Desde la década del 80 y durante casi treinta años los medios de comunicación tradicionales en general, y la televisión en particular, monopolizaron la mediación entre la política y la sociedad. O, en otros términos, entre los elegibles y los electores; entre los candidatos y los votantes. Incluso, y hasta tal vez más importante aún, entre los gobiernos y los pueblos. Esas eran las ventanas de acceso de los factores y los actores políticos no sólo a cada uno de los hogares, sino a cada uno de los ciudadanos. Los medios sociales surgieron para redefinir esa hegemonía. Ese privilegio, ese poder, hoy está desconfigurado.
La desconfiguración no atañe sólo a la política. La entrada en escena de las redes sociales desarticuló un peaje mecánico y monopólico del que se nutrieron durante —al menos— tres décadas los medios tradicionales de comunicación, que habían establecido casi sin tropiezos las reglas de juego. Ese tablero es el que patearon las redes sociales, echando por tierra el statu quo de la información y planteando una durísima disputa por la agenda pública.
Las redes sociales ofrecen la oportunidad de llegar a los votantes y líderes de opinión con mensajes diseñados y dirigidos para motivarlos o persuadirlos casi a nivel individual. Para eso, las campañas con datos y microsegmentación emplearán una combinación integrada de enfoques y saberes —psicología, economía, sociología, comunicación— orientada a construir relaciones con la ciudadanía de forma más eficiente.
La gran mayoría de las personas conviven, interactúan, están en las redes sociales. No es un dato tirado al aire, está medido. Según estudios que realizamos en 2018, 7 de cada 10 habitantes del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) las utilizan todos los días. Ese porcentaje trepa al 80% en menores de 35 años.
Entre los consultados, el 44% afirma que la televisión sigue siendo el principal canal de acceso a información relacionada con la política, mientras que el segundo lugar ya lo ocupan las redes sociales, con el 18%. El tercero, aunque muchos analistas insistan en que es un sistema muerto, es la radio. Ahora, resulta interesante cómo los sondeos mostraron una irreversible tendencia en la nueva configuración de los circuitos de información. En menores de 35 años, los que mencionan a las redes sociales como su principal fuente de información política llega al 30%, mientras que es el 35% los que, en ese rango etario, mantienen a la televisión al tope del ranking. Es en este universo digital donde los jóvenes construyen identidades y crean pertenencias. Es allí donde, ahora, los jóvenes interactúan como ciudadanos.
Esto demuestra que las redes son hoy un lugar donde las personas, entre múltiples interacciones y consumos, también se informan. Y lo hacen desde una diversidad de fuentes. Entre ellas hay medios tradicionales adaptados a las lógicas en red —las cuentas oficiales de diarios, radios o canales de televisión— pero, también, en muchísimos casos los canales por el que la información política llega a los ciudadanos son las redes de los periodistas, que utilizan sus cuentas personales para distribuir información, o directamente las redes sociales de dirigentes políticos o funcionarios públicos que logran establecer, gracias a estas herramientas, un espacio de interacción con la sociedad no intermediado por periodistas ni reinterpretado por las líneas editoriales de los medios masivos.
Se han abierto grietas significativas en la hegemonía sobre la agenda pública que habían establecido los medios tradicionales en la última parte del siglo XX. No es un dato menor que líderes que confrontan públicamente con los medios de comunicación tradicionales hayan conseguido victorias electorales.
En la última elección presidencial en Brasil, los dos candidatos que mayor cantidad de votos sacaron —Jair Bolsonaro y Fernando Haddad— estaban peleados con la cadena O Globo, la más poderosa del país. Geraldo Alckmin, quien mejor trato recibió de los medios, obtuvo menos de 5% de los votos y quedó cuarto en la tabla general de la primera vuelta. En la distribución del tiempo para publicidad en televisión, Alckmin se quedó con el 44% del espacio disponible, Bolsonaro, apenas, poco más del 1%. Por cada cinco minutos y medio de publicidad de Alckmin había ocho segundos de Bolsonaro en la televisión brasileña. El militar derechista obtuvo 49 millones de votos; Alckmin, 5 millones. Desde el retorno de la democracia, Brasil tuvo ocho elecciones. Seis de ellas las había ganado alguno de los dos candidatos que más tiempo publicitario tuvo en televisión.
Este tipo de relaciones conflictivas de candidatos con los medios de comunicación se repiten en varios escenarios electorales. Con esto no se puede afirmar que los medios de comunicación ya no tienen un rol que cumplir en la administración del debate público, sino que la fragmentación y la crisis que atraviesan los grandes constructores de consenso del siglo XX también los alcanza y ya no son capaces de modelar mundos sin grietas.
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Un búnker digital
Así como obligaron a redefinir las vías tradicionales de acceso a la sociedad, las redes sociales también llevaron a trabajar en nuevas formas de mediación política. Hubo que reorganizar las conexiones clásicas de la política, como la militancia o el activismo, y trasladar a la dirigencia política el desafío planteado por ese nuevo territorio de interacción en el que tuvieron que deshacerse, en muchos casos, de las herramientas habituales que habían usado hasta ahora. Todos esos subsistemas del marco político debieron —para sobrevivir— adecuarse a las nuevas reglas de juego. Los que no lo hicieron, lo pagaron muy caro.
Esta nueva “vida digital” de los dirigentes políticos obligó a las estrategias electorales y a la militancia a reconfigurarse, a pensarse ahora digitalmente. Esto no significó desarmar las bases tradicionales desde las cuales construyen sus plataformas y sus campañas —el local, la unidad básica o el comité, según la pertenencia partidaria—, pero sí los empujó a crear en la virtualidad de las redes sus propios búnkers. Así como los partidos y la dirigencia política tienen su ventana de acceso física a los votantes, ahora les resulta ineludible abrir también una ventana digital. Más aún: tal vez se pueda prescindir del local barrial, pero es imposible diagramar una campaña política sin una base ancha y bien trabajada en las redes sociales. O al menos es imposible si lo que se busca es llegar a la mayor cantidad de ojos y oídos posibles.
Facebook es hoy lo que la plaza del pueblo fue para el trabajo proselitista territorial durante décadas. Y así como los equipos de campaña deben organizar el trabajo de campo —adónde se piensa ir, qué cosas hay que decir y qué cosas no, qué imagen del candidato se moldea para conquistar votantes, qué puntos débiles mejor esconder bajo la alfombra— ahora también deben establecer pautas de trabajo en las redes sociales. El candidato que antes podía copar una esquina con un altoparlante buscando la atención del público hoy puede hacerlo con mucho mayor radio de alcance a través de las redes. Hasta puede hacerlo sin hacerlo, a través de colaboradores. O hacer las dos cosas, en simultáneo.
Las campañas de timbreos que utilizó Cambiemos en las elecciones 2015 y 2017 son un inmejorable ejemplo de esta posibilidad de trabajo amplificado: mientras el dirigente se reúne con el vecino y escucha sus problemas, uno de sus asesores toma declaraciones e imágenes que, al mismo tiempo, publica en las redes sociales. Hasta puede filmarlo y transmitirlo en vivo y en directo. Todo por el mismo precio. O casi. Una puesta en escena pensada para el mundo digital, donde la efectividad de la acción y su alcance se multiplica por millones sin participación de los medios de comunicación que conocemos como tradicionales hasta ya difundida la acción por las redes. Pero esta nueva herramienta para amplificar la llegada del mensaje requiere de una sistematización y una estrategia definida que permita ejecutar con efectividad esa amplificación. De nada sirve el tuit o el posteo en Facebook de ese timbreo si el mensaje va a llegar distorsionado, confuso o al destinatario incorrecto. Y afinar tanto el mensaje como el destino de ese mensaje en entornos como los que venimos describiendo, hiperestimulados, fragmentados y con la atención tensionada al máximo, es la clave para conseguir un trabajo comunicacional exitoso.
Si antes se daba un aviso a los medios de las actividades para que garantizaran su cobertura, hoy en muchos casos se enteran al mismo tiempo que los ciudadanos. Aquí, otra vez Brasil como ejemplo: el ultraderechista Bolsonaro, después de la primera vuelta electoral, no organizó ningún búnker, no invitó a la prensa, no tuvo festejos ni escenario. Su mensaje después de la victoria fue una transmisión en vivo por Youtube, desde una oficina con una escenografía entre intimista y desprolija. Había ganado con el 46% de los votos.
Es necesario ampliar el rango de conocimientos puesto al servicio de la campaña. Los equipos de comunicación se ven presionados de una forma novedosa a partir de esta serie de desafíos y esta tarea no puede ser realizada por una sola disciplina ni por un sólo especialista. La necesidad —y hasta la urgencia— de especialización es un fenómeno que afecta directamente a los equipos de campaña. Son muchas las áreas a cubrir y cada una requiere de un tipo de trabajo y de conocimiento distinto. Se necesitan programadores, comunicadores, especialistas en opinión pública, analistas de redes y datos, psicólogos, periodistas, planificadores de medios y lo más importante: que todos ellos se mezclen, dialoguen y articulen armoniosamente para definir la estrategia y ejecutarla. Y la tarea de los responsables máximos de la comunicación política es que cada uno comprenda cuál es su aporte específico al trabajo final.
Activismo 2.0
“También mi gratitud a las benditas redes sociales”. Con esas palabras, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) reconocía qué lugar ocuparon estas nuevas instancias de participación en la campaña que lo depositó en la presidencia de México. Como candidato, AMLO había perdido dos elecciones presidenciales previas, en 2006 y 2012, víctima de importantes campañas de desprestigio y noticias falsas. Este agradecimiento a las redes sociales no fue por su rol como canal de publicidad. Las redes sirvieron como un espacio clave en la construcción de comunidades digitales y de organización de cibermilitancia.
La participación que generó la candidatura de AMLO permitió que los mecanismos de defensa frente a las campañas negativas que había sufrido en procesos electorales previos fueran más robustos. Es decir, las mismas comunidades construyeron anticuerpos para esos tipos de operaciones.
El activismo digital juega un papel clave en nuestro tiempo, porque realiza una tarea que no es reemplazable con publicidad o recursos económicos. Las redes sociales son espacios colaborativos, nodales y jerárquicos. Los contenidos no son tales hasta que no se propagan, no tienen vida por fuera de la asignada en la red. Las redes están conformadas por ciudadanos móviles y audiovisuales, irremplazables. A ellos se dirigen las estrategias de comunicación, pero también cuentan con ellos para que las lleven a tener trascendencia. Son ellos los que tienen que dar vida a los contenidos, propagarlos, distribuirlos, reproducirlos. El éxito de López Obrador fue movilizar una esperanza manifiesta en el mundo digital para que hiciera suya la viralización de su causa y la defensa frente a los ataques.
La reconfiguración y los nuevos vínculos entre los territorios digitales y la política obligan a repensar las estrategias comunicacionales, las campañas electorales y toda intervención de los dirigentes y candidatos en la interacción con la esfera pública. La “tecnopolítica” como forma de incorporar la tecnología a planificación estratégica de la comunicación y la organización ciudadana es una de las mayores novedades que nos traen las redes.
Uno de los fenómenos más interesantes, de los que más enriquecen creativamente la comunicación, es la conjunción de arte y activismo, que retroalimenta y potencia el mensaje que se va a llevar a las redes, logrando así interpelar a la ciudadanía desde un enfoque llamativo, creando nuevas narrativas y vías de conexión; nuevas maneras de captar la atención. Es lo que denominamos “artivismo”.
El artivismo es la utilización de expresiones artísticas populares, como el muralismo o el arte callejero, para expresar mensajes políticos o sociales. Y estas manifestaciones se potencian por la difusión masiva que alcanzan gracias las redes sociales, siempre receptivas a contenidos visuales atractivos, en los que la imagen confluye con el mensaje para transformarse en una sola cosa. El artivismo no es algo novedoso para la política y menos para la política latinoamericana. Pero este híbrido entre mecanismos populares históricos con tecnologías digitales, como herramienta de intervención en la esfera pública, sí es un camino a explorar en la complejidad de encontrar nuevas audiencias y, a la vez, nuevos votantes.
En contraste con las experiencias tradicionales de intervención en el espacio público en nuestros países, puestas al servicio de la propaganda, el arte activista hoy se aleja de los encuadres cargados de ideología que tenían las manifestaciones de arte militante de los años 60 y 70. Se entrega al servicio de una agenda de movimientos sociales más circunstanciales y fragmentados, muchas veces esporádicos o de escasa institucionalización, reclamando una democratización real y comprobable de la esfera pública. La comunicación política tiene mucho que aprender de este tipo de intervenciones, sobre todo por la capacidad que el artivismo ha demostrado para conectar con causas ciudadanas y hacerse oír en la sobreabundancia de estímulos que ofrecen las ciudades latinoamericanas.
No es casual que los últimos grandes movimientos de la sociedad civil que han surgido en países industrializados postulen a la democracia como el antídoto a las condiciones de desigualdad que surgen del capitalismo. Así pasó con los “indignados” del 15M en España, con el movimiento estudiantil y ciudadano mexicano que se identificó con el hashtag #YoSoy13221, con la Mesa Ampliada Nacional de Educación (MANE) en Chile o con el Occupy Wall Street (#ows, según el hashtag utilizado en Twitter), esa histórica protesta contra el poder económico y la evasión fiscal que ocupó el Zuccotti Park de Manhattan hasta generar brotes en otras ciudades de los Estados Unidos, como Boston, San Francisco, Los Ángeles o Chicago.
Otro ejemplo claro de la explosión de esta modalidad en las redes es el surgimiento de artistas que rápidamente generan millones de seguidores alrededor del mundo. El caso paradigmático es el de Banksy, un prolífico anónimo del arte callejero británico que logró trascender las calles —donde interviene con arte urbano satírico a partir de la técnica de plantillas o stencils— hasta las redes sociales.
Estas experiencias demuestran el potencial viral que se genera a partir de la cruza del arte con el activismo en la era de la esfera pública ampliada, por un lado. Pero, a la vez, desnudan la rápida apropiación de enormes segmentos de la población de estas estéticas, incluso, ignorando o diluyendo su sentido político original.