Menemismo: un ensayo para mirar de frente los 90


La tenemos adentro

La muerte del ex presidente Menem nos trajo imágenes que nos duelen pero es momento de mirar de frente. “Mi generación es la de los hijos de propietarios que tienen iphone, conocen Europa y alquilan”, escribe Florencia Angilletta mientras narra la geografía de los noventa, ese odiado orden histórico transformador de la clase media y también la partera (maldita) de la sociedad civil.

Caminábamos hacia la discoteca y yo todavía no sentía nada. Miré a mi alrededor: todo estaba en su lugar. Los números de las patentes de los coches, los carteles luminosos de los negocios, las publicidades, las personas y las cosas. Veía todo como siempre lo había visto. Y para colmo tenía encima el doble de serenito que los demás. No me gustaba no saber qué esperar. Pensé en Gaby, la mejor amiga de mi novia. Tal vez ya había vuelto a su casa, y no vivía lejos de donde estábamos. Al menos ella no tenía dieciocho años. Los dos éramos de la misma generación. Escuchábamos la misma música, hablábamos de la misma manera y tomábamos las mismas drogas. 

“Algunas cosas importantes para mi generación” (1992), Martín Rejtman

 


En la campaña presidencial de 1989 Carlos Saúl Menem dice: “Voy a gobernar para los niños pobres que tienen hambre y para los niños ricos que tienen tristeza”. No importa si se sabe de memoria la cita del escritor y director Martín Rejtman –artífice de títulos como Rapado o Silvia Prieto– o si, en cambio, es la primera vez que se la lee. Lo que importa es que en esa cita están los restos de esa promesa, sus hilos putrefactos, esa geografía urbana sobregirada, las mujeres ganando la calle, la lengua de una frontera. Todos los noventa entran adentro de Martín Rejtman, aunque no lo conozcamos o aunque lo rechacemos y escribamos contra él, porque su forma es la forma de todo lo que organiza el huevo de la serpiente: los noventa son sus juventudes, sus niños, sus jóvenes, sus niños jóvenes. Esos muchachos y muchachas que despiden el robusto y brutal siglo XX. Hijos e hijas de los caídos de esos años –de sus despidos, de sus cierres de fábricas y empresas, de sus represiones, de su desempleo, de su crecimiento estructural de la pobreza– e hijos e hijas de quienes lo votan masiva y contundentemente en cada oportunidad. Hijos bifrontes de historias, a veces, superpuestas. Los últimos mohicanos. La última década que se nombra a sí misma como década: “los noventa”. Todas las cronologías posteriores son fundamentales, sin duda mejores, pero no son décadas. Década es cerrar los ojos y tener grabada en la retina una escena de Pizza, birra, faso, o los versos sobre Guasuncho, de Martín Gambarotta. Década es que la imaginación política más potente la construya una organización que se llama, justamente, HIJOS. Los noventa son la sangre derramada en la que más nos cuesta mirarnos. La tenemos adentro. 

 

“El” menemismo no existe. Digamos: hay un período que empieza en 1989 y culmina en 1999, son los diez años gobernados por Menem. Pero “período” y “época” no son sinónimos. La periodización, aunque no está dada y pueda construirse, es una cronología, una cuenta, un lapso que empieza y termina, mientras que lo epocal es –como ha dicho la crítica literaria Josefina Ludmer– “la fábrica de presente que es la imaginación pública”, gelatinosa, arborescente, volátil. Una época no es una playlist, un salpicré de tonos, no; cada época es su propio disco conceptual. Lo que redondea, su afinación, lo que equilibra sus músicas. Una época es la plasticola que une lo que puede parecer disperso: Menem tuvo una presidencia “larga” (dos mandatos), un ciclo político (apuremos como “neoliberal”) y fundó un orden (también apuremos como “democrático”). Pero la época menemista –“los” noventa– empiezan antes de Menem y no se van completamente con él. 

 

¿Cuándo comienza el menemismo? Anoto un capricho: en un mes perdido de 1986, cuando en la Avenida Cabildo, entre las calles Olazábal y Mendoza, en pleno Belgrano, abre el primer local de Mc Donald's en la Argentina. Los primeros chicos que pidieron una coca con hielo y un Big Mac ya tenían adentro el discman, los CD´s, las motos y los videojuegos como biblioteca; las hombreras, las medias de nylon, los corpiños con encaje debajo de blusas semitransparentes y las tinturas vendidas en las farmacias como nuevo manual de vestimenta de género tras las privatizaciones; la diabólica y sentimental relación de la clase media con el programa de radio “¿Cuál es?” comandado por Mario Pergolini; la lucha de mujeres como Mary Sánchez o Norma Plá y, después, la irrupción tras el crimen de Teresa Rodríguez de un nuevo sujeto político; la personería jurídica de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA); el femicidio de María Soledad Morales que parte el país; la arenga de recital (“el que no salta es militar”) y la de la marcha (“traigan al gorila musulmán para que vea que este pueblo no cambia de idea, pelea pelea por la educación”); las canciones adictivas como “Voy a bailar a la nave del olvido”, de La Renga, “Blues de las 6.30”, de Memphis La Blusera, “Avanti Morocha”, de Los Caballeros de la Quema, la tapa del disco Miami, de Babasónicos, la belleza impresionista de “Sola en los bares”, de Man Ray; el humor de “Juana y sus hermanas”, los tomos de La Voluntad, la escritura de Horacio González. Y así. Uno, dos, tres… miles. 

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Quiero aprender de memoria

 

El menemismo nace con el anticuerpo adentro. Menemismo y lo otro. Pero la gran paradoja de la época es que a ese juego de contrarios tan fuerte (“de qué lado de la mecha te encontrás”) se le superponía una sociedad de los noventa de la que todos fuimos (más, menos) parte –ésa es, a grandes rasgos, la hipótesis que agrupa las escrituras del dossier que sacó Revista Panamá–. Menem está en las cosas. Menem produce subjetividad. (La canción de Los Fabulosos Cadillacs, “Matador”, es la más utilizada en los actos de campaña. El álbum de fotos: con Fidel Castro, con Bill Clinton, con Juan Pablo II, con Madonna, con Xuxa, con Charly García, con Maradona, con Los Rolling Stones). 

 

Y esa sociedad es una mesa: la mesa de Hora Clave, la de Almorzando con Mirtha Legrand, la de la familia Benvenuto con Guillermo Francella. En esa mesa se podían sentar, sin solución de continuidad, los que en el mismo lodo todos manoseados. Pero a la mesa (a veces, perversa entre “derechos y traidores”) se le superponía la esquina y el barrio. Una no se completa sin la otra. La geografía de los noventa. Un chico preguntaba en el recreo de cualquier colegio “¿de qué laburan tus papás?” y era una pregunta genuina: no estaban los mismos con los mismos. Ese mundo ya no existe. Desigualdad es también segmentación. Porque el poder no sólo actúa de arriba hacia abajo ni el “neoliberalismo” se termina cuando se abre la puerta de la casa, como explica Verónica Gago en La razón neoliberal

 

Los noventa son el odiado orden histórico transformador de la clase media. Para los que perdieron, para los que ganaron, para lo que lo combatieron, para los que se modernizaron, para los que se modernizaron sin saberlo del todo, para quienes más sencilla o compleja o hasta dolorosamente fueron parte de una época, de sus fuerzas subterráneas. Desmigajar “neoliberalismo” expone las transformaciones históricas de los “neoliberalismos” desde los setenta y que, aun en cada una de sus fases, no se trata de un orden unívoco, ni que funciona de iguales formas para los sectores populares, medios y altos. Y un incómodo asterisco: la juventud de los noventa fue la última que accedió al crédito hipotecario a tasa cero. El hecho maldito del sueño del techo propio. Mi generación es la de los hijos de propietarios que tienen iphone, conocen Europa y alquilan. 

 

Los noventa se sellan en una novela absoluta: El Dock, de Matilde Sánchez. Un libro en 1993 sobre 1989. Un libro que también se hace la pregunta última, la de la filiación (¿de quiénes somos hijos?) pero que sobre todo puede volver sobre ese punto ciego, el Copamiento de Tablada, porque el temblor ya pasó. El Dock puede escribirse porque la democracia no tambalea más. El orden se ha grabado en roca. Dentro de la democracia, todo; fuera, nada. Y eso lo cuenta una mujer (joven). La juventud escribe su propia historia. Pudieron ser otros, preferíamos otros (otras). Pero él lo carga en sus espaldas. Un cuerpo infame pero el cuerpo que sella esto: Argentina es democrática. La política sale del garaje. Política de estadios. Cuando lo instituyente pasa a ser instituido. Y lo hace con una democracia agujerada, perforada, atravesada por políticas de destrucción del Estado. Quizá nunca vuelva a haber tanta sociedad civil como la que hubo en esos años nefastos: de la marcha contra los indultos a la carpa blanca, de los centros culturales a los centros de estudiantes, de Cutral Co a la resistencia en YPF. Los noventa fueron la partera (maldita) de la sociedad civil.

 

Murió Carlos Saúl Menem. Tenía 90 años. Se crió en un almacén de provincias –como Sarmiento–, estudió abogacía en Córdoba –como tantos otros–, estuvo en el histórico vuelo que trajo a Perón de regreso, y en el año más abrasivo y sublime de nuestro país (1973) fue el candidato más votado al lograr el 63 por ciento de los votos en las elecciones de su provincia, La Rioja, y con 41 años se convirtió en el gobernador más joven, como señala Victoria de Masi. Estuvo preso y volvió a la política en democracia, llegó a ser dos veces presidente y hasta el último día fue senador. 


Exactamente en 1999 cuando terminaba su presidencia (no su ciclo ni su orden), Leonardo Favio culminaba esa obra mestiza y monumental Perón, Sinfonía del sentimiento. La película se realizó por iniciativa de Duhalde (así lo expresa su final) e iba a ser material para la campaña (la del 95), pero nada de eso pasó. Un mazo de cartas en el aire. Una película tan litúrgica como prosaica que dice: hasta acá. Frágil y total. Favio, la última gran casa del sol naciente, el bajofondo del país, su patio de atrás. Favio cantor. Favio de oído absoluto. Los noventa están ahí: De Gatica, el mono a Perón, Sinfonía del sentimiento. Sin lugar para los tibios. Con Menem muere un ciclo político cruel. Pero esa crueldad no se explica sólo en él. La batalla por los objetos no los redime, no los exime, no los justifica; quizá, apenas, busca meter más a fondo la mano debajo de la mugre de una alfombra que a todos nos duele, y que, al fin, es momento de mirar de frente.

Informe: Agustín Cesio