Foto de portada: Babak Fakamzadeh
Fotos Interior: Julia Dominzain -Instagram.
Mi nueva vida de periodista en Rusia comenzó con un largo artículo sobre Radio Moscú, después siguieron otras notas más cortas sobre dos parejas de pingüinos Humboldt chilenos que llegaron al zoológico de Moscú para iniciar una nueva vida en el frío, aunque estaban “tan estresados por el viaje que no se podía hablar de éxito en una reproducción temprana”; también escribí un artículo sobre unos misteriosos carteles de propaganda que aparecieron en los lugares publicitariamente más estratégicos –y caros– de Moscú. Sobre la foto de una modelo rusa recostada lánguidamente sobre una cama una leyenda rezaba: “IÁ TIBIÁ LUBLIÚ”, “te amo”. Y nada más. Los moscovitas se preguntaron durante semanas qué nuevo producto del mundo capitalista ofrecía la publicidad, hasta que el marido millonario de la modelo explicó que se trataba de un simple gesto a su mujer. El romántico bisnisman pagó ciento cincuenta mil dólares por su declaración de amor. La noticia mostraba de una manera cruda cómo los nuevos ricos tiraban manteca al techo y dólares por la ventana. En esos años un supermercado exclusivo para nuevos ricos abrió en Moscú ofreciendo artículos de un millón de dólares como precio mínimo. Mientras tanto, maestros, obreros, mineros y cosmonautas no recibían sus sueldos desde hacía meses y cada vez que el alcalde de Moscú –también llamado Míster 30% por las coimas que recibía de la obra pública– se iba de caza de osos, sus empleados llevaban una larga alfombra roja para evitar que se ensuciaran sus zapatos italianos. Otro de los temas –en la redacción siempre me recordaban que no debía escribir de política ni de economía– era la cantidad de oseznos que quedaban sin sus madres osas, perdidos en el bosque debido a los hobbies de los poderosos. También mandé artículos sobre los trabajos de remodelación de Moscú para el 750 aniversario de la ciudad, sobre las prostitutas de la calle Tvérskaia y sobre una discoteca gay que había abierto en un antiguo club de la Juventud Comunista donde dos hombres nadaban semidesnudos en un acuario. Rusia se abría ante mí de una manera diferente: podía hacer preguntas a cualquier persona sobre cualquier tema, habilitada con mi nuevo carnet de periodista.
Una mañana en la redacción, mientras buscaba algún tema de interés en el archivo, Sasha –mi colega ruso– me preguntó:
—¿Por qué no escribís sobre Lenin?
—¿Lenin? Pero si Lenin está muerto.
—¡Justamente por eso! –me dijo casi ofendido, levantando ambos brazos.
Hacía poco había leído que unos locos vestidos con antiguos uniformes cosacos habían hecho un simulacro de ceremonia en la Plaza Roja, depositando en el mausoleo de Lenin una guirnalda hecha con alambres de púas y pescados secos a modo de protesta. Se autodenominaban “Movimiento por la Reivindicación de la Rusia Zarista”. No habrían sido noticia si no hubieran provocado la ira de un grupo de jubilados comunistas que, a pocos metros de ahí, festejaban con banderas rojas, pancartas y fotos de Lenin y Stalin el aniversario de su ídolo. El mausoleo servía a algunos artistas para hacer performances, como el que tiró agua bendita a la puerta de acceso y gritó a Lenin: “¡Levántate y anda!”, u otro que se clavó literalmente las pelotas en los adoquines de la Plaza Roja.
Desde hacía un tiempo se discutía qué hacer con la “momia socialista”, como llamaban muchos al cadáver embalsamado de Lenin. Unos querían convertir el mausoleo en una discoteca y rematar la momia en Sotheby’s y aunque el mausoleo fue declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, ninguna ley de la nueva Federación Rusa protegía el cadáver. Una agrupación llamada ‘Armada Roja de los Trabajadores y Campesinos’, cuya principal actividad era poner bombas en las estatuas del último Romanov Nicolás II, intentó en vano convertir en ley un proyecto para declarar a Lenin monumento nacional y preservar así el cadáver ad eternum. Todo era muy interesante pero ¿qué interés podían tener esas historias disparatadas para el servicio español?
Sasha me dijo:
—Lenin siempre es un tema. Aunque esté muerto y esos ateos intenten sacarlo del sarcófago.
Seguí mirando en las carpetas del archivo. Sasha insistía:
—¿Cuánto tiempo llevas en Moscú? ¿Y todavía no fuiste a ver a Lenin?
Sasha sabía muy bien que no me sobraba el tiempo. Dos veces por semana su mujer, Olga, venía a mi casa a darme clases de idioma y desde hacía poco había empezado un curso intensivo de ruso en el Instituto Aeronáutico de Moscú: tres veces a la semana, cuatro horas cada mañana.
—¿Y en qué puede interesarle al lector latinoamericano o español un muerto embalsamado desde hace más de setenta años? –le pregunté a Sasha.
—Pronto van a removerlo del mausoleo y no podrás visitarlo en varios meses.
—¿Removerlo? ¿Cómo es eso?
—Lo hacen cada dos años. Para restaurarlo. Lo ponen en un baño químico y le cambian el traje.
—¿Baño químico? ¿Ponen a Lenin en una bañadera? –el tema empezaba a gustarme.
Me imaginé a los médicos embalsamadores vestidos de blanco, con guantes de látex que les llegan hasta los codos desvistiendo a Lenin, sacándole con cuidado el traje, la corbata, la camisa blanca, los pantalones, ¿usaría calzoncillos? Después lo alzan con cuidado para que no se desmiembre y lo meten desnudo en un baño químico. ¿Estará entero o en partes? ¿Le pasarán una esponja o lo dejan solo y totalmente cubierto por el líquido? De repente lo vi, a Lenin, vivo en un baño de espuma. Ya tenía el título del artículo: “El baño de Lenin”.
—¿Sabés cuándo se lo van a llevar? –le pregunté a Sasha.
—Te averiguo –me dijo Sasha y buscó un número de teléfono en el fichero.
En menos de un minuto Sasha estaba hablando por teléfono, tomando notas en un papel: “Profesor Usínov. Encargado de Lenin (desde hace más de treinta años)”.
—¿Estás hablando con Usínov? –le pregunté en voz baja.
Sasha afirmó con la cabeza. En el mismo papel escribí mis preguntas:
¿Cuánto tiempo dejan a Lenin en el baño químico? ¿Le sacan toda la ropa?
¿Usa ropa interior? ¿Temperatura?
¿¿¿Puedo ir???
Sasha me hizo un gesto con la mano indicando paciencia y me pasó otro tubo donde podía escuchar la conversación. Con su voz grave y pedagógica, como la de un profesor que da una clase en la universidad, Usínov usaba expresiones del vocabulario de la química. Llegué a entender “fórmula secreta” y “formaldehído”. Lo que más llamó mi atención fue la manera en la que el profesor se refería a Lenin. En ningún momento hablaba de un ‘cadáver’ o un ‘muerto’. Usínov, cuyo nombre me hacía pensar en una usina dispuesta para la continuidad eterna de Lenin, hablaba de él como “el camarada Lenin” y “Vladímir Ílich”, que denota respeto. Como si todavía estuviera vivo.
—A pesar de los rumores que han estado circulando –dijo Usínov– Lenin se encuentra en perfecto estado.
“Lenin se encuentra en perfecto estado”. Otra cita perfecta.
Sasha colgó, me devolvió el papelito con mis preguntas y aclaró:
—Imposible entrar al laboratorio. Y la fórmula química es secreto de Estado. Pero tenés tiempo de visitar el mausoleo. Recién en una semana se lo llevan.
Al irme de la redacción quise despedirme de Sasha y agradecerle la llamada. Pero él estaba rezando frente a la heladera: se había convertido hacía poco a la Iglesia Ortodoxa, se santiguaba cinco o siete veces y rezaba con horarios.
Salí de la redacción en puntas de pie, para no molestarlo.
***
Me levanto bien temprano y me abrigo bien abrigada: a principios de marzo todavía hay temperaturas bajo cero. Sasha me advirtió que hay que hacer una larga cola para entrar al mausoleo. Dentro del edificio la temperatura se mantiene a menos cinco grados para la conservación de la momia. En los días en que es posible entrar al mausoleo, se cierra parcialmente la gran plaza y el único acceso posible es desde la Plaza Maniéshnaia.
Me sumo a la cola y enseguida hay alguien detrás de mí. Un poco más adelante, a la entrada de la Plaza Roja, dos soldados revisan carteras y abrigos. La fila tiene unos ciento setenta metros y se mueve a paso funerario pero constante. Hombres y mujeres están abrigados con tapados y gorros de piel. Yo también tengo puesto mi abrigo de piel bordeaux de astracán sintético. A algunas personas las sacan de la cola, llevan aparatos fotográficos, que están prohibidos. A la altura del control uno de los soldados me revisa la cartera. Me da permiso para seguir en la cola. Un viento gélido sopla silencioso. A la derecha se levanta la muralla del Kremlin y al fondo de la Plaza Roja las cúpulas de la catedral de San Basilio perdieron su colorido bajo la escarcha reluciente.
Me subo el cuello del abrigo para no congelarme. Mi shapka, un gorro de piel de astracán gris algo rígido, deja mis orejas a la vista. Veo pocas shapkas de este estilo. Los rusos usan gorros de piel llamados shapkas ushankas que tienen unas tiras especiales para las orejas, aunque todos las mantienen al uso atadas sobre la cabeza. Entre los adoquines congelados de la plaza hay esquirlas de hielo y es fácil resbalarse, pero si alguien se resbalara, no se caería tan fácil: las personas están tan cerca unas de otras que sus cuerpos lo atajarían de inmediato. En el aire se elevan finas columnas de vapor, es el calor que sale de las bocas de la gente.
Recuerdo las fotos de la procesión fúnebre que vi en el archivo, imágenes en blanco y negro –más blanco que negro– de cientos de miles de personas que, un enero de hace más de setenta años, avanzaban hacia el mausoleo primitivo, construido en madera. Vladímir Ílich murió el 21 de enero de 1924 y si esta mañana hace frío en Moscú, no quiero imaginar el frío que debió hacer ese día en una ciudad que recién salía de la guerra civil y donde faltaba de todo, desde alimentos hasta la madera. Ilyá Ehrenburg describió la escena: “Moscú –que, según el dicho, ‘no cree en lágrimas’– lloraba a lágrima viva”. La cola avanza y en la plaza nadie habla. Sólo se escucha el viento.
A la derecha, a un costado de los muros del Kremlin, está la tumba de Stalin, una simple lápida de granito rojo. Cuando Stalin murió en 1953, su cuerpo fue embalsamado y expuesto junto al de Lenin. Hasta 1961 permaneció ahí y durante todo ese tiempo el edificio llevó los dos nombres tallados en el mármol de la entrada: LENINSTALIN. A los setenta y cuatro años de edad, Jósif Vissariónovich Dzhugashvili, como se llamaba Stalin, georgiano de origen, sufrió una parálisis en todo el lado derecho de su cuerpo debido a una hemorragia cerebral, posiblemente efecto de un envenenamiento. Su hija Svetlana contó que, pocos momentos antes de morir, su padre abrió los ojos y miró con odio a cada una de las personas que lo velaban. Fue una mirada terrible, dijo ella, “Stalin levantó su mano izquierda –el resto de su cuerpo estaba paralizado–, señaló hacia arriba y, haciendo un esfuerzo final, su espíritu se retiró de su carne”.
Lenin también había sufrido una parálisis poco antes de su muerte, pero del lado izquierdo. Como cuenta Gabriel García Márquez, “Lenin había sido operado para que le sacaran una bala que le quedó en el cuello del atentado de agosto de 1918 y el brazo izquierdo le quedó sin vida. Al año siguiente sufrió varias recaídas, perdió el habla, se redujo a la nada su fabulosa capacidad de trabajo y el 21 de enero de 1924 murió devastado por la arterioesclerosis cerebral. Su cerebro, extraído para embalsamar el cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra. La inutilidad del brazo izquierdo se notaba aun después de embalsamado y la erosión general del cadáver, que ya era evidente la primera vez que yo lo vi (en 1957) lo era mucho más la segunda, cuando ya habían transcurrido 55 años de la muerte”. Lenin y Stalin yacían juntos parcialmente paralizados, organizados de forma siniestra hasta en la muerte.
No quise ver fotos del cadáver de Lenin para dejar que la primera impresión fuera en persona. Existían rumores de que Lenin había sido suplantado por un muñeco de cera. Un sobrino de Stalin lo habría revelado en un libro que el KGB no le permitió publicar, pero una copia del manuscrito logró llegar a Israel de forma clandestina. Posiblemente eran intrigas propias de épocas soviéticas. Cuando García Márquez visitó el mausoleo en 1957 y más tarde en 1979, tuvo la impresión de que el cuerpo de Lenin estaba constituido de su ‘materia natural’, porque pudo observar la mala conservación del cadáver. En ningún caso le pareció una estatua de cera, entre otras cosas “porque la cera no tiene la buena virtud de envejecer”. A García Márquez le llamaron la atención sus manos delgadas y sensibles, que parecían de mujer.
Sobre la entrada, en la piedra de labradorita roja de la franja de pórfido negro que bordea todo el edificio, dice en grandes letras cirílicas: ЛЕНИН. Siento el frío y el silencio al entrar al mausoleo. A esta altura la cola es un animal de diferentes tonos de piel, un bicho peludo con cientos de patas que avanzan a paso lento. Giramos a la izquierda y bajamos por una escalera de una galería lateral. Cada metro y medio hay un soldado apostado contra la pared con una Kaláshnikov, preparado para disparar al menor movimiento. Ellos sí parecen de cera. Son altos, fornidos, rusos que normalmente no se ven en la calle. Me dan ganas de tocarlos pero sigo en mi lugar en la cola, sin hacer nada salvo avanzar.
Entramos a una sala en una penumbra azulada y siento olor a formol. Estamos cerca de la cripta. La cola hace una curva alrededor de una caja de cristal y recién ahora puedo ver las caras de la gente, con los ojos bien abiertos. Los soldados de cera están más cerca, como a setenta centímetros de distancia. El piso se eleva y nos elevamos con él. Una persona se persigna, una y otra vez. Y entonces lo veo, a mi izquierda. Es Lenin, acostado; las manos pequeñas tiesas sobre una manta salen ajenas a su traje negro. Lenin tiene los ojos cerrados, no parece muerto sino dormido en un sueño eterno en su caja de cristal, en su pecera de vidrio antibalas. A la vista sólo está su cara y están sus manos. El resto quizás es relleno.
Estoy frente a Lenin, en el lugar donde todos se detienen por un instante y se persignan. Sasha me había dicho que los cristales de la cripta estaban especialmente tratados, tienen un grosor de cinco centímetros para evitar deformaciones ópticas. Veo a Lenin moverse, ondularse, como levitando sobre su lecho de sábanas almidonadas y manta a cuadros. Me muevo para ver si se trata de la deformación por el grosor del vidrio o es el efecto alucinógeno del formol en mi cabeza. Pero el que está detrás de mí me empuja para ubicarse él en el lugar privilegiado frente el cadáver. Avanzamos ahora más rápido, la cola nos empuja hacia otra sala iluminada con una luz blanca fluorescente y escucho una voz marcial, la primera voz desde hace dos horas cuando me sumé a la cola, que grita:
Dabái! Dabái!
Y de repente estoy en la plaza, el aire fresco me devuelve a la realidad y al tiempo. La cola se desarma y todos respiramos aliviados. Tenía razón Sasha cuando decía que había que ver a Lenin, aunque estuviera ¿muerto?