
—En estos últimos 30 años yo no conozco que entre nosotros se comente algún caso de posesión diabólica, aquí en Buenos Aires—dice Monseñor Eguía, uno de los obispos metropolitanos.
Sí ha notado el aumento de los llamados: personas que se comunican con la diócesis pidiendo exorcistas. Esos casos se derivan y se tratan como sanaciones y liberaciones. Es decir, como molestias menores causadas por algún mal de origen indefinido: heridas de infancia no perdonadas, pecados no procesados sacramentalmente que se curan con oración personal y de grupo. Es el mal común, aquel que se pasea desde los orígenes en el mundo, y que el cristiano puede también elegir, porque está dotado de libre albedrío. Pero la acción directa de Satán es otra cosa, mucho más rara. Las posesiones demoníacas son muy excepcionales.
—Lléveselo, y el martes lo trae que vamos a hacer la ceremonia pertinente, la exorcizamos— dice el padre Carlos Alberto Mancuso, sacerdote desde 1962, 80 años, exorcista desde hace 25.
Ya antes de ser ordenado le interesaban las cuestiones esotéricas, el espiritismo, y la parapsicología. Hoy, ya retirado de sus tareas parroquiales, sigue exorcizando pacientes.
Afuera, un viento seco barre la esquina de la rambla de Avenida 60. Los pasos de los transeúntes hacen crujir las hojas de los plátanos. En la puerta José, ex-policía, alto, sólido, hace frente a la fila interminable de personas que esperan al exorcista. Adentro, en una oficina con puerta de vidrio esmerilado que da a un claustro lleno de plantas, el padre Mancuso atiende, como todos los viernes.
El gorro de lana le cubre el pelo canoso cortado a cepillo: José, 70 años es uno de los veinte ayudantes que asisten al padre Mancuso. La sala donde atiende el exorcista es pequeña: tres metros por cinco, una mesa con una libretita de tapas negras hinchada con la letra apretada del cura, frasquitos de agua bendita, rosarios, la Virgen de Luján en un estante a un metro y medio del piso. Es agosto y hace frío, los tres ayudantes esperan atrás de la puerta translúcida. Tiene lugar uno de los actos claves para los pacientes que consultan por problemas con el demonio: el discernimiento. El sacerdote diagnostica quien está poseído y quien no. Todo parece transcurrir dentro de esquemas rutinarios. El padre Mancuso habla con un consultante, un varón de 30 años. Ante la oración del padre y las gotas de agua bendita el paciente empieza a convulsionar. Desde afuera, los ayudantes ven moverse las siluetas del sacerdote y su paciente. Un movimiento algo brusco hace reaccionar a los ayudantes:
—Entremos, lo sentó- dice uno. Cuando el padre Mancuso hace sentar a su paciente en una silla cercana a la puerta, los ayudantes saben que tienen que entrar a sostener al consultante, que se agita y puede ponerse violento. Es un código, parece una escena ensayada.
En esos casos, el exorcista no duda nunca: como un médico ante un síntoma claro, distingue la acción del Mal y convoca al afectado el día del rito.
El obispo Eguía no está solo en sus planteos: en la iglesia y sus alrededores creen que las manifestaciones de Satanás y sus legiones demoníacas son cosa de otras épocas. Y que la mayoría de las personas que dicen tener el diablo en el cuerpo sufren en realidad de otros males, de origen físico, psiquiátrico y psicológico.
El Doctor Iván M. atiende en un consultorio en el centro de la ciudad. Se recibió de médico en la UBA, ejerció como anestesiólogo muchos años, después hizo la residencia en psiquiatría. La sala de espera está adornada con dos delicados íconos griegos, y una foto del psiquiatra con el Papa Francisco, bajo el sol en la plaza del Vaticano. Trabajó muchos años en iglesias, atendiendo pacientes con síntomas poco comunes: ataques de angustia histriónicos, gritos, llantos, agresiones a otros pacientes o al sacerdote. Él los atendía gratis, un día por semana: ese era su apostolado. Como muchos de los que están relacionados con el fenómeno, afirma tajante y seguro: el 99,9% de los casos son enfermedades mentales. El Dr. Iván, psiquiatra, no duda de la acción del diablo, pero no cree que ande por ahí generando semejante escándalo. La acción de Satán es más silenciosa, más destructiva: guerras, enfermedades, locura.
El martes, sin embargo, en la capilla del hogar sacerdotal de calle 60 no parecen tan convencidos del refinamiento de la acción demoníaca. El engaño, la mentira y el desorden definen la acción de Satanás y sus agentes, en los grandes proyectos y en las pequeñas maldades. Y esto parece un pandemónium. Un auténtico pandemónium. Las endemoniadas gritan mucho.
—A veces parece un matadero de cerdos—explica el sacerdote. La metáfora es fuerte. Son ellas, y no son ellas. Son pensadas como animales, e interpeladas como demonios:
—Maldito!—grita una.
El cura le contesta al demonio que la habita, dueño de la situación:
—Pero si ya me lo dijiste tantas veces…
El ritual comienza para tratar de ordenar ese caos. El sacerdote, cruz en una mano, agua bendita en la otra, revestido con la estola sagrada, pasa de una a otra de las poseídas, diciendo palabras latinas. El exorcista no se altera, ni siquiera cuando el rito se pone bravo.
—Imperat tibi Deus Pater, Imperat tibi Deus Filius, Imperat tibi Deus Spiritus Sanctus. Ergo, draco maledicte et omnis legio diabólica, exorcizamus te per Deum. Vade, satana, inventor et magister omnis fallaciae, hostis humanae salutis.
Las cinco mujeres gruñen y aúllan. Sus voces esparcen sonidos desarticulados y gritos de dolor. Las manos se les tensan como garras.
Las mujeres hablan entre ellas.
—¡Sos un débil!
—¡Calláte la boca!
Gritos y peleas entre demonios que se hablan desde las bocas de las mujeres que intrusan. La naturaleza angélica de los demonios los hace inteligentes, pero su caída los vuelve incapaces de sentir amor, dice Mancuso. Por eso odian tanto, por eso se insultan.
El nuevo ritual de Exorcismo católico, promulgado en 1992 por el papa Juan Pablo II, exige que antes de proceder al oficio, el paciente sea revisado por un psiquiatra, y que el exorcismo se cumpla en lenguas vernáculas. En la práctica es otra cosa. Los sacerdotes que hacen exorcismos en Argentina siguen las formas y las prácticas de la Iglesia argentina: menos burocrática, más plebeya y más libre en cierto sentido. El padre Mancuso enseña que el demonio tiene una gran aversión al latín, lo irrita: el ritual se cumple entonces en latín. Y el psiquiatra pocas veces está presente.
El dr. Iván M. trabajó muchos años con el padre Mancuso. Pero después se alejó: no lo convencía la masividad de los rituales. Que la gente necesita escucha es un hecho, pero hacer exorcismos como forma de diagnóstico de presencias demoníacas, no le cerró nunca. Según el ritual romano, el exorcismo sólo debe cumplirse cuando está comprobada la presencia diabólica en el cuerpo del paciente. Y el Dr. Iván M., que estudió varios años de teología en el seminario del barrio de Devoto en Buenos Aires, considera que la obediencia a los preceptos eclesiásticos es fundamental en estos casos. El otro problema eran los exorcismos múltiples: cinco personas exorcizadas al mismo tiempo, en el mismo lugar, y por el mismo sacerdote. Esta modalidad, que el padre Mancuso ideó frente a los cientos de pacientes que invadían la Casa Sacerdotal cada martes, le parece equivocada al psiquiatra. Un exorcismo es un acto privado, que debe cumplirse siguiendo la mayor de las reservas. El sacerdote, el afectado, y algunas personas que recen.
El exorcismo aparece en muchas imágenes cinematográficas. Pero en la vida real, la Iglesia católica custodia la discreción de los rituales como se guardan las reliquias y los huesos de los santos.
—Esto no es un espectáculo, sino que es una cosa desagradable, ¿no? Tratamos de que no haya nadie-, da cátedra el padre Mancuso.
Enfrentarse al Príncipe de la Mentira suena peligroso a quien lo mira de afuera. En el género de terror, subgénero películas de posesión demoníaca, todos pueden ser los próximos poseídos.
—No es por peligroso, es molesto, aclara siempre el padre Mancuso. La misma gente que está sometida a esta cosa tan mala, se siente fastidiada. Los periodistas quieren venir. Quiere venir este Chiche Gelblung. Chiche Gelblung nos usa a todos porque él es un ser inabordable.
Casi una hora más tarde, el exorcismo termina. El padre Mancuso da las indicaciones a los familiares, que se llevan a sus agotadas poseídas: oración, vida cristiana, sacramentos. Un día más en la rutina del sacerdote, luchar contra el mal. Como tantas veces, siente cansancio, pero no miedo.
—¿Miedo al demonio? ¡Pero si él me teme a mí!
El cura cita de memoria al padre Gabriele Amorth, el principal exorcista del Vaticano durante larguísimos años, hasta su muerte el 16 de septiembre de 2016. La investidura sacerdotal protege contra los ataques del Demonio, cuando el sacerdote está en paz con Dios y con su alma. El exorcista salió de la capilla con ganas de acostarse. Tiene muchos años, y trabajaba a la mañana siguiente. Y el viernes, otra vez a atender gente. Escuchar, orar, descubrir si está endemoniado o no el próximo paciente.
En San Fernando, un barrio de clase media a pocas cuadras del centro, atiende el padre C. Sólo trata excepcionalmente casos de posesión, pero lidia con personas con ataques y hostigamientos demoníacos. Los escucha, reza por ellos, les impone las manos.
Dorina tiene 45 años. Sus ojos negros y curiosos recorren la parroquia del Sagrado Corazón, donde el padre C atiende: ella lo visita un miércoles por mes, cada vez que hace esas misas tan especiales de liberación, cuando asperje a sus fieles con el agua y la sal exorcizadas, como la llama el padre C.
¿no sería agua bendita? No, él las llama agua y sal exorcizadas.Hace un año que viene: vivía cosas raras. Cuando todo empezó, sentía que se le volaba la cabeza. Dorina iba a la iglesia evangélica, y apenas salía, se sentía invadida de confusiones: que si había olvidado el celular en casa, que si lo tenía encima. Lo pasó muy mal. Además, estaban los visitantes de la noche.
—A mí me violaron. Era como una persona, pero no era una persona. No me dejaban en paz.
Ellos la atacaban mientras dormía. Dorina sentía que tenía relaciones, pero no había nadie.
—Estaba poseída yo. Porque cuando entra uno, van viniendo. Se hace como un enjambre. Tenés como la puerta abierta…
Pero no vinieron solos, alguien se los mandó. Dorina se separó dos veces.La ex de su segundo marido era rara, le hizo un trabajo, porque ella no tenía protección: aún no venía a la Iglesia, no tenía el Espíritu Santo.
Aquel miércoles de mayo, afuera de la puerta cerrada de la sacristía donde el padre C. atiende, se escuchan ruidos guturales. Alguien hace arcadas y grita. Afuera, mientras Dorina espera su turno, las fieles se ponen a orar.
—¡Recen, vamos! Dios te salve María, llena eres de gracia…
Dorina nunca supo que pasó ese día antes de que ella entrara a la sacristía, ni quien era la poseída. Cuando le abrieron la puerta y su turno llegó, caminó directo hacia el padre C. Son varios los diáconos, laicas y sacerdotes que imponen las manos, pero Dorina sólo va con el padre.
Esta vez, como tantas, el sacerdote reza sobre ella. Ojos claros, espalda recta, el alba blanca flota hasta el piso bajo la estola verde y dorada. La masculina voz de barítono canturrea palabras sagradas en su oído.
—Padre misericordioso, lleno de bondad, te pido que derrames tu bondad sobre Dorina. Sana, Señor, deja que la paz de tu Espíritu se haga en ella. Que sienta el fuego de tu amor. Sana, Jesús, sana ahora y libera, Señor, de todas las ataduras que pueda haber en su corazón. Libera sus broncas, todas sus broncas acumuladas. Toca, Jesús, toca, que sienta tu perdón.
Las manos del cura bajan desde los hombros hacia sus brazos. Los dedos presionan las palmas de Dorina. El ayudante, que está atrás esperando recibir el cuerpo de la mujer, se queda con las ganas. Dorina no cae. El padre C. la despidie con una bendición.
Aún escucha las oraciones de los fieles dentro de la sacristía cuando sale a la noche fresca. Dorina no está feliz.
—El padre dice que yo tengo algo que no deja que reciba lo que él tiene para darme—dice contrariada.
Ese algo le tironea la cabeza, ella no lo aguanta. Está cansada, y no puede estar en paz. En el rabillo del ojo de Dorina brilla una lágrima. Los demonios que la hostigan no se han ido del todo.
¿De dónde vienen los demonios de Dorina? El padre Martín, párroco de la iglesia en el barrio el Jalón, en Ezpeleta al fondo, cree saberlo.
Martín es sacerdote desde hace tres años. Tiene 39, casi siempre usa camisa negra y alzacuello. Quilmeño, docente, e hincha de Independiente, es aspirante a exorcista. Cuenta que el mal se acumula en los pliegues del territorio, se extiende como una tela de araña. Fuerzas espirituales poderosas luchan entre sí, y aunque la potencia de Dios es infinitamente más poderosa que la del Diablo, Satán es un imán muy poderoso para los hombres y las mujeres.
Como lo fue para Laura. Ella había tenido algún contacto con fuerzas ocultas. A veces pasa así: la gente actúa sin saber bien en qué se mete, por curiosidad, para solucionar algún tema menor. Laura ya ni recuerda cómo llegó a ese templo y empezó a incorporar espíritus. Pedía por cosas que le parecían comunes: que volviera el novio que la había dejado, un trabajo mejor. Tenía espíritus de adivinación, y era buena en eso. Pero un día, en una ceremonia, tuvo un quiebre, una iluminación, se quiso ir. El Pai le dijo que ella no era cabra del Diablo, sino cordero de Dios. Pero irse fue más difícil que entrar. El padre Martín empezó a acompañarla. Oraba con ella, iban a misas de sanación que daba el padre Benito. Benito fue el padre espiritual de Martín, el que le enseñó a lidiar con el Diablo.
Las misas de sanación son muy fuertes para quienes tienen algún problema con el Mal. Dicen los que saben que el Espíritu Santo se hace presente, y obliga a los demonios a manifestarse. Aquel día de fin de 2014 el cura Benito celebraba una misa profunda y espiritual, con dos sacerdotes más. Hacia el fin de la ceremonia, los sacerdotes pusieron la hostia consagrada en la custodia, una gran urna brillante con corazón de cristal y rayos dorados que muestran el poder de su Dios.
En ese momento, Laura, que había ido con su mamá por indicación de Martín, empezó a convulsionar. Movimientos descontrolados sacudían su cuerpo sobre el banco de madera, la cabeza negaba, hundida entre los hombros y levemente inclinada hacia abajo y hacia la izquierda, la mano derecha se agitaba a un ritmo cada vez más alocado. Una voz profunda, innatural, le salía del pecho y repetía, una y otra vez, no, no, no.
La madre de Laura trataba de contener a su hija, pero no podía: los movimientos espasmódicos la superaban. Buscó con la vista a los curas, que vieron ahí algo que no era normal.El padre Benito se acercó, Laura gritaba cada vez más fuerte. Comenzó a rezar con las manos sobre los hombros de la chica. Laura se estremecía. El sacerdote le apoyó la estola sagrada sobre la espalda, Laura se arqueó, como si la tela verde con la cruz bordada fuera un aguijón. El padre Benito siguió rezando, le tomó la mano que Laura, o quien fuera que guiara sus acciones, movía casi sin control, y realizó signos de cruz con la mano sobre la mano tomada.
Después de diez minutos, otro sacerdote reemplazó al padre Benito. La madre de Laura le dio una botella de litro y medio de agua Villavicencio: el padre la bendijo y se la vació a la poseída en la cabeza y la espalda. Los gritos de Laura se hicieron agudos y urgentes, las plegarias no cesaban. Los gestos del sacerdote eran enérgicos, firmes: pasaba la mano por la espalda de Laura, enroscaba sogas invisibles y tiraba con fuerza. Los hilos que ataban a la joven, manipulados por el sacerdote.
Laura se fue calmando. La espalda aflojó el arco inverso y se relajó sobre la silla, los alaridos se volvieron gemidos y luego susurros, los brazos cayeron a los lados, cansados. La crisis había terminado. El padre Benito volvió, le acarició la cabeza, se sentó a su lado y cuando Laura pudo oír, empezó a conversar bajito con ella.
El padre Benito murió en 2015, en su Vincenza natal, en paz, a los 79 años. El padre Martín tomó su legado. Hace pocos meses que está en la parroquia de El Jalón, y ya empezó a armar su propio grupo de oración para tratar con gente con “serios problemas espirituales”. Los dedos del diablo se extienden el territorio, pero van a encontrar jóvenes exorcistas convencidos para hacerlee frente. La guerra espiritual está desatada.
Es noche cerrada en zona Norte. Dorina camina por las calles semidesiertas, la cabeza gacha. Piensa. Las lágrimas se le fueron secando. Tiene que preparar la comida para sus cuatro hijos. En su parroquia de techo de chapa en Ezpeleta, el padre Martín lee un libro sobre los demonios territoriales, de una evangélica norteamericana. Quiere formarse, saber. El Dr. Iván M. revisa sus notas sobre un paciente difícil: lo hace a veces, en su casa, de noche. En La Plata, el padre Mancuso duerme, tranquilo. Laura reza por el alma del padre Benito. El padre C. se saca la estola, cansado. Todavía tiene que sacar su pasaje a Roma: no se perdería por nada del mundo el congreso anual de exorcistas que se celebra en el Vaticano cada octubre.