Recordar el pasado es un ejercicio del presente. El cara a cara con la memoria permite elaborar versiones de lo que se recuerda con determinados fines, más allá de la mera conmemoración. Por eso las memorias de este tercer año de la revuelta están marcadas, en particular, por la contundente derrota de la opción Apruebo a la propuesta de nuevo texto constitucional. El triunfo del Rechazo ha promovido interpretaciones que nos hablan, en el mejor de los casos, de un proceso mal conducido, cuando no de que esa mayoría silenciosa que no salía a la calle ni votaba en las elecciones previas era mucho más conservadora y complaciente con el modelo socio-político y económico que lo que la revuelta había hecho creer.
Uno de los fines de recordar es construir versiones del pasado que permitan una mejor comprensión del mismo, pero que también ayuden a comprender el presente para poder pensar y actuar políticamente con sentido histórico. En ese sentido, se ha dicho que Chile es un país sin memoria. La revuelta lo puso en duda decretando que lo que estaba pasando era el resultado del malestar acumulado durante nuestra historia reciente. De este modo, el “No son 30 pesos, son 30 años” no solamente se convirtió en una de las principales consignas de la revuelta sino también en la evidencia de que la sociedad chilena identificaba el malestar en políticas que se arrastraban desde la transición a la democracia. Como señalan George Didi Huberman y Judith Butler, toda revuelta supone un levantamiento de los cuerpos que se erigen y se sublevan, hastiados de un estado de cosas que ya ha pasado a vivirse como insoportable. El alza del pasaje y la represión hacia los estudiantes vino a ser la gota que rebalsó el vaso del descontento.
Por cierto, toda memoria tiene sesgos, omisiones y olvidos en función de configurar un sentido histórico que permita justificar el presente. En esta línea, los sectores afines al rechazo a la nueva Constitución han promovido una visión negativa de la revuelta, omitiendo tanto las condiciones que generaron el estallido como las violaciones a los derechos humanos. Amparándose en el resultado electoral del plebiscito, quieren hacer olvidar el profundo malestar que generó la revuelta. Aquel malestar no solamente tenía relación con las condiciones de vida sino también con la estructura y funcionamiento del sistema político vigente. De ahí que la revuelta haya sido también un proceso contra -o al menos sin- las instancias tradicionales de representación política: ni los partidos políticos ni las organizaciones sociales más tradicionales, como tampoco los sindicatos y las federaciones estudiantiles lograron conducir el proceso. Hacer memoria de que prácticamente no había banderas institucionales ni figuras partidarias en las calles nos debería ayudar a entender que los modos tradicionales de hacer política están agotados y que avanzar por esa misma línea en una eventual nuevo proceso constituyente será un fracaso.
Hoy las memorias afines a la revuelta son memorias dolidas. En pocos años, pasamos del levantamiento al abatimiento. La contundente derrota del plebiscito de salida mostró que la esperanza en la Convención Constitucional, aun con todas sus limitaciones y defectos, no había considerado que un amplio sector no solamente veía el proceso con distancia y escepticismo, sino que definitivamente no estaba dispuesto a avanzar en las transformaciones que el texto constitucional proponía. La hegemonía parcial que se logró durante la revuelta con la ciudadanía en las calles y la posterior elección de la Convención Constitucional impidió ver que había un sector muy significativo de la población que no tuvimos en consideración, ya sea porque no salía a manifestarse o porque no participaba de modo voluntario en las elecciones. No lo vimos venir.
Se ha dicho que Chile es un país sin memoria. La revuelta lo puso en duda decretando que lo que estaba pasando era el resultado del malestar acumulado durante nuestra historia reciente.
Confundimos la masividad de las manifestaciones y la simpatía que la gente expresaba por redes sociales y medios de comunicación con una determinación colectiva mayoritaria de llevar adelante las transformaciones que la revuelta demandaba. No le prestamos atención a quienes planteaban que compartían el fondo pero no la forma de las protestas, si es que ni denostando a quienes vestían chalecos amarillos para defender sus barrios de ataques de una turba que nunca existió. El entusiasmo y ánimo de ruptura del proceso en curso convivían con el temor y la desconfianza. La revuelta y el posterior proceso constitucional no quiso o no supo hablarle a estos sectores, que terminaron siendo más receptivos a las amenazas a sus creencias, costumbres y expectativas que a las promesas de cambios que vieron como distantes, cuando no francamente amenazantes De todos modos dar por clausurado el espíritu de la revuelta y el ciclo político de movilizaciones e impugnación que se abrió el 2011 también puede resultar un error, no solamente en términos de equivocar el diagnóstico del momento actual. Si bien podemos cuestionar las motivaciones, los alcances y consecuencias de la revuelta, suponer que no fue más que un espejismo o la expresión violenta y desbordada de un sector descontento de la sociedad sin más horizontes que la destrucción y el enfrentamiento responde a una visión limitada que no sirve a mucho más que a la reafirmación de la idea que el orden social transicional sigue vigente y que la política debe seguir siendo una labor de los partidos y de los especialistas. De hecho, uno de los elementos centrales de las discusiones actuales sobre un eventual nuevo proceso constituyente es justamente cómo establecer la limitación, cuando no exclusión, de los sectores ciudadanos no adscritos a los partidos, como si tener afiliación partidaria los convierta en sujetos algo extraños, poco confiables y por cierto difíciles de controlar. Por el contrario, uno de los fenómenos más visibles de la revuelta fue justamente la irrupción de esta ciudadanía “independiente” que logró reapropiarse de lo político después de casi tres décadas, un ejercicio que le había sido expropiado por la lógica de la transición a la democracia.
Desde el 18 de octubre de 2019, quienes salieron a manifestarse lo hicieron animadas no por una dirigencia política o sindical, como ocurrió a comienzos de los ochenta, sino por el arrojo de estudiantes secundarios que representaron un hastío por una infinidad de motivos, algunos de ellos disímiles: desde el cobro del TAG a la demanda por una salud pública digna. Dada la acumulación del malestar y la brutal respuesta represiva del gobierno, el gesto de saltar los torniquetes del Metro se resignificó y expandió al conjunto de la ciudadanía, la que salió a manifestarse y se encontró con otros igualmente indignados que rápidamente irán configurando un nosotros que se mantendrá en las calles hasta la llegada de la pandemia, en marzo del 2020.
A diferencia de lo que algunos puedan argumentar, la revuelta no estaba acabada por el llamado Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución de noviembre de 2019, ni menos aplacada por la represión policial . De hecho, para el Día Internacional de la Mujer, cientos de miles de mujeres marcharon en distintas ciudades de Chile, lo que hacía augurar que las protestas que habían perdido cierta fuerza y masividad durante febrero podría retomar una nuevo impulso, sobre todo considerando que ninguna de las demandas de la revuelta -más allá del proceso constituyente- estaba siendo abordada por el gobierno.
Hacer memoria de la revuelta también es recordar los ideales y horizontes de transformación que movilizaron a chilenos y chilenas desde un presente donde aparecen diluidos, fragmentados y agotados por el peso de una derrota que todavía no se termina de comprender y aceptar. Sin embargo, las demandas siguen presentes. El tema es que, junto con esas necesidades y deseos, en la ciudadanía también existe el miedo a los cambios, el aferrarse a las pocas certezas políticas y económicas, el miedo al otro, el apego a las tradiciones y las costumbres, y una serie de características que, si bien pueden resultar paradójicas, no son otra cosa que el resultado de la precariedad y la incertidumbre en que vive la gran mayoría de nuestro país. De cierta forma, las principales víctimas del modelo neoliberal terminan siendo, probablemente por necesidad más que por convicción, su principal aliado y sostén.