Rafael Calviño trabajaba como reportero gráfico en la editorial Atlántida cuando lo mandaron a cubrir una visita de Rafael Videla a Córdoba. Era agosto de 1980. Como parte de las actividades oficiales, el presidente de facto rindió “homenaje a los caídos en la lucha contra la subversión” y encabezó “una exposición ante jefes y oficiales” [1] en el “Museo de la lucha contra la Subversión” que había sido inaugurado en el predio del III Cuerpo de Ejército -comandado por Antonio Domingo Bussi- un mes y medio antes.
—Fue brevísimo el viaje. Videla bajó en ese predio militar en helicóptero. Estuvo unos minutos, no más de veinte. Fue una situación muy corta, muy rápida —recuerda Calviño.
En fila india, jefes y oficiales seguían a Videla y recorrían el Museo, como si fueran una comitiva. Miraban con él, pero también le señalaban qué mirar. Había que mirar “la subversión”. La profusión y la sumatoria de elementos había creado un objeto explicándolo en paneles, mostrándolo en imágenes.
Rafael sacó varias fotos en el Museo. Era un lugar relativamente pequeño, “con ese aire medio trucho, de cartulinas colgadas, de puesta en escena casi que escolar”.
En ese espacio enmarcado por cortinas pesadas (de un color indefinido, tirando al rosa viejo) se exhibían los objetos: armas, libros, organigramas, banderas, hasta una cárcel móvil. También maniquíes vestidos de guerrilleros, “que le daban a todo una sensación de kermese”.
A Rafael le impresionó estar ahí frente a esos tipos, con todo lo que se sabía, aún en esos años. Por eso, después de entregar las fotos a la editorial, decidió preservar algunas. Sabía, por experiencias pasadas, que hay imágenes que conviene proteger.
Porque conviene decirlo rápidamente: las fotos de estos museos son fotos asediadas por la pérdida. O mejor dicho: por la presencia y la insistencia de aquello que se quiso borrar.[2]
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La información de los “Museos de la lucha contra la subversión” es escasa y fragmentaria, como cabe esperar de un poder criminal que buscó eliminar toda prueba de su accionar. Fueron espacios destinados a exponer -mediante la exhibición de armas caseras, libros prohibidos o maniquíes vestidos de guerrilleros, entre otros objetos- el éxito de esa lucha.[3]
Nos quedan de ellos un puñado de testimonios y algunas huellas materiales. Funcionaron en el país durante la última dictadura cívico-militar y fueron desmantelados cuando ésta comenzó a resquebrajarse. Las fuentes periodísticas y orales señalan cuatro. Uno inaugurado en 1976 en la Jefatura de Policía de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Otro, en 1978 en Campo de Mayo. Un tercero en la provincia de Córdoba, que funcionó a partir de 1980. Y un cuarto en el Regimiento de Infantería I de Patricios, en la ciudad de Buenos Aires, posiblemente en 1981.
Sobrevivieron, también, algunas fotos. Aquellas que fueron publicadas en diarios y revistas de la época. Aquellas que reposan, todavía hoy, en sus archivos gráficos, y nos van llegando en cuentagotas, como fragmentos de la existencia de ese espacio que fue. O aquellas que -como las que acompañan este texto- sobrevivieron gracias a los fotógrafos y al movimiento -en esta oportunidad favorable- de las casualidades.
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La práctica del botín forma parte de la dinámica de la guerra. También su exhibición. En los museos de la subversión, esta práctica constituyó una empresa recurrente. No sólo porque ayudaba a reafirmar el relato de la guerra contra la subversión, enmascarando el paradigma de la represión y la detención ilegal con el discurso oficializado del enfrentamiento y la lucha bélica. También porque contribuía a engrandecer -mediante la exhibición y circulación de objetos y trofeos arrancados a los subversivos- el relato unidireccional de la heroicidad de los militares y su discurso triunfalista, donde los elementos ganados y mostrados públicamente se volvían la expresión material de la derrota del enemigo, la prueba tangible de la superioridad de las fuerzas estatales.
Armas, banderas y libros secuestrados. Fotos e infografía de muertes, copamientos y asesinatos. Reproducciones de cárceles móviles. Así reunidos, acomodados unos junto a otros, estos objetos recortan una porción determinada de la historia, se erigen en mojones para esbozar un relato.
Teatro y espanto. La conjunción resulta clave en la aprehensión de estos museos. No sólo por la naturaleza misma de lo expuesto, sino por la oscura prestidigitación que la ligazón esconde. Aquella que opera sustrayendo algo de la vista y poniendo en foco, adrede, otra cosa. Porque estas colecciones no sólo desplegaban un discurso triunfalista de lucha contra la subversión, sino que lo hacían en los escenarios mismos donde esa lucha daba sus puntadas finales.
¿Por qué decimos esto? El museo tucumano funcionó en la jefatura policial, donde lo hizo también uno de los centros clandestinos más importantes de la provincia. En la base militar de Campo de Mayo, sede del mayor campo de detención clandestino dependiente del ejército, se instaló el museo bonaerense. El cordobés se emplazó en el Comando del III Cuerpo de Ejército, un gigantesco predio correspondiente a la estancia La Perla, lugar de uno de los centros clandestinos más grande del interior.[4]
El museo antisubversivo a pasos del centro clandestino. Compartían los mismos insumos y la misma geografía. La luz y la sombra, el adentro y el afuera del Estado como violencia. No hay una simple línea divisoria -en este edificio con dos entradas- entre las bambalinas y el frente del escenario.[5] Detenidos de un lado, objetos museísticos del otro.
En los museos de la subversión el teatro y la brutal realidad se confundían: de un lado lo abiertamente visible; del otro, lo clandestino; fluyendo entre ambos el espanto de lo real. El contrapunto era implacable. En un juego perverso entre la literalidad y la tapadera, la “guerra” legítima encubría el terrorismo de Estado, y la exhibición de “trofeos” ocultaba los detenidos. Sobre la superficie, el octavo sobre-iluminado del iceberg.
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Toda foto es de algún modo una supervivencia. Registra, como señala Barthes,[6] el misterio de una concomitancia: testimonia que lo que veo ha sido. Porque la fotografía -agregaría Castel-[7] no es más que la representación de un objeto ausente como ausente.
En las fotos de Rafael Calviño, sin embargo, la supervivencia adquiere otras resonancias. Atestigua algo que ya no es, pero eso a lo que refiere y sobrevive no es un espacio meramente perdido por obra del tiempo o del destino. Es un espacio desaparecido, y la elección del adjetivo es expresa.
Si toda foto es sobreviviente, estas lo son aún más. Sobrevivieron a otra clase de vaivenes, al destino de pérdida que tenían asegurado de haber quedado en el archivo de la editorial Atlántida, hoy por hoy mayormente devastado o inaccesible.
Después de revelar el rollo, Rafael decidió guardarse algunas fotos; esas mismas cinco que hoy vemos. La práctica era usual entre quienes sabían que muchas fotos anteriores se habían perdido y sentían que eso podía volver a pasar. Y entre quienes sentían, sobre todo, que en ese presente de dictadura en el que muy poco se podía hacer, preservar algunas fotos era una forma de hacer algo:
—Cuando ibas a hacer una nota —cuenta Calviño—, en el caso de que hubiera diapositivas -o blanco y negro, como era al comienzo-, las mandabas a revelar. Te daban el revelado y tenías la obligación de cortarlo en tiritas de seis. Y lo que hacías habitualmente era sacar las fotos que no servían, porque por ahí había fotos de otra nota en el rollo, o unas fotos de prueba que habías tirado al piso. Limpiabas el rollo y algunas veces te quedabas con alguna foto.
La nota -se suponía- era para la revista “Gente”, y hasta donde Rafael recuerda, nunca fue publicada. Ni la nota ni las fotos. Guardó las que había preservado en una “raviolera”. Y después se olvidó, hasta que Atlántida echó a varios de sus fotógrafos: Silvio Zuccheri, Rafael Wollman, Tito La Penna, Eduardo Bottaro -todos más o menos de su generación-, quienes fundaron la agencia “Imagen Latino Americana” (ILA).
—Entonces les di las fotos que había guardado, porque habían hecho un contacto con una agencia internacional que se llama GAMMA. Se las habré dado a comienzos de los ‘80 y me las devolvieron a comienzos de los ’90, sin haberlas usado, creo.
Las fotos siguieron guardadas, inéditas, un largo tiempo más. Mientras buscábamos información sobre museos de la subversión, Ezequiel Torres, coordinador de la Fototeca ARGRA, que conocía a Rafael Calviño, nos habló de ellas.
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No es casual que las imágenes de estos museos sean fotos de prensa. La última dictadura cívico-militar fue una usina de propaganda. Y la fotografía de prensa fue una herramienta recurrente para el diseño y el sostenimiento de políticas oficiales.
La editorial Atlántida fue un pilar importante en las campañas de “acción psicológica” que justificaban, ocultaban o celebraban las prácticas del gobierno de facto. No sólo en palabras, sino también en imágenes: creando, en lo visto, la expectativa de realidad; invistiendo ese recorte gráfico de un halo de indiscutida autenticidad.[8]
Así y todo, muchas de estas fotos, tomadas en actos oficiales, pagadas por medios de prensa cómplices de la dictadura[9], lograron re-convertir lo panfletario en incomodidad. Algunas, pasibles de ser censuradas, fueron guardadas a la espera de otras condiciones de visibilidad. Otras fueron tomadas y publicadas, aun a despecho de mostrar, casualmente, aspectos sutilmente ridículos de personajes importantes de la dictadura.
Estas fotos representan hoy un acto de resistencia que algunos fotógrafos intentaron ejercer en la práctica de su oficio. Al sustraerlas a un destino editorial incierto, al conservarlas en archivos personales, al filtrarlas hacia otras publicaciones y otros archivos, las fotos sobrevivieron. Al paso del tiempo, como primera instancia. Pero también, en el caso particular de las fotos de estos museos, a los museos mismos.
Las fotos de Rafael Calviño convocan este primer valor: hacer que las fotos de prensa que las editoriales proponían como documento de propaganda se volvieran, con el tiempo, y una vez destruidos los espacios retratados, evidencia innegable de aquello que había querido borrarse.[10]
No sólo materialmente. También negarse. Los altos mandos de la dictadura tardaron largos años en reconocer la existencia de esos espacios. Lo hicieron bien entrada la democracia. Videla siguió desconociendo la existencia de al menos uno de ellos -el de Campo de Mayo- en su testimonio en la causa que investiga el destino de los restos de los líderes del ERP.
Y éste es el segundo valor que convocan las fotos de Rafael Calviño. En ellas aparecen, conjugados, tres elementos que en ninguna de las otras fotos que conocemos de estos espacios han aparecido. El museo, Videla y Bussi. O mejor dicho: dos de los militares más implicados en la represión ilegal estatal en el contexto de esos espacios. Videla, que lo(s) había negado. Y Bussi, que los había organizado.
Las fotos de los museos de la subversión vienen a llenar ciertos vacíos. A darle materialidad a eso que falta, a eso que quiso borrarse. El registro fotográfico documenta. El registro fotográfico prueba. Como decía Sontag, [11] el registro de la cámara también incrimina.
—Videla bajó en helicóptero y se fue en helicóptero —dice Calviño—. Es más, tengo una foto, una especie de retrato, que saqué con un teleobjetivo, donde se lo ve en la ventanilla del helicóptero. Salvo su cara, no se ve nada más.
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[1] “El primer mandatario dialogará en Córdoba con miembros de sectores representativos”, en: La Voz del Interior, 02/08/1980, p.2.
[2] Feld, Claudia: “Fotografía, desaparición y memoria: fotos tomadas en la ESMA durante su funcionamiento como centro clandestino de detención”, en: Nuevo Mundo / Mundos Nuevos, 2014, p.1-24.
[3] Robben, Antonius: Pegar donde más duele. Violencia política y trauma social en Argentina, Anthropos Editorial, Barcelona, 2008; Garaño, Santiago: “El monte tucumano como “teatro de operaciones” (Tucumán, 1975-1977)”, en: Nuevo Mundo / Mundos Nuevos, 2011, s/d; Salvi, Valentina: De vencedores a víctimas. Memorias castrenses sobre el pasado reciente en Argentina, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2012; Nemec, Diego, Pueblos de la “guerra”. Pueblos de la “paz”. Los pueblos rurales construidos durante el “Operativo Independencia” (Tucumán, 1976-1977), EDUNT, San Miguel de Tucumán, 2019; Sirimarco, Mariana: “Las huellas de lo borrado. Muerte, guerra y restos corporales en los Museos de la Subversión”, en: Mariana Sirimarco (comp.), Narrar el oficio. Los museos de las fuerzas de seguridad como espacios de ficciones fundadoras, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2019, p.225-282.
[4] Dejamos fuera de este listado al probable Museo en el Regimiento I de Patricios, del que aun no tenemos datos concretos. Se sabe, sin embargo, que dicho Regimiento funcionó como centro clandestino durante la dictadura. Ver, por ejemplo, el listado elaborado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación: http://www.jus.gob.ar/media/3122963/6._anexo_v___listado_de_ccd.pdf.
[5] Comaroff, Jean y John: “Criminal obsessions, after Foucault: postcoloniality, policing, and the metaphysics of disorder”, en: Critical Inquiry, vol.30, n.4, 2004, p.800-824.
[6] Barthes, Roland: La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Editorial Paidós, Barcelona, 1989.
[7] Castel, Robert: “Imágenes y fantasmas”, en: Pierre Bourdieu (ed.), Un arte medio. Un ensayo sobre los usos sociales de la fotografía, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p.330-377.
[8] Gamarnik, Cora: “Fotografía y dictaduras: estrategias comparadas entre Chile, Uruguay y Argentina”, en: Nuevo Mundo / Mundos Nuevos, 2012, s/d; ---- “La fotografía de prensa durante la guerra de Malvinas: la batalla por lo (in)visible”, en: Páginas, vol.7, n.13, 2015, p.79-117.
[9] Gamarnik, Cora: “La fotografía irónica durante la dictadura militar argentina: un arma contra el poder”, en: Discursos fotográficos, vol.9, n.14, 2013, p.173-197.
[10] Para un análisis de la relación entre fotografía de cobertura, museos y desaparición, ver Mendiara, Irina y Sirimarco, Mariana: “Las sobrevivientes. Fotos, dictadura, Museos y subversión. El caso de Córdoba”, en: Interseções, n.48, 2021.
[11] Sontag, Susan: Sobre la fotografía, Alfaguara, México, 2006.