Ensayo

Fragmento de “¿Cómo hacen los pobres para sobrevivir?”


La utopía de llegar a fin de mes

Todos los días, los habitantes de los márgenes urbanos despliegan estrategias para hacer rendir un dinero que no alcanza. Para sobrevivir cuentan con familiares, vecinos, intermediarios políticos y funcionarios. Combinan la ayuda mutua, la asistencia estatal, el trabajo formal e informal y la acción colectiva. En su nuevo libro, Javier Auyero y Sofía Servián describen el esfuerzo de los más pobres por “llegar a fin de mes” o por “comer en casa”, en lugar de depender de los comedores comunitarios. Los sectores populares subsisten y, al mismo tiempo, aspiran a un futuro mejor, sino para ellxs, para sus hijas, hijos, nietas y nietos. Con determinación, encaran la tarea diaria de subsistencia y sus anhelos de salir adelante.

1.

Hace 15 años que Vanesa (32) y Cristian (34) están en pareja. Tienen 3 hijos: Melanie, 14, Uma, 8, y Byron, de 3 años. En el año 2018 se mudaron a La Matera cuando falleció don Javier, el abuelo de Cristian, y les dejó la casa a ellos. Hasta ese entonces los cinco vivían en un espacio muy pequeño en el segundo piso de la casa de la mamá de Cristian, en el barrio aledaño El Tala. Don Javier era uno de los ocupantes originarios del asentamiento; el hogar que hoy habitan Vanesa y su familia fue construido por el Estado en uno de los planes de vivienda obtenidos luego de muchas protestas y negociaciones en las cuales dirigentes barriales (algunos ligados al partido político entonces gobernante) tuvieron gran protagonismo. Primer elemento a ser tenido en cuenta entonces: Vanesa y Cristian no tienen gastos de alquiler ni de hipoteca gracias a la acción colectiva, la intermediación política, y la respuesta estatal a ambas.

Cristian trabaja en un frigorífico y gana aproximadamente 27000 pesos por mes (sumando lo que recibe el aguinaldo, las vacaciones y el presentismo). Cada mes Vanesa cobra 10000 pesos de asignación familiar por sus tres hijos, y 800 pesos en su Tarjeta Verde (programa de asistencia alimentaria del gobierno de la provincia de Buenos Aires). Segundo elemento a ser tenido en cuenta: la tercera parte del dinero del presupuesto familiar (270 dólares al momento que escribimos) proviene del Estado. Es importante resaltar esto porque buena parte de los hogares de La Matera recibe una parte de su presupuesto de programas estatales.Sin este ingreso, la subsistencia sería aún más dificultosa. Al mismo tiempo, como veremos a continuación, estos programas cubren solo un porcentaje de los gastos fijos básicos de una familia. 

Dos veces al mes, Vanesa hace la limpieza en la casa de su abuela Catalina – a cambio de lo cual recibe entre 500 y 600 pesos por dos horas de trabajo. Cada dos semanas, Elena, la tía de Cristian que trabaja en un comedor del barrio y también recibe alimentos del colegio al que asisten sus hijos, le da leche, fideos, polenta, arroz y alguna que otra vez aceite. Elena “tiene mucha cantidad y comparte”, nos cuenta Vanesa. Elena no es la única que colabora con la subsistencia del hogar de Cristian y Vanesa. Como en la enorme mayoría de las familias de La Matera, otros miembros de la familia son parte de una red de intenso y necesario intercambio. Una o dos veces por semana, Vanesa atiende el negocio de venta de ropa de su hermano Fernando – este le presta dinero para comprarle vestimenta a sus hijos Uma y a Byron, y también la ayuda a comprar comida (“Yo solo compro naranja que es lo que siempre está de oferta. Siempre dos kilos a $80, o dos kilos a $100. Por eso compro, lo único que vas a encontrar acá cuando vengas es naranja. Y si ves manzana o banana es porque vino Fernando. Lo mando a comprar papa y el me compra fruta también”). Su mamá, Rosana, tiene una panadería en El Tala, y de ella Vanesa recibe pre-pizzas y galletitas con frecuencia. Algunos días atiende la panadería sin recibir compensación monetaria alguna – su madre compra ropa y zapatillas para sus hijos. 

Contra lo que suelen creer quienes atacan los programas sociales por ser supuestos productores de “vagancia”, Vanesa y Cristian usan las ayudas estatales para pagar la escuela parroquial de sus hijos, en la cual aún depositan ciertas esperanzas de mejoría.

Pero el esfuerzo de Vanesa para obtener recursos con los que alimentar y vestir a su familia no se reduce a intercambios recíprocos dentro de la red familiar. En los largos meses de la pandemia, Vanesa abre un kiosco en su casa. Cuando Cristian cobra la quincena, Vanesa usa $4000 para invertir en su nuevo emprendimiento - $1000 para artículos de limpieza, $3000 para jabón, shampoo, papel higiénico, etc. Si bien no asienta la contabilidad de su kiosco en un libro, conoce su presupuesto en detalle y utiliza las magras ganancias para preparar las comidas diarias. Entre lunes y miércoles suele colectar unos $1000 con los que repone los artículos faltantes. Cada día extrae del dinero acumulado alrededor de $300 para preparar la cena:

“Lo que voy ganando, lo voy gastando en comida… voy agarrando de ahí para comprar un poquito de carne (de res). Tampoco comemos mucha carne, la mayoría es pollo con fideos y así. De a poquitito tengo que ir gastando la plata. Por eso, a veces, agarro $200 y trato de comprar $200 de milanesa de pollo. Y ya que Elena me dio fideo, hiervo fideo, en el kiosco siempre tengo quesito para vender, le pongo un quesito y ya está la comida. Puede que al otro día vuelvo a agarrar $200 a la noche, bueno, pero al otro día al medio día si me quedo fideo compro media docena de huevo, el pan que todos los días se compra y ya a la noche vuelvo a agarrar $200, si vendo… y compro picada y hago hamburguesa. Y lo hago con arroz, no con fideo. Y así todos los días tengo que ir viendo qué cocino”.

Además de los gastos alimentarios, la familia tiene que gastos de internet, telefonía celular y la garrafa de gas mensual ($500) para cocinar. El gasto más importante (además de la comida), lo ocupa la educación de Uma y Melanie. Un poco más del 10% del ingreso familiar está, en principio, destinado al pago del colegio parroquial al que asisten sus dos hijas (unos 30 dólares mensuales). Decimos en principio porque Vanesa y Cristian (en febrero del 2021) le deben al colegio aproximadamente $33000 – deuda que van reduciendo cada vez que reciben la asignación familiar de parte del Estado nacional. Es importante remarcar este punto debido a que, como en el caso de muchas otras familias, nos revela con nitidez una doble verdad: contra lo que suelen creer quienes atacan los programas sociales por ser supuestos productores de “vagancia”, estos son utilizados por los marginados para pagar una educación en la cual aún depositan ciertas esperanzas de mejoría (para sus hijas e hijos). Al mismo tiempo, y paradójicamente, vemos cómo los recursos del Estado fluyen hacia escuelas privadas. En este caso, el dinero de los planes sirve para pagar la matrícula en escuelas parroquiales en las que Vanesa y tantos otros (uno de nosotros, por ejemplo) contaron y cuentan para asistir a clase con la regularidad de la que carecen en muchas escuelas públicas en los sectores bajos de la escala social. 

2.

“La verdad, la verdad, es que hambre nunca pasamos,” nos cuenta Blanca, la tía de Vanesa, “no tendremos las comidas principales como otros, capaz que no compramos una milanesa, un asado, un pollo al horno y esas cosas pero un guisito, un fideo con tuco, todos los días algo hago. Hoy, por ejemplo, no sé si voy a cocinar porque no tengo ganas. Tengo todo para cocinar pero no tengo gas. No puedo cocinar. ¿Entendés?”. Hace más de 10 años que falleció su marido, y hasta hace seis meses Blanca, de 52 años, vivía con uno de sus hijos, Franco (13). Dos de sus nietas (Luna y Valentina) se mudaron a vivir con ella cuando la hija de Blanca fue arrestada (ver Auyero y Servián 2021). Blanca trabajaba en una empresa gráfica empaquetando revistas pero tuvo que dejar su trabajo hace ya 12 meses por problemas de salud (alta presión arterial). El dinero que ingresa en el hogar de Blanca es mucho menor al que ingresa en el de Vanesa. Blanca cobra $6000 por mes que corresponden a las asignaciones universales de los hijos de Melanie y $1000 por limpiar la casa de su mamá Catalina quien, conociendo su situación de penuria económica, le paga un poco más que a Vanesa. Destacamos entonces que, a diferencia de Vanesa, la enorme mayoría del ingreso de dinero en el hogar de Blanca proviene del Estado.

“A mi me gustaría volver a estar como antes, cuando trabajaba, y poder manejar mi plata. No estar pensando todo el tiempo” (nuestro énfasis), nos dice Blanca y nos da detalles de lo que significa “pensar todo el tiempo” – esto es, buscar la manera de alimentar a los tres niños que viven bajo su techo. Blanca recibe alimentos de la escuela pública a la que asisten Luna y Valentina, sus nietas – fideos, puré de tomate, arroz, aceite, “a veces hasta te dan para que les hagas postrecitos, gelatina, azúcar… Carne nunca dieron, sólo pollo”. Aún con menos gastos que Vanesa, Blanca también participa en una intensa red de intercambio recíproco – a veces ayudando a su hermano Fernando con la venta de ropa, otras veces colaborando en la panadería de Rosana, a cambio de lo cual recibe vestimenta al costo y alimentos: “Me tiran una mano de vez en cuando porque ellos conocen mi condición, pero yo tampoco ando llorando”.

La red de intercambio de Blanca, a diferencia de la de Vanesa, incluye a Lili, una de las dirigentes políticas del barrio (localmente conocidas como “punteras”), de quien con alguna frecuencia obtiene aceite, leche, harina, leche en polvo, fideos, arroz, sémola, “y unas latas que dicen pan de carne”. Su red también incluye a Pocho, otro puntero barrial. Citamos en extenso una conversación que tuvimos con Blanca incluyendo los diálogos que ella imagina que tendría con el puntero local (editada a los efectos de claridad). Esta captura cómo opera la relación entre referentes barriales y sus (actuales o potenciales) beneficiarias:

“Yo a Pocho lo quiero ir a ver porque le quiero pedir un plan (de ayuda estatal). Quería ver si me podía conseguir una cooperativa para laburar, él conoce mi condición. También le voy a decir a Lili. Le quiero decir que yo estoy al pedo (sin hacer nada)… Más que limpiar, cuidar a las nenas y, alguna que otra cosita, otra cosa no hago. Que si ella necesita una mano en lo que sea yo estoy, pero todo para que me consiga un plan o algo. Quiero decirle que puede contar conmigo. Si hay que hacer algo, yo estoy disponible […] Yo, ponele, me voy acá y le digo a Pocho “yo necesito un plan, necesito una cooperativa, hacer algo”. Una cooperativa te está pagando quince lucas por mes, hay algunas que pagan más, y él me dice “bueno, yo te anoto en una cooperativa pero vos te quedas en tu casa cuidando a tus nietas y a mí dame tres lucas. Vos cobras quince, tres para mí y doce para vos”, yo le agarro viaje (porque con mi salud, no puedo estar) limpiando zanjas o cortando el pasto en la plaza”.

No es nuestra intención utilizar un testimonio de Blanca como denuncia del accionar de los “punteros” barriales. Este es un “arreglo” bastante generalizado (y criticado) entre vecinos y referentes. Lo que aquí queremos resaltar es que Blanca, así como tantos otros habitantes de barrios pobres, incluye en sus redes de subsistencia a los referentes políticos barriales – sea para obtener alimentos o acceso a planes estatales. 

En sus estrategias actuales de sobrevivencia, la familia de Vanesa ha combinado acción colectiva, trabajo formal, programas estatales (asignación familiar, tarjeta verde), y redes de ayuda mutua. En el caso de Blanca, a los programas estatales (asignación universal) y a las redes de reciprocidad, se suman la asistencia (pública) alimentaria directa (alimentos distribuidos desde las escuelas), y redes clientelares. Ambas familias ilustran, de este modo, buena parte de las principales estrategias de subsistencia que despliegan a diario los habitantes de los márgenes urbanos y cómo estas se entretejen con formas de dominio político.

3.

Diego tiene 42 años. Nació y creció en El Tala, a dos manzanas de uno de los puentes que cruzan a La Matera. Aún vive en la casa donde nació: su abuela era partera. Sus padres fallecieron hace unos años y ahora vive solo. Diego trabajó desde niño, pero nunca tuvo un empleo formal - un "trabajo en blanco". Durante muchos años, trabajó en una fábrica de suelas de zapatos, botas y sandalias. Luego pasó a una fábrica de baterías de coche y, tras unos años allí, trabajó en una fábrica de vidrio. Cuando llegó la pandemia, le despidieron y no pudo encontrar trabajo durante un tiempo. Su sobrina le ayudó a solicitar el IFE (ingreso familiar de emergencia - suma global distribuida por el gobierno federal durante la pandemia). Los 10.000 pesos le vinieron muy bien. Compró un carro y empezó a recoger cartón, vidrio, chatarra y plástico para venderlos. "El cobre es lo mejor...ahora se puede vender un kilo de cobre por 1700 pesos (6 dólares en el momento de escribir esto). A veces la gente cambia las instalaciones eléctricas en casa y me dan mucho cobre. Lo amontono y cuando tengo un kilo lo vendo". Trabaja de lunes a viernes de 8 de la mañana a 2 o 3 de la tarde. "Voy por todas partes con mi carro. Paro a comer y luego trabajo unas horas más hasta que cierra el mayorista". Calcula que gana 5 dólares al día. "Eso me alcanza para comer y, no lo voy a negar, para tomar uno o dos tragos". Nos cuenta que le gustaría poder conseguir un trabajo mejor, "pero tengo 42 años y dudo que nadie vaya a contratarme. Pero de verdad me gustaría conseguir un trabajo que pague más que éste".

"El cobre es lo mejor...ahora se puede vender un kilo de cobre por 1700 pesos. A veces la gente cambia las instalaciones eléctricas en casa y me dan mucho cobre. Lo amontono y cuando tengo un kilo lo vendo (...) Voy por todas partes con mi carro. Paro a comer y luego trabajo unas horas más hasta que cierra el mayorista"

4. 

Cada planta de marihuana produce entre un kilo (si la planta está en el exterior, en el suelo) y seiscientos gramos (si está en el interior, en una maceta), nos dice Eduardo, y añade: "Se pueden hacer dos porros por cada gramo... cada porro cuesta 800 pesos (3 dólares). Mi última planta produjo un kilo entero, no sabía qué hacer con toda la hierba... regalé mucha". Eduardo tiene 41 años y un trabajo estable en el ayuntamiento local. Su sueldo no es muy alto (unos 400 dólares al mes). Complementa sus ingresos vendiendo y comerciando con marihuana, que cultiva desde hace 10 años. Después de los gastos (semillas, tierra, herbicidas, humidificador, etc.), calcula que podría ganar unos 3.200 dólares al año. Pero no vende todo lo que produce su planta. Guarda una parte para uso personal, hace aceite (que utiliza Nora, su mujer, que sufre epilepsia), e intercambia gran parte con amigos y vecinos: "Lo cambio por productos de limpieza, por videojuegos y, a veces, por algunos trabajos que necesito que me hagan. Si necesito que alguien haga algo de plomería, o arregle el aire acondicionado o el techo ... le pago con hierba." Eduardo también regala parte de ella a familiares y amigos, especialmente a aquellos amigos que "saben mucho más que yo de marihuana y me dan consejos sobre cómo cuidar la planta y cómo mejorar la calidad." La hierba, como muchos otros recursos materiales que circulan entre amigos y parientes, sirve para engrasar las relaciones sociales que ayudan a subsistir a los pobres.

5.

“Me duelen las piernas y, particularmente, las rodillas. Eso fue lo primero que anoté en mi diario… solo trabajé un día haciendo lo que estas mujeres hacen durante cuatro días a la semana.” El 1 de Julio del 2021, Sofía escribió esto en su diario de campo. Se refería a su primer día de observación participante en el “Comedor de Virginia” – como se conoce a este centro comunitario por el nombre de una de sus fundadoras. Allí, de lunes a jueves, un grupo que oscila entre 6 y 18 mujeres dependiendo de la hora del día prepara raciones de comida para 160 familias de La Matera y el Barrio El Tala. Con alimentos que acerca un camión del municipio, donaciones particulares, y productos que estas mujeres adquieren con su propio dinero, estas raciones semanales incluyen verduras como papa, zanahoria y cebolla y varios tipos de mercadería seca como fideos, arroz, leche en polvo, polenta, azúcar, harina. También incluyen huevos, un dulce de membrillo, y un pollo que Tacho, el único hombre en el grupo, se encarga todas las semanas de guardar en la congeladora del centro hasta el día del reparto.

Nota de campo. Julio 1, 2021. Cuando terminamos de empaquetar todo Claudia armó una lista de las personas que no podían ir a retirar la comida, ya sea porque nadie mayor de edad podía firmar o porque estaban enfermos y, junto con Brenda, María Fernanda y Julia, se la llevamos. Fuimos a tres casas. Llevamos la mercadería en dos carritos. Felipe, una de las personas a las que les llevamos su mercadería nos regaló una bolsita con chocolates y caramelos. Según las chicas siempre les da un regalito.   

La primera nota de Sofía captura el extenuante trabajo físico que implica preparar las raciones – desde desembarcar las pesadas bolsas del camión que las trae hasta el centro, hasta acomodarlas en la sala principal, empaquetarlas para que estén listas para su distribución (lo que implica pasar horas en cuclillas), y acercarlas a aquellos que no pueden retirarlas personalmente. Ese día Sofía participó en el embalado de mercadería, unos días más tarde, se sentó junto a dos de las “chicas del comedor” en una de las mesas a las que, en la vereda y manteniendo la apropiada distancia social que imponía la pandemia, las vecinas se acercan semanalmente para registrar su nombre y retirar las bolsas de alimentos – prolijamente ordenadas para evitar el daño en los productos más frágiles.

Bricoladores en los márgenes

Los habitantes de la periferia urbana son bricoladores. Para sobrevivir cuentan con familiares, vecinos, intermediarios políticos, y funcionarios; combinan la ayuda mutua, la asistencia estatal, el trabajo formal e informal, y los emprendimientos ilícitos; fusionan la acción colectiva transgresiva con su participación en redes clientelares. 

A pesar de las dificultades para subsistir, de la experiencia de vivir abrumados y sentirse desprotegidos, de las carencias materiales y necesidades infraestructurales, buena parte de los habitantes de las zonas marginadas sostienen haber experimentado un mejoramiento en sus condiciones de vida. Esto no debería sorprendernos: desde los inicios del asentamiento, y gracias a sus esfuerzos individuales y colectivos, las condiciones materiales de existencia se han transformado radicalmente. Esa trayectoria fue informada por sus aspiraciones de progreso. Estas aspiraciones de mejora dan forma a sus acciones en el presente – no sólo la determinación con la que encaran la tarea diaria de subsistencia sino también sus anhelos de “salir adelante.” Años de trabajo de campo nos enseñaron que subsistir en lo más bajo de la estructura social también implica aspirar a un futuro mejor – sino para una, para sus hijas, hijos, nietas y nietos. En la práctica, en el acto de esperanza, esos anhelos se expresan en la autoconstrucción y en el trabajo colectivo de mejoramiento de la infraestructura. También se manifiestan en sus mesurados afanes de poder “llegar a fin de mes,” “comer milanesas más seguido”, ir al supermercado y llenar sus changos, y volver a comer en casa (en lugar de depender de los comedores comunitarios).

Los habitantes de la periferia urbana son bricoladores. Para sobrevivir cuentan con familiares, vecinos, intermediarios políticos, y funcionarios; combinan la ayuda mutua, la asistencia estatal, el trabajo formal e informal, y los emprendimientos ilícitos; fusionan la acción colectiva transgresiva con su participación en redes clientelares.

Si solo hubiéramos realizado un trabajo etnográfico, habríamos pasado por alto la centralidad de la acción colectiva en las estrategias de subsistencia. También habríamos confundido lo que es más bien una pausa en la contención popular con la aquiescencia y la resignación. Si solo hubiéramos llevado a cabo una investigación histórica, habríamos pasado por alto el papel clave desempeñado por la interacción entre la ayuda estatal, las redes clientelistas y la ayuda mutua en la obtención de sustento. Entonces una lección general que se desprende de nuestro relato histórico y etnográfico: en contextos de alta marginación, las estrategias de los pobres deben examinarse tanto sincrónica como diacrónicamente, en tiempo presente y a través del tiempo. Hacerlo así no sólo permite ver mejor el carácter profundamente político y la diversidad de las estrategias, sino que también disuelve la distinción entre lo que significa "sobrevivir" y "progresar". Esta distinción no hace justicia a lo que significan esas estrategias: incluso en medio de una profunda escasez material, la mayoría de nuestros interlocutores piensan (y, en consecuencia, actúan) en subsistir y en mejorar sus condiciones de vida, si no para ellos, al menos para sus hijos. Por lo tanto, las estrategias deben examinarse en su dimensión intergeneracional. 

Al avanzar en nuestra investigación, comenzamos a pensar en que la idea de “sobrevivencia” o “subsistencia” no representaba adecuadamente la realidad que estábamos reconstruyendo. La noción de estrategias de persistencia captura mejor la dinámica descubierta durante nuestro trabajo de campo. Garantizar la subsistencia material es duro en varios sentidos: físicamente (largas colas, esperas insoportables), emocionalmente (los muchos casos en que los padres no tienen más que pan y té para alimentar a sus hijos) y moralmente (las contorsiones que hay que hacer para complacer a un intermediario local y obtener los recursos necesarios). Y, sin embargo, este esfuerzo nunca está divorciado -al menos en las prácticas que presenciamos o reconstruimos- de los intentos de ser reconocido o respetado como persona y/o miembro de una comunidad concreta (ya sea una familia, un grupo, un centro de barrio, etc.). Este esfuerzo no debe separarse del empeño individual (y a veces colectivo) por asegurarse un futuro mejor. En otras palabras, satisfacer las necesidades urgentes y alimentar las esperanzas en el futuro son, en la lógica de las estrategias de los pobres, inextricables.

Persistir, de acuerdo al diccionario de María Moliner, significa, “pervivir, perseverar” – continuar firme u obstinadamente en un estado o curso de acción a pesar de los obstáculos o los fracasos. La persistencia es una suerte de hilo más o menos visible que aúna a varias de la historias personales y retratos etnográficos que presentamos aquí. Esta noción nos permite comprender mejor los esfuerzos individuales y colectivos de los habitantes de los márgenes urbanos y, al mismo tiempo, enfatizar las circunstancias objetivas que están más allá de su control. Estudiar las formas de persistir expande el foco más allá de la subsistencia material y nos alerta sobre los esfuerzos de los más desposeídos por cultivar o mantener un sentido de sí mismos, de su comunidad, de los significados de sus vidas y las de sus seres cercanos, y/o del propósito colectivo en el mundo. Examinar las formas de persistencia nos permite dar cuenta de esta lucha por aferrarse a lo que significa ser un ser social, abarcando sus múltiples dimensiones, no solo materiales.