"Se ve que llegamos." Que llegamos a dónde, me pregunto con los párpados cerrados que se desvelaron en la ruta. Las curvas y contracurvas revolvieron lo poco que había comido y pienso en largar todo al costado del camino. Me contengo. "A las leyendas de la Patagonia", me dice, y comienzo a abultar el oído. Se chupa el último mate y pide que me apure a bajar los equipos. Somos dos en el trabajo: mi jefe y yo.
Nunca imaginé que habría rodajes en los que la bravura del paisaje y el poblador de cordillera serían un cotidiano deleite para mis aspiraciones cuasi truncas luego de tanta insistencia y poca retribución por el trabajo hecho. Estudiar una carrera universitaria -insulsa para la mayoría que pregunta qué hace uno- parece darme alguna caricia después de tanto traqueteo en la capital de las oportunidades y las penurias. Este sería el comienzo de un sinfín de vueltas a los ranchos, a los mates, a los embutidos cortados a facón y a las sopas en las que la grasa flota como si fuera los recordados coditos o las sopas de letras. Me fue inevitable no volcar en la bitácora lo que se me ofrecía.
Las leyendas del western patagónico abundan. Son muchas las voces que cuentan las cabezas que rodaron por parte de familias que se asentaron campo adentro. Que cuentan también que a los hijos de algunos les regalaban a los nueve años la pistola, pero recién a los treinta y tres podían sentar a la mesa la que empuñaban por las tardes. (Serán esas coincidencias bíblicas, dirá alguno). Así se hicieron impenetrables ciertos pajonales entre pueblos: al primer pisoteo en coirón ajeno, tiro a la espuela como para ahuyentarlo; si alguien se hacía el vivo con el rebenque al lomo, tiro a donde sea para desplomar al jinete. Escuché decir a algún paisano que en esta tierra la patria es el caballo y que los muertos bajo el bosque superan en cantidad los dedos de las manos y de los pies de los pobladores de la zona, pero aun así siguen rumbeando caminos sin que causa alguna se les aparezca bajo la puerta, aunque más de un fuego les ha caído encima en venganza de lo hecho.
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Un rejunte de maderas apiladas le dan entidad a lo que creo un ranchito. Expulsa bocanadas de humo. A partir de ese momento entiendo que en este campo si hay humo hay paisano. Aplaudo y el viento me devuelve el sonido. Repito la acción y dos perros salen disparados desde los coirones. Desde chico le tengo miedo a los perros y nadie pudo dar con el síntoma. Me meto en el auto asustado, y comienzo a ser sujeto (u objeto) de broma del jefe. El ranchito cruje con nuestros pasos y se abre la puerta.
Uno de los de arma bajo el cinturón nos recibe con un mate al que no me pude negar, por respeto. Tiene un ojo maltrecho y con el sano parece hacerme radiografías. Cuando me acerco para hacerle alguna pregunta da un paso atrás. Habla de sus quince hermanos, de su padre, de su abuelo y de Perón: dice que lo conoció y que vive allí gracias a él. Un tío se había ido a buscar mejor vida a la capital porteña y tuvo la suerte de entrar a trabajar en el gobierno. Por ese tío, el mismísimo presidente le firmó los títulos de propiedad a su padre. Se lamentó por no tener en su poder el título con la firrma del general. Perdió casi todo en una quema. Fue en uno de los tres robos que sufrió. Asegura no saber quién fue. Su ranchito está a veinte kilómetros de la ruta; el vecino más cercano vive a cinco kilómetros. Me cuesta creer que no conociera al ladrón que no sólo le vació la casa sino que también se la quemó. Lo único que quedó en pie fue el baño. Nos lo muestra.
Recuerdo cuando un poblador me contó sobre el sobrino del de ojo maltrecho. Con trece años le robó la vaca a sus tíos (sus patrones por ese entonces) y anduvieron a los tiros por el campo. Había carneado a la vaca porque necesitaba llevar comida a su casa. El trabajo lo pagaban muy mal y tarde, y cuando estaba guardando la vaca en el baúl de su Peugeot 504, sintió que se le quebraba la cintura. Cayó al piso y quedó tirado medio día embarrado con su propia sangre y la de la vaca. Sus tíos lo creyeron muerto y por eso lo dejaron; para que se lo comiera algún chimango o aguilucho. Al despertar, se fue con lo que quedaba de él para no volver nunca más. Ese “nunca” me sonó raro por cómo hizo la pausa después del nunca y antes del más. Los relatos de los pobladores se agolpan en la bitácora que será el informe de rodajes largos, historias enterradas a plomo y faca, y otras que relucen tiernas como si el campo fuera una gran familia.
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"Es el hombre", me dice una mujer que llegó al campo hace una década. "El hombre nos mata. Yo tuve suerte, sabe, me dijo entre mate y mate y unas medialunas que le llevé para no ir con las manos vacías. "Si usted le pregunta a La Negra, ella le dirá, tal vez." Así me dijo, pero a La Negra era muy difícil ubicarla. "Varias se tuvieron que ligar las trompas", me aseguró con los ojos abiertos como para acaparar en su campo de visión la habitación completa y más allá. "Eran carne de cualquiera. Veían la mecha suelta y cualquiera de los hermanos u otras familias las tomaban como presa. Fueron violadas y aún siguen siéndolo decenas de mujeres, cientos quizás. Es la creencia, me dijo, la creencia vieja de que la ley es del más fuerte y que el deseo se sacia porque sí. No se reprimen las balas ni el cierre del pantalón. Tuvieron que bailar al son del tiroteo cuando el macho volvía tarde por las noches, que a veces al bote y al río y ¡agachate!, les decían para que esquivaran su puntería ebria."
Mientras los ojos de la mujer se abren al relatar lo sucedido entre pobladores, un frío me recorre el cuerpo como si se hubiera helado el camino. Hay muchas mujeres que tuvieron que robar el arma a algún familiar para defenderse porque, muchas veces, la toma de posesión de una persona como objeto a mancillar queda en familia. A través de la ventana, veo un gato negro con media cara torcida, sin un ojo. Camina acobijado por los manzanos y perales. "A ese lo agarró el perro de la que vive en esa casa", me interrumpe al verme la impresión y me señala una cucha atada a una cadena. "Le quebró la mandíbula pero ahora está bien", asegura y enciende un cigarrillo. El humo borronea los colores saturados de la pantalla que, quizás por costumbre, permanece encendida en varias casas de campo que pueden acceder a la televisión satelital. "No es fácil para una mujer, ¿sabe?. Mi hija se fue apenas pudo."
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A veces me pregunto si lo que hago no es un poco antropología y otro poco poner cámaras delante de la gente -tan detestadas y lejanas- para ganar el mango. Es extraño trabajar después de meses a pura lágrima y espera en estas coordenadas patagónicas. "Volvete, pibe, porque acá no hay trabajo ni para nosotros, los nyc", me dijo una vez un local.
Entre tanto observar los picos pelados y las aves carroñeras, mi suerte cambió cuando me llamó aquel desconocido. Me pidió que investigara en libros y en internet sobre la gente “de por acá”. Así me dijo, y como si nada busqué durante horas.
Quedamos en encontrarnos en la rotonda. Tuve que preguntar cuál porque todavía no soy de acá ni seré. El relato nos lo irá dando el viaje, me había dicho la primera vez que salimos a la ruta y me acomodaba en el asiento para respirar nuevos aires. Mate en mano y alfajores de un ruso que anda escondido en un recodo del camino, y así comenzaron las historias de los hombres y mujeres que abundan en el misterio cuando entonan el himno de su pasado. Comenzaron así jornadas que despuntaban con amaneceres junto a la bruma otoñal sobre el lago escoltado por montañas.
Detrás de una cortina de niebla que parecía interminable, aparece otra vez el camino. Cebo el mate como para hacer algo porque es todo blanco en esta tierra blanda por las recientes lluvias. Al fondo del pasillo de nubes apretadas veo una capilla. Está erguida sobre unos troncos partidos que pudieron haberse usado para rieles. Una casilla que reluce una cruz de musgo en un terreno desolado. El auto rebota contra el ripio. Pienso en los amortiguadores. El viento viene del sur. La calefacción no anda. El frío entra como un silbido por la ventilación. El invierno se nos hace carne. Buscamos la casa de uno de los quince hermanos del poblador del ojo maltrecho.
Siento olor a quemado. Vemos el humo en el horizonte. Lo seguimos. Llegamos a una quema de hojas y ramas secas hecha por mujeres. Tienen algo en la mano. Cuando pasamos frente a ellas levantan las hachas con las que partían troncos para vender. Les preguntamos cómo llegar a nuestro destino. Dicen “a la derecha, siempre a la derecha”.
Cansados de tanto volantazo y después de pasar por varios campos, estacionamos frente una tranquera. Los perros ladran y sale un hombre con un sombrero entre las manos. Viene acompañado de un pavo que estira el cuello y grita un sonido como el de un cacareo mezclado con una corneta de payaso. Sus colgajos rosados, rojos y celestes le dan un aire altanero, y cualquiera podía pensar que es el amo en esa chacra pero se le alejan todos los animales cuando se acerca a hacer muecas. El hombre no quiere dar la entrevista pero acepta que le mostremos lo que habíamos filmado con su hermano. Nos abre la tranquera. Mientras yo cargo el trípode al hombro y la valija con una de las cámaras, veo sobre un corral hecho de ramas viejas y apiladas, cueros de oveja y de jabalí colgados para secarse. Los animales miran desde adentro. Las acompaña un perro que se parece a ellas si no fuera porque uno sabe distinguir al perro de la oveja. El hombre me advierte que no me acerque. “Muerde fiero.” De nacido lo criaron junto a los animales: es la forma para que la mascota aprenda el oficio de arriero.
Entrar a la casa es como adentrarse en una noche sin luna. Una mujer nos espera apoyada contra la mesada. Siento que tengo ante mí a una auténtica bruja: el pelo largo y canoso, la ropa oscura y ancha que colgaba sobre sus hombros, los ojos, dos canicas de cristal, y los dientes parecían estalactitas y estalagmitas recién afilados. Está cocinando. Cuando me acerco a saludarla, aleja la cara y me extiende la mano. Nos invita a sentarnos. Mi jefe elige un lente luminoso por si se prestan a ser filmados. Saco la computadora y les pongo un editado con su hermano. No tienen televisión. La señora acerca el celular a la ventana para buscar señal; es la única forma de que cada tanto, según como pegue el viento, entre una llamada o un mensaje de texto. En la pantalla habla el hombre del ojo maltrecho, ella pone la mesa.
“Sabíamos que vendrían”, suelta la mujer como quien se alegra de su videncia. Con mi jefe nos miramos. “Cuando se lambia la gata es porque vienen visitas.” Un breve silencio nos separa de una respuesta. “Son cosas del campo”, sentencia.
El guiso es de capón (oveja más vieja del ganado que se la consume porque, según dicen, ya no sirve). Después de comernos los huesos envueltos en carne, el segundo plato es la sopa de capón (grasa con algo de agua). El hombre acepta que le hiciéramos una nota “corta”. Tuve que esforzarme para montar los equipos. Mi estómago chirria.
"Allí cerca -nos dijo la señora antes de que nos fuéramos-, vive un hombre que tiene la mitad de su terreno en Chile y la otra mitad en Argentina. Deberían verlo a Bernabé, sobrino de Etelvina, de las más antiguas en la zona."
La noche en la ruta es más fría que en la ciudad y nos abrigarnos con lo que podemos. Paramos en el puesto de la Ceci para cargar el termo y comprar algo para la vuelta. Regresar al pueblo ya era la rutina del camino sinuoso que devenía en una añoranza del buen dormir. Unas dos horas y media nos separan de los pobladores y sus decires. Mi jefe, algo así como un compañero-amigo-gurú, también llegó a estas tierras cuando los sueños del post adolescente adulto son puros. La ingenua búsqueda de la estabilidad en el lugar ideal por ahora es imposible. Me lo confirma. Las amistades y la familia me duelen cuando las siento lejanas. Las cortinas del puesto estaban cerradas. No había humo. Me acerco hasta la ventana y junto las manos para mirar hacia adentro. La perrita descansa sobre una manta. Cuando vuelvo hacia el auto, una sombra atraviesa la ruta dejando una estela de viento y de hojas secas. Espero que mi jefe diga algo. Siempre tiene una respuesta para todo. “¿Un perro?”, tiro. “Imposible”, me corta en seco, y su mirada queda prendida en la ruta desolada.
El otro día pensábamos que lo que estamos haciendo no tiene otra definición que privilegio. Una sensación tan de algodón, tan de mates en ruta y tortas fritas recién hechas. Difícil describir nuestros viajes hacia los valles patagónicos, que ya son rutina.
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Los retamales fueron enrojeciendo en pocos días. Las lluvias embarraron los caminos y el cielo, cuando avanza el otoño, se confunde con los lagos. Salir del auto es recibir la violencia del viento que zamarrea sin mucho esfuerzo a quien se le enfrente. El sonido se vuelve un incesante crepitar que no deja grabar. Paramos frente a una laguna que se formó por la lluvia. Un grupo de cauquenes se desplazan por el espejo de agua. Los árboles están invertidos. Una nube de tierra nos envuelve. Tenemos que cortar la toma y seguir viaje.
A unos treinta kilómetros de la ruta hay un centro de salud: una pequeña construcción que queda detrás de un galpón. En la entrada, una cabina de teléfono público como esas que se ven en películas inglesas. Unas gallinas merodean el barrial que funciona como estacionamiento. Un asistente sanitario nos invita a pasar. Las paredes están empapeladas con carteles que hablan de infecciones de transmisión sexual, animal y de concientización de temas como el aborto. Llegan el enfermero y el médico. Los reconozco por las fotos en blanco y negro que están pegadas en una cartelera: ellos en la cima de una montaña, y sus nombres escritos con marcador indeleble. Miran el reloj: “Ya es tarde”, dicen.
El médico sale primero con una mochila de unos sesenta litros. Rubio, ojos ahuecados y celestes. Usa una gorra de ala ancha. Lo seguimos en su travesía semanal. Maneja una F100 de los `80 con la pintura descascarada que se mimetiza con la tierra del camino. Antiguamente funcionó como distribuidora de carne; luego la reformaron para que pareciera una ambulancia. La sirena del techo no funciona. De sus reclamos a la municipalidad para que les dieran una camioneta más moderna solo recibieron promesas.
Entramos todos a la camioneta recién cargada con nafta. El ruido del motor eclipsa cualquier tipo de sonido de la naturaleza. Las ramas no se chocan, las hojas no caen ni se pisan, los caballos no relinchan, no hay ladridos. El médico se esfuerza para que lo oigamos. Cuando acelera tiene que gritar. De pronto, mi pecho se inunda de un gusto a nafta insoportable. Un bidón de veinte litros de combustible descansa en la parte de atrás de la camioneta. Como no hay estaciones de servicio, el único método que tiene para hacerla andar es llevar siempre un bidón cargado.
El médico visita a los pobladores que no pueden llegar al centro de salud por sus propios medios. La primera parada es en un caserón que dice “Terminal”. Nos recibe una mujer de pasos cortos y pelo revuelto. Se queja por no haberse vestido para la ocasión, y en su queja resplande una sonrisa desdentada. La oscuridad en el interior era total. Las ventanas no iluminan más que los marcos. El doctor enciende una luz a gas y le toma la presión. Entra un hombre más bajo que el trípode. Taconea con sus botas altas. Dice, con los labios apretados y el cuello tensionado hacia atrás, que su madre no tomó las pastillas porque se levantó tarde. El médico se rie y le palmea la espalda a su paciente.
"¿Esta es la terminal del pueblo?", pregunté. “No, m’hijo”, dice la mujer casi sin levantar la voz. “Ya hace tiempo que acá no pasa nadie. Solo animales, camino y nosotros.” Ella vive con su hijo en este caserón ajeno, de la ex esposa de una pareja fallecida. Teme que la desalojen en cualquier momento. Antes, al menos, asegura que pasaban los colectivos y llegaban turistas. Hoy no pasa nada. Desde la ventana se ve el río donde pescan truchas, lo único que comen.
Seguimos con la recorrida y nos encontramos con más mujeres erosionadas por el vapuleo del machismo. Marcas en sus brazos, en su forma de saludarnos, pero sobre todo en sus memorias. El hablar en ellas, en su mayoría, es el silencio, la espera. Su turno llega cuando el hombre señala. Muchas hijas fueron asesinadas, otras se fueron a trabajar o a estudiar fuera del pueblo. El horror del recuerdo les da temor por la posibilidad de que se repita. La F100 ahuyenta animales mientras se mete en arroyos y ríos. Se apagó por segunda vez. El médico baja con una llave cruz y al hacer contacto con alguna pieza que compone esa mecánica robusta, enciende como si nada. En esas intermitencias, podemos escuchar alguna cascada de deshielo que choca contra las rocas.
El médico, extranjero a estas tierras como nosotros, adquirió una tonada que se mezcla con la gente de la zona.
La tarde cae en el campo y en los picos de las montañas se vislumbran los focos de las últimas luces. Es el momento de las carroñeras que agitan el cielo cuando se juntan. Una roca implantada en la tierra hace más estrecho el camino.
La F100 se siente anfibia al cruzar un río; subimos en picada hasta un pequeño valle. Cinco perros ladran en la puerta de un rancho. Las ventanas tienen por vidrio un plástico similar al que se usa para invernaderos. Sobre un piso entre adobe y cemento corretean una nena en bombacha y un nene en calzoncillos. Son los nietos del paciente, un hombre diabético, de cara estrecha como el camino. Los chicos corren y, en su juego, se acercan cada tanto a la cocina económica para calentarse. El hombre agradece al médico por haberle llevado los medicamentos para su tratamiento. Uno de los perros le muerde una bota al médico y se va corriendo mientras gruñe. Tres cueros de oveja cuelgan del techo.
Queda poco para hacer los cincuenta kilómetros desde la ruta que nos separan del Valle del Turco, lindero con Chile. La última tranquera no la puedo abrir. Pude con muchas pero ésta me tiende un trampa. Quiero camuflarme con el que sabe de campo y lo único que logro es enterrar mis botas recién compradas en el barro pantanoso. Mi jefe se ríe y grita por la ventana “¡dale cero once!” (el no haber cambiado mi número de celular deschava mi porteñaje). El médico baja como pistolero de far west, separa las piernas y se acerca a paso lento sin mirar dónde pisa. La tranquera se abre como si nadie la hubiera trabado.
Un mar de bosta de vacas y caballos me llena los pulmones de un nuevo aire que prefiero. La nafta parecía ser lo único posible. Plantamos el trípode y se hunde en el marrón animal.
Allí nos espera el puestero del campo. Hizo tortas fritas de capón por si alguien venía a visitarlo o “para que sobre nomás”, como dice. Nos ceba en un pequeño mate con terminaciones que parecen de plata. El médico le toma la presión, lo ausculta y le explica que debe cuidarse. Le deja semillas de un programa provincial para que agregue a la pequeña huerta que tiene detrás de la casilla. El hombre dice que vive contento. Ve a su familia con suerte una vez al año. Desde que trabaja ahí, no hay jabalíes ni pumas. Un solo felino pudo comerse desde que llegó como peón. Al puma no se lo caza porque sí, me enseña, pero hay que cuidar a los animales, por eso lo tuvieron que salir a correr con los perros. El médico asiente y después me cuenta que es una técnica repetida en el campo. Al puma se lo encierra con los perros, casi siempre alguno muere, y cuando el animal siente la amenaza se sube al primer árbol que encuentra y ese es su fin: un tiro y carne para tirar varios días.
“Por allí pasaron los primeros pobladores, los que venían de Chile”, señala el médico. En una de las quebradas que se producen entre las montañas se puede ver el antiguo camino de los leones, el primer paso de frontera.
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Mientras comemos bifes de vaca recién carneada en el puesto de La Ceci, nos enteramos que el médico es Testigo de Jehová. Se sumó a una delegación que llegó a la zona hace un par de años y que a falta de iglesia suelen juntarse en la casa de algún poblador para estudiar la biblia. Ceci nos cuenta también que algunos vecinos que habíamos visitado habían sido expulsados del grupo y tienen prohibido acercarse a los demás miembros. Si uno tiene deudas o problemas con la ley se lo despide de la congregación. Pensé en lo que debe significar para un poblador ser aislado del resto, ser marginado por decisión de la ley divina. Sin embargo, en el campo todo parece estar bien. La gente se queja de lo de siempre pero dice estar bien. Quieren “hermosear” su terreno, conseguir el título de propiedad, mejorar su salud; parecería no haber violencia ni machismo ni violaciones ni entreveros.
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Lo escucho a la mañana: “Lo detuvieron en el Valle del Tuco”, dice el periodista. Cuatro meses antes, el protagonista de la noticia había sido condenado a seis años de cárcel por abuso sexual agravado y privación ilegítima de la libertad a su anterior pareja. El detenido era del pueblo. Entro a la web de un diario local. Habíamos estado en la casa de la persona de la foto. Para encontrarlo, Gendarmería recorrió cincuenta kilómetros de barro. Hicieron cincuenta kilómetros de barro para dar con este tipo que es uno más de todos los hombres a los que le veo la cara semanalmente y me pregunto: “¿habrás violado a tu hija, a tu esposa, a una vecina?”. Quiero creer que no pasa con todo hombre que anda suelto pero el prejuicio vuelve como boomerang en campo abierto y es difícil alejarse de lo que dicen las “malas lenguas”.
Ya vimos las montañas verdes, marrones, rojas, blancas. Ahora ya se van ahuecando en su impalpable azúcar y dejan entrever algo de lo que guardaron en el invierno. El enfermero que acompaña al médico en sus recorridas semanales me regaló unas semillas para que sembrara en mi casa. Esto como para querer camuflarme entre los locales, o para ahorrar unos mangos produciendo lo propio. Mientras pispeo qué variedades hay en la bolsita de semillas, me pasan un mate y les pregunto por la noticia que había escuchado sobre el detenido en el Valle del Tuco. El enfermero me mira con una torta frita a medio comer. “Pero sí, che, ese tipo es el que estaba yéndose cuando llegamos a lo del puestero, cuando vinieron ustedes.” El dueño del campo se habrá dado cuenta, dice el médico; había ropa que no era la de su empleado y buen… denuncia y esposado. Así de simple y con recompensa (se ofrecían doscientos cincuenta mil pesos al que aportara datos sobre su paradero). Aunque no tan simple parece porque se armó un revuelo en el pueblo al ver tantas camionetas de la Gendarmería; cosa sumamente extraña en un lugar como este.
Escucho decir que al abusador el pelo le llegaba por debajo de los omóplatos y la barba también tenía unos cuatro meses de vida al momento de su detención. Después de ser sentenciado a cárcel común se escapó de forma sigilosa, quería llegar a la frontera. Dicen que antes lo vieron en el cementerio de una de las familias más antiguas de la zona. Por ahí también habíamos pasado. El cementerio, como lo llaman, es una estructura que tiene el doble del tamaño de un baño químico pero es de cemento.
La casilla del puestero fue un buen lugar para intercambiar el poco dinero que le quedaba por un hogar a leña y una manta en el piso. Cuando recordé la nota que hicimos en la casilla, pensé que era posible que el mate con terminaciones que parecían de plata no fuera del paisano sino que podría haber sido del detenido pero eso es difícil de asegurar.
El detenido era uno más de tantos a los que le vi la cara y les di la mano. Apretaron mi mano, sujetaron el mate y mordieron embutidos que cortaron a faca o con los dedos, muchos que pudieron haber sido él. La cárcel es para unos pocos. Cuando hay un contacto con la ciudad o los pueblos más grandes, ahí recién existe la posibilidad de que alguien denuncie, de una búsqueda, sólo a veces, feroz, implacable. El perseguido se cree rehén del tiempo que lo separa de las esposas y el resto de los pobladores lo miran como si fuera una gran tribuna que se piensa su espejo pero nunca su igual.
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Ya en el camino, el doctor detiene la F100 y pide que lo sigamos. Asegura que iremos por ahí cerca pero hacemos unos mil metros con los equipos a cuestas. El trípode se hunde en mi hombro a cada paso que doy. Llegamos a una cabaña que parece deshabitada. Quiero abrir la puerta pero me frenan en seco. “Esperá. Hay que ventilar.” Infla los pulmones y entra. Abre las ventanas y sale con lo último que le queda de aire. "Es por el hanta", me dijo después. Un pueblo entero quedó relegado, aislado del resto, por la enfermedad mortal que producen los roedores.
Vamos a la casa de un tal Moncho. Su hermano está casado con la hermana de su esposa. Nos convida chorizo de cerdo embutido. Mientras me da una tajada con el facón, hablan de la triquinosis. El asistente sanitario dice haberse infectado. “No se te va nunca”, asegura. Moncho y su hermano dicen que tienen miedo, preguntan qué pueden hacer. Mientras montamos la cámara al trípode, el médico les da unas pastillas. "Una cada doce horas por una semana", les indica. “Todas de una es más fácil, doctor, así no me olvido”, suelta Moncho.
En el campo casi todo es grasa. Carne de capón, torta fritas de capón, sopa de capón, y cada tanto un pedazo de vaca, si es que sobra. El hígado ya me viene advirtiendo que pare, pero mejor no negarse, me recomendaron.
Soltamos el dron, como para ver las dimensiones del terreno de Moncho y su hermano. Los perros ladran como si hubiese un asesino, las vacas corren junto con las ovejas, las bandurrias y los teros vuelan cerca del dron, pequeño helicóptero ruidoso, y un par de jotes comienzan a aletear en círculos, como si hubiese
sangre fresca.
Después de unos mates en vaso de plástico lila, siento que la grasa se va asentando en mis vasos sanguíneos, en mi estómago.
“¿Cómo fue eso de las balas?”, pregunta el médico. “Es que salimos a dar unas vueltas, ¿sabe?”, asegura Moncho. El hermano se ríe y también su hijo que acaba de llegar con la cabeza pegada al pecho. Paolo se llama. Dijo que tuvo fiebre y vómitos por la noche. Otra vez el fantasma de la triquinosis, pienso. Moncho sigue con su anécdota. “Mostrale al médico”, le dice a Paolo. La cosa es que subieron hasta lo de un tal Manolo y vieron que algo se movía entre las ovejas. Desenfundaron los dos, y le dieron varios balazos a esa sombra sospechosa. Cuando volvieron para sus casas encontraron un mensaje en el celular. “No gasten más bala que soy yo.” La sombra era Manolo.
***
Una tarde como cualquier otra en El Manso, llegamos a lo de un antiguo poblador, hacedor de caminos. Su esposa, una maestra añeja, de las primeras, se calienta el cuerpo contra el hogar a leña. Tienen de mueble una escalera que termina en el techo. En uno de los costados de la escalera, retratos, cueros de vaca, un cráneo de jabalí que entre sus dientes resguarda una bolsa con tabaco, la decoran como si fuera una pared. El hombre, que debe calzar un poco menos que Gulliver, muestra sus botas salpicadas con barro y nos narra cómo llegaron a vivir en ese terreno. Nombró apellidos de malandras, algunos liquidados por él. “Y es que, claro, acá tenía que usar poncho corto y arma grande; para que se viera.” El hombre se queja por un dolor en el hombro. Será de tanto balazo, pienso. Me doy vuelta y veo dos escopetas al alcance de la mano apoyadas contra una pared.
Encendemos la cámara y filmamos el encuentro. "Aquí no hay ley", dice el hombre. Ella, la maestra achaparrada como un ñire, dice que prefiere el desierto. Que le gustaría que las montañas bajaran un poco, que no le gusta la nieve y extraña el viento de su pueblo. “A veces me voy al río y lo veo correr. Y cuando vuelvo a mi pueblo, me llevo una silla y me siento contra el viento. Me encanta el desierto: el viento en mi cara, y nada más.” El hombre, hacedor de caminos, la mira y muestra su dentadura postiza en la cual faltan algunos dientes. Se rie con la mitad de la boca. Dicen que algunos aprendieron (quizás a la fuerza) que la palabra es un sonido inútil. Con su voz me llegan nuevas piezas del gran rompecabezas que es el pueblo: una hija que se enamoró de su padre que terminó siendo denunciado por ella y a la cárcel común, de hermanos descuartizados entre hermanos, de hermanos con un tiro en la cabeza que él mismo salvó, de mujeres que valen menos que un cordero carneado, de hijas que por ser hijas fueron sacrificadas por una mejor descendencia (mejor conservar el apellido que mujer). Estamos cerca pero a la vez es todo tan lejano que enfriar los oídos quizás es la tarea más fácil, más cobarde.
Los días de trabajo se terminan. Quisiera pensar que volveremos mañana, o en una semana, pero de eso no me encargo. El hacedor de caminos y la maestra dicen que nos esperarían con un cordero a la cruz para fines de la primavera, cuando se acerca la comparsa de la esquila y las siembras de septiembre. Guardamos la cámara y pensamos en la edición.
El camino se hace más corto cuando hay charla y hay mate. Pero hoy predomina el silencio. Quizás no nos hablamos por miedo a indagar; quizás, por el temor a volver.