Otra vez las topadoras destruyeron parte de La Salada. Las noticias dicen que se llevaron veinte camiones llenos de hierro retorcido: los esqueletos de entre 2000 y 8000 puestos. Los datos duros sobre la feria son así de esquivos: tienen la misma calidad de la ropa que se ofrece en sus pasillos.
Cada vez que pasa algo allá, hay varias escenas que se repiten: los medios hablan de la venta ilegal, las cámaras de comercio festejan, en la televisión pasan imágenes de archivo y los dueños de las ferias –todos quieren ser candidatos a algo- hablan en cuanto medio pueden.
Con las noticias también crece la demanda de opinólogos. Algunos llaman a Nacho Girón, autor del libro La Salada, y otros me llaman a mí, que escribí uno al que titulamos Sangre Salada. Y sí, hay dos libros sobre la feria. También hay un documental, una película de ficción y varias tesis doctorales. Además de moda y violencia, La Salada también produce consumos culturales.
Para entender lo que pasa, creo, hay que retroceder en el tiempo. No es la primera vez que esas calles parecen tierra arrasada. Antes de ser la sede del polo textil más grande del continente, ese rincón del conurbano ya tenía aspecto de paisaje post nuclear. La historia empieza hace unos veinticinco años. Imaginen el escenario. Donde hubo piletas de agua salada para que los obreros y sus familias soporten el verano, ahora hay galpones vacíos. La arquitectura del barrio es de la de una toma de tierras que perduró en el tiempo, mezclada con despojos de una zona rural. Las calles son de barro y piedra. El ambiente está dominado por el Riachuelo y sus olores: cuatro metros de barro podrido de profundidad cubiertos por un poco de agua con aroma a cloaca.
Hasta ahí llega en 1991 un grupo de inmigrantes bolivianos. Los dirige un ex policía andino: Gonzalo Rojas Paz. Busca un lugar para que su gente se pueda reunir tranquila a comprar y vender la mercadería de contrabando que llega desde el norte. Alquila uno de los galpones y allí, alrededor de la pileta vacía, se juntan a comer chirrarrón y tomar cerveza. Lo que está por nacer allí es La Salada, la feria textil más grande del país.
Al principio nadie los mira. Después empieza el rumor: venden jeans baratos, garotos, afeitadoras. Hay que ir a comprarle a los bolitas, dicen los vecinos. Y con ellos llegan más vendedores: costureros bolivianos fugados de talleres coreanos que producen para las grandes marcas, talleristas coreanos que hasta ahora vendían en Once, contrabandistas de pequeña escala con chucherías made in China.
Rojas Paz, el ex policía visionario, entiende el negocio: compra uno de los galpones y lo divide en miles de puestos. Necesita un socio argentino para hacer los papeles, o eso le hacen creer. Ese socio será Quique Antequera, vendedor ambulante que trae camisas Polo desde Paraguay. Hay que retener ese nombre: será clave en todo lo que venga después.
A principios de los 90, el otro gran actor de la feria todavía es un don nadie. Se sienta en el cordón de la vereda a ofrecer los zapatos que fabrica. Es un tipo gordito, nacido y criado en Ingeniero Budge, huérfano de madre desde los seis años. Vive al lado de las piletas y mira con lupa el crecimiento de la feria. Es un tipo sanguíneo, con una viveza extraña. Intenta vender en la feria, pero se pelea con los bolivianos y entiende algo. Ahí hay una oportunidad. Su nombre es Jorge Castillo y, cuando empieza a armar la feria en el galpón de al lado, no sabe que está por erigirse en el rey de un imperio.
El que no tiene suerte es el ex policía boliviano. La Salada va camino a convertirse en una feria monstruo y el Estado se monta sobre su lomo como un parásito, para chuparle la sangre. Solo llega allí en forma de policía y para cobrar coimas. Cuando el boliviano decide construir mil puestos nuevos, el comisario del barrio le pide una coima de un millón de dólares. El boliviano le dice que no, que está loco: unos meses después muere ahorcado en la cárcel.
Esa relación con la Bonarense –pagar coimas para poder trabajar a cambio de no terminal mal- se vuelve institucional. Los policías pasan a cobrar cuadernito en mano, y a veces hasta tercerizan la recaudación. La coima se vive como un impuesto.
Mientras los representantes de ley llegan a la feria de esa forma rapaz, La Salada construye su propia legalidad paralela. Quique Antequera –el vendedor de camisas- y Jorge Castillo –el zapatero de enfrente- son los que mandan. Ellos manejan la seguridad, los estacionamientos, el horario de las ferias y, sobre todo, el alquiler de los puestos.
El gran negocio de la feria es ese: el inmobiliario. No es la falsificación de ropa, la venta de medias importadas o robarle a los que van a comprar. Las peleas, los balazos, los muertos –hubo cuatro desde noviembre- son por el control del territorio.
El lugar más violento es el menos regulado y nació en la calle, a orillas del Riachuelo. Si las tres ferias que funcionan en galpones –Urkupiña, Punta Mogote y Ocean- tienen una organización y dueños más o menos claros, en la ribera del rio hay que cuidar cada centímetro con el cuerpo. Si uno tiene forma de defenderlo, allí puede conquistar, por decir algo, un espacio para cien puestos. Cada puesto, según la época se puede alquilar a quinientos pesos por día, dos veces por semana. Saquen cuentas.
En algún momento La Ribera se convierte en el lugar más grande. Nadie sabe donde empieza ni donde termina. Los días de feria los colectivos cambian el recorrido. Los que manejan el territorio rellenan la orilla del Riachuelo para poder armar más puestos. Cada tanto hay alguna pelea por el espacio. A veces terminan a piedrazos o negociaciones. Otras, a los tiros.
El Estado intenta ponerle límites. Una orden judicial dice que hay que liberar y asfaltar el camino que bordea el Riachuelo. Es parte del plan para sanearlo. Hay casi dos años de negociaciones. Se forman cooperativas para los trabajadores más precarios, se reubican casi mil quinientos puestos. En enero de 2012 llegan las topadoras por primera vez. Parece un milagro, pero se libera la calle y el asfalto avanza.
Lo de esta semana fue un rebote de aquella situación. Mientras un sector de la feria de a poco se regulariza –ARBA abrió una oficina y lograron que 3500 feriantes se anotaran en el monotributo- desde noviembre La Ribera empezó a renacer. Cómo un virus, los puestos callejeros se expandieron por veredas y calles. ¿Cómo se repartieron esos nuevos espacios de poder? Desde fin de año a la fecha, en feria hubo al menos cuatro tiroteos, cada uno con una víctima mortal. En el último, la víctima terminó con un tiro en la cabeza, cubierto con una frazada mientras a su alrededor se compraba y se vendía como siempre. Ni la 45 que llevaba en la cintura ni el chaleco antibalas le sirvieron de mucho.
Las topadoras que esta semana inundaron las pantallas volvieron para intentar frenar eso. La orden fue judicial. La denuncia la presentaron los vecinos del barrio: se habló de intimidaciones, de haber copado el espacio público, de violencia. El operativo se hizo un día en el que no había feria y consistió en barrer lo que estaba en la calle, de forma literal: las topadoras arrastraron los puestos, luego las compactaron y cargaron los restos en acoplados.
Los primeros en festejar el operativo fueron los de CAME, la Confederación Argentina de la Mediana Empresa. Dijeron que era un primer paso para “erradicar este flagelo” y que los operativos como ese se tienen que repetir “a lo largo y a lo ancho del país”.
La verdad es que exageraron: el desalojo no fue para erradicar la feria, si no para cortarle ese borde descontrolado.
Y La Salada, además, no va a desaparecer nunca.
Porque si el gran negocio de la feria es el inmobiliario, lo que le da vida es algo mucho más profundo y complejo. De un lado, están los miles de talleristas que producen -no pocas veces con mano de obra esclava- ropa de imitación a bajo precio. Aprendieron en los talleres de costura argentinos y coreanos, cosiendo para las grandes marcas, copiaron el modelo de negocio y lo hicieron más rentable. Ese modelo se multiplica por miles: trabajar a destajo en talleres pequeños, vender sin intermediarios, tener poco margen de ganancia y ganar en la venta por cantidad.
Del otro, miles de personas que buscan vestirse de la manera más barata posible, sin resignar la ilusión de tener algo de marca. Van a La Salada no solo porque allí no se pagan impuestos. Tampoco se pagan la publicidad, el uso de la marca, el alquiler y las expensas del local del shopping. Si quieren entender más, lean el trabajo de los economistas Diego Coatz y Mariano Kestelboim, o busquen la síntesis que hizo Alfredo Zaiat en Página/12. Se llama “La formación del precio de la ropa”. Ellos dicen que el precio de la ropa en el mercado formal se forma así: el 34 por ciento corresponde al proceso industrial, el 40 a los costos del canal comercial y financiero y 26 por ciento son impuestos. El costo de producir una prenda, dicen los economistas, representa el 15 por ciento de su precio.
Todas las semanas, la feria recibe cientos de micros y combis del interior del país, llenas de comerciantes que esquivan esos costos y van a buscar mercadería para abastecer sus negocios. Algunos dicen que son 500 micros por feria –unos mil por semana- pero quizás sean varios más. O menos: nunca se sabe. Son miles de compradores y vendedores que llegan a una ciudad nocturna que abre sus puertas para recibirlos. Es una ciudad brutal, con leyes propias, llena de un progreso desordenado, caótico. Pero también llena de vida. Las vidrieras de la patria están repletas de La Salada.