"En el rodaje de Fitzcarraldo podría haber hecho como en los filmes de Hollywood: mentir y ahorrarme, mediante maquetas y un decorado, los horrores del rodaje en plena selva y el enfrentarme con los problemas reales de semejante empeño. Pero creo que si los espectadores se sienten impresionados por el transporte del barco montaña arriba es porque saben que se trata de algo real y no trucado. Quiero que los espectadores recobren la confianza en lo que ven sus ojos."
Estas son las palabras de Werner Herzog a propósito de la hazaña que significó filmar Fitzcarraldo entre 1979 y 1982 en la selva que ocupa la frontera de Ecuador y Perú. La película exigía mover un barco de vapor de 320 toneladas montaña arriba sin el uso de efectos especiales. El barco de Herzog fue subido intacto por la pendiente de un monte a través de un complejo sistema de poleas. El ejemplo de Fitzcarraldo es tal vez el más extremo de su filmografía, pero hay en todas las películas del alemán una pulsión por rodar. Parece redundante, rodar en el cine, algo básico, pero me refiero a una pulsión por filmarlo todo, por documentarlo todo, por enfrentarse a la complejidad propia de la vida, una pulsión casi por el mundo, por la experiencia, por el cine total, por lo que él mismo dio en llamar la verdad extática, la verdad en éxtasis.
El cine de Herzog es fenomenológico: hay en él un ojo muy atento a cómo las personas sufren, temen, hacen, se obsesionan, trabajan, experimentan, viven. En un tiempo en el que es cada vez más difícil prestar atención herzogiana a las cosas, en donde todo es abreviado, resumido, acelerado o, sencillamente, dicho, filmar una película con esta sensibilidad es casi tan épico como subir un barco a la montaña en los 70. De un modo singular, La Sociedad de la Nieve, la película que dirigió J. A. Bayona y que estrenó Netflix este enero, tiene el perfume de Herzog, el perfume de verdad extática.
El director español se propone narrar, en sus palabras, la impresionante historia real de los rugbiers uruguayos que en octubre de 1972, camino a Santiago de Chile, se estrellaron con un avión de la Fuerza Aérea en la cordillera de Los Andes. A diferencia de sus dos antecesoras, Sobrevivientes de Los Andes (1976) y ¡Viven! (1992), lo hace basado en el libro coral homónimo que escribió un íntimo amigo de los sobrevivientes del accidente, Pablo Vierci. Ese es el primer gesto de Bayona con la verdad en el sentido que le da Herzog, distinguiéndola de “los hechos”: “los hechos no iluminan, los hechos crean normas, sólo la verdad ilumina”. Conocemos los hechos: la historia del avión que se estrelló en Los Andes con 45 personas de las cuales sobrevivieron 16 a lo largo de 72 días en condiciones inhumanas, alimentándose de los cuerpos muertos de sus amigos, que realizaron la epopeya de caminar durante más de 10 días por la montaña hasta llegar a Chile y pedir ayuda. Conocemos esa historia y en general no ha cambiado. Pero hay algo nuevo en este film. Bayona cuenta una verdad que va mucho más allá de “lo que ocurrió”, muestra una verdad trascendente, una verdad inmutable, documentable: la verdad de la montaña. La verdad de lo que esos hombres y mujeres experimentaron en Los Andes. La montaña es la montaña, canta una y otra vez Luis Alberto Spinetta y todos los que alguna vez pisamos ese suelo sabemos a qué se refiere. Todo lo que vemos (y sobre todo, lo que oímos) en La Sociedad de la Nieve, está profundamente atravesado por ese paisaje etéreo y terrible: la nieve, las avalanchas, el frío, lo insondable, la soledad, la altura, el silencio, la ausencia de vida. Ese lugar en el que un avión se partió el 13 de octubre de 1972 es la arena en la que esta película se entierra y la centralidad que Bayona elige darle a la montaña como un personaje ineludible de esta historia es lo que la convierte en excepcional.
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La primera decisión narrativa novedosa que toma La Sociedad de la Nieve es incluir en el relato el contexto de esos chicos: jóvenes que habitaban la Montevideo de los años 70, que pisaba los talones de un golpe de estado, con rebeliones estudiantiles, exámenes, ilusiones y partidos de rugby. Chicos que habían crecido criados con cariño en casas cerca del mar, en un ecosistema plano y templado, sin nieve, sin montañas. Este pequeño preámbulo es fundamental para entender el desamparo en el que los protagonistas estarán inmersos durante gran parte de la película. En los primeros minutos Bayona recrea las escenas en las que fueron tomadas las fotos que hemos visto una y otra vez y elige silenciar la película por un segundo en cada instante de click. Porque el uso del silencio aquí también está calculado. Un silencio que parece estar para recordarnos que eso que vemos ocurrió.
Hay en todas las películas de Herzog una pulsión por filmarlo todo, por documentarlo todo, por enfrentarse a la complejidad propia de la vida. Una pulsión por la experiencia, por lo que él mismo dio en llamar la verdad extática.
Una vez en el avión Bayona construye la tensión para llevarnos hasta el momento del impacto. Con el inicio de las turbulencias empieza el miedo, el sentimiento que no abandonará nunca la película. El narrador, Numa Turcatti, parece ser el primero en advertir algo de esa posibilidad cuando mira por la ventana y el director elige filmarlo desde el exterior para recordarnos que la tensión entre el adentro y el afuera estará siempre presente en el film. Un interior del avión aún cálido y protector y un afuera húmedo con una tormenta helada. El terror está en el centro de los ojos de Numa. De la cabina del avión, donde no hubo sobrevivientes, no sabemos nada, solo espiamos lo que vieron los pasajeros que contaron la historia. Empieza la caída, la pérdida de control y el intento de cruzar las montañas. Primer plano de la mirada de Numa, luz blanca y silencio. Así elige mostrar el segundo en el que el avión se estrella con la cordillera y se parte en dos. Con un montaje milimétrico de técnicas que combina efectos visuales con efectos especiales, actores con muñecos, superposición de planos filmados en estudio con imágenes de Los Andes rodadas especialmente y dando primordial lugar a una mezcla de sonido aturdidora, Bayona nos sube de prepo a ese avión. Quienes vimos esta película en el cine nos agarramos fuerte de la butaca en esta escena porque la sensación de peligro y terror que construye atraviesa el cuerpo y quita el aliento: nosotros también caemos. El avión se desliza por la montaña hasta frenarse brutalmente y producir un repliegue de los cuerpos inimaginable, indescriptible. Todo lo que vemos se dobla: los tobillos, los asientos, los cuellos, los cuerpos. De nuevo el silencio. El silencio en la catástrofe ya había sido usado por Bayona en Lo Imposible cuando una ola tsunámica sumerge a los cinco protagonistas. Lo imposible o lo inenarrable: lo inaudible del desastre. De un modo muy similar aquí el sonido de la tragedia es tan imponente que regresa de a poco, como si viniera de lejos mientras Numa abre los ojos y observa su sangre caer y congelarse a la vez. Es innegable, estamos en la montaña.
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En el invierno de 1974, Lotte Eisner, crítica de cine y amiga íntima de Herzog se está muriendo en París. El director alemán recibe la noticia en Munich y decide hacer los 777 km. que lo separan de su amiga agónica a pie con la creencia de que de esa forma ella se salvaría. De sus anotaciones durante la gélida travesía se edita un diario, Del caminar sobre hielo, allí escribe: “una desolación como esta no hubo hasta ahora en ninguna parte”. Viendo La Sociedad de la Nieve las palabras de Herzog en sus múltiples diarios retornan sin parar. La desolación de la nieve es absoluta. Los primeros pasos de los sobrevivientes en el Valle de las Lágrimas están envueltos en el temor de quien camina en un planeta ajeno. Suena la música de Michael Giacchino (conocido por múltiples bandas sonoras pero que resuena especialmente aquí por la música que hizo para la serie Lost) y nos transporta al género de terror. El título de la canción que se escucha en la primera exploración del terreno se llama “Alien World”. Aunque hay pocas cosas más terrenales que las montañas, para los protagonistas estamos en un territorio extraterrestre: “es un lugar donde vivir es imposible, lo extraño acá somos nosotros”, dice la voz del narrador. Empieza el conteo de fallecidos durante la primera noche y la naturalización de la muerte como contracara de la deshumanización se pone en marcha. Cuando en una expedición en busca de la cola del avión descubren que el fuselaje no se ve desde la altura, se produce un primer quiebre en el ánimo. Ahora lo saben: no van a encontrarlos nunca. Bayona intercala planos muy próximos a las pieles heridas que empiezan a quemarse por el sol con planos abiertos que muestran Los Andes y los restos del avión perdido en la nieve dando cuenta de la escala de la cordillera y sobre todo de la escala humana: insignificante.
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“A leer el corazón humano no se aprende, sólo la experiencia lo puede enseñar. Hablo de experiencias muy elementales. ¿Qué significa estar preso? ¿Qué es tener hambre? ¿Qué es la soledad en el desierto? ¿Qué significa estar enfrentando un verdadero peligro? Experiencias básicas, lo más elemental que existe. Pero la mayoría de nosotros ignora esas experiencias.”
Manual de supervivencia, Werner Herzog.
Chupar el liquen de las piedras, comerse el cordón de los zapatos, el tabaco de un cigarrillo, arrancarse la cascarita de una lastimadura que cicatriza y tragarla, hacer pis negro, empezar a pensar en alimentarse de los cuerpos muertos: enloquecer. Esa es la forma en que La Sociedad de la Nieve se aproxima a la experiencia del hambre, la experiencia elemental del hambre. La idea de alimentarse de los cadáveres comienza a gestarse en susurros, con vergüenza, con miedo, como la única alternativa para seguir viviendo. Empiezan las preguntas, ¿qué pensará Dios? ¿Qué pensarán los que quedaron del lado de la civilización? ¿Cómo se corta un cuerpo? ¿Quién se animaría a hacerlo? ¿Es legal? ¿Qué derecho vale más? ¿El de preservar un cuerpo o el de preservar la vida? ¿Es como donar órganos? El viento cubre y descubre los cuerpos que yacen en la nieve. Aquí los muertos están más presentes que nunca. No en el modo del duelo, nadie parece llorarlos de la manera convencional: en un lugar donde vivir es imposible, lo raro es estar vivo, el verdadero calvario es seguir respirando. Los muertos están presentes como promesa de subsistencia y a la vez como un destino posible, como un alivio. Desde su título, ¡Viven! reivindicaba a los vivos por sobre los muertos, a los vencedores por sobre los vencidos. Allí morir era perder y seguir vivo ganar. En La Sociedad de la Nieve, se produce otra relación entre muerte y vida, hay una simbiosis, una sociedad entre vivos y muertos. Esta ambigüedad producida por la película con sutileza es la que deja en claro que sin muertos los vivos no hubieran sido posibles y desheroiza (como otro modo de decir, humaniza) a los que pudieron volver a casa.
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Los sobrevivientes logran hacer funcionar una radio que encuentran en las valijas. Las noticias chilenas anuncian que la misión que los buscaba finalizó, los dan por muertos. Es el segundo quiebre en el ánimo de los protagonistas y lo que falta para que los que aún no se animaban a comer lo hagan. También es la desazón necesaria para lanzarse improvisando a buscar en la cola del avión las baterías que les faltan para lograr comunicarse con Chile. En esta expedición aparecen nuevos cuerpos, nuevos muertos. Uno de los vivos comienza la misión de recolectar los otros restos: las pertenencias, las identificaciones, los collares, las anotaciones, las prendas. Comer el cuerpo de un amigo muerto tiene que tener una contracara. Resignifican así el sentido de un muerto y lo que deja un muerto además de un cuerpo. La noche encuentra a estos tres sobrevivientes en la intemperie, una tormenta de nieve los envuelve y los atrapa. Otra vez el silencio de la montaña, Bayona lo subraya. Escribe Herzog en su diario del hielo: Una pequeña rendija se abrió en las nubes: un sol así de sangriento es el que sale el día de las batallas. Así amanece en La Sociedad de la Nieve, así se desentierran de la tormenta y la noche. Cuanto mayor es el esfuerzo por salir, más fuerte golpea la montaña: con el cuerpo entumecido y las pestañas congeladas, todavía respiran.
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Chicos que habían crecido criados con cariño en casas cerca del mar, en un ecosistema plano y templado, sin nieve, sin montañas. Este pequeño preámbulo es fundamental para entender el desamparo en el que los protagonistas estarán inmersos durante gran parte de la película.
La relación con los sobrevivientes y familiares de quienes murieron para la producción de la película se intuye en distintos gestos. La aparición de los nombres y edades de los fallecidos a medida que avanza la trama, el cameo de sobrevivientes actuando de sus propios padres, las preguntas que hace Numa Turcatti a lo largo de la película sobre lo que pasó de verdad en la montaña, el gesto de elegir como narrador a uno de los muertos. Pero el principal ademán de Bayona con los protagonistas está en el final. La película no termina con los 16 sobrevivientes levantando los brazos hacia el rescate, por el contrario ofrece un epílogo. Elige mostrar el regreso con una heroicidad ambigua. Mostrar el modo material que inventaron para traer de regreso a los que no sobrevivieron, la difícil tarea de enfrentarse a los huesos descarnados de sus amigos, el intento por recomponer algo de la humanidad perdida en la montaña en algunos segundos, lo que vieron desde el helicóptero que los salvó: todo lo que quedó en ese valle a 3500 metros de altura, sus propios restos, la parte de cada uno de ellos que también quedó en la montaña. Elige mostrar los restos de esos hombres vivos: raquíticos, frágiles, sucios, enfermos, rotos. Y darle lugar a su principal pregunta: ¿quiénes fueron en la montaña?
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A diferencia de sus predecesoras, La Sociedad de la Nieve contó con actores rioplatenses, fue filmada en español, con actores jóvenes y sin estrellas. El rodaje de la película duró 140 días y tuvo lugar en las calles de Montevideo, el Valle de las Lágrimas en Chile y Sierra Nevada en España. Hubo muy pocas escenas filmadas en estudio y prácticamente no se utilizó croma (la pantalla verde que acostumbramos ver en los making off de películas en donde los contextos son digitalmente agregados en postproducción). Alejandro Fadel, el director de segunda unidad de la película, encargado de filmar principalmente en Los Andes, cuenta que Bayona tenía la obsesión de “filmarlo todo”. Fadel tuvo cinco días para filmar la secuencia en la que alguien agarraba un cuerpo y lo llevaba a su boca. La instrucción fue filmar todo, como en un documental. Esa escena pudo ser anecdótica, pudo no estar incluida en el montaje final de la película, pero en esa libertad otorgada, en ese modo de hacer cine, hay algo de verdad que se instala para quienes lo producen y para quienes lo vemos. En Manual de supervivencia, Herzog dice que en sus documentales siempre hay algo de ficción, que en nombre de una verdad más profunda contienen partes inventadas, las llama ficciones disfrazadas. Algo de eso ocurre con La Sociedad de la Nieve, que a través de un profundo compromiso con lo real, logra conmover y conquistar la verdad detrás de las cosas. Bayona refunda el pacto en desuso que Herzog hizo con los espectadores: lo que ven nuestros ojos es real. Y son reales las condiciones de rodaje, adversas, complejas, rodar como se pueda más que como se quiera, intentar recrear al máximo las condiciones climáticas que atravesaron esos jóvenes como un estímulo ineludible para la interpretación, una apuesta al cine que cuestiona la arraigada idea de que el valor de actuar es fingir y propone al contrario que actuar es experimentar lo que otros experimentaron, intentarlo aun fracasando. Que hacer cine sigue siendo, hoy más que nunca, la conquista de lo inútil.