Es noche cerrada, no hay luz y estoy en Isipotindi. La única linterna aquí es una luna casi llena que despeja las penumbras y son varias las personas que rodeamos en estos momentos a doña Audia. Ella ríe a cada rato acompasada por todo su cuerpo: subiendo y bajando los hombros con cada carcajada. A su lado ladra el “Matatigres”, un perrito diminuto de huesos marcados y orejas tiesas incapaz de hacer daño ni a una mosca, y una gallina veterana que pone hasta quince huevos al día. Audia festeja cada broma como si realmente fuera a ser la última. Y hasta sería capaz de reír un chiste desde el cajón en su propio velorio si no fuera porque ha planificado para sí misma una muerte bastante más seria:
—Yo todo lo he conseguido en la lucha. Y mi decisión es morir luchando.
A sus 64 años, la mirada dura y las manos firmes en el volante, Audia Pérez dice que la dirigencia es totalmente incompatible con la familia. A ella le costó la relación con su pareja y reconoce que fue culpa suya. “Abandono de hogar”, aclara. Pero al mismo tiempo le salvó de muchas penalidades: de tomar agua del mismo abrevadero que los animales de la hacienda; de ser tratada como chancho; y de humillarse cada vez que el patrón se enfrentaba a ella. De todo eso y de mucho más se libró gracias a las marchas de protesta, gracias a que bloqueó las vías troncales de Bolivia junto a otros compañeros para exigir que se cumplieran sus derechos. Y pudo dar así algo mejor a sus nueve hijos vivos, seis varones y tres mujeres, lo que no pudo ofrecer a otros cinco que murieron cuando eran niños.
Isipotindi es una comunidad guaraní ubicada en una estrecha franja de tierra en el departamento de Chuquisaca, entre las poblaciones de Camiri y Villamontes. A Audia estar en casa le aburre y cada vez que puede se escapa. Si fuera un carro, sería una jeep con mucho kilometraje. Y como combustible emplearía chicha, un trago elaborado con maíz que guarda siempre en un jarra en cantidades suficientes para ofrecer a las visitas.
—Yo esto nunca me hago faltar. Es bueno para dormir.
La primera lucha de Audia fue pelearse con su padre: hasta que falleció, mano derecha de su patrón. La segunda lucha importante fue meterse a la dirigencia a los cuarenta y dos, dejando a algunos de sus hijos con los vecinos durante semanas cuando sólo tenían diez años. El tercer hito de esta mujer fue encabezar en 1996 la tortuosa “Marcha por el territorio, el desarrollo y la participación política de los pueblos indígenas”. Y la lucha fue también después entrar a las haciendas de Huacareta (Chuquisaca) a liberar a los miembros de varias comunidades “cautivas”.
—Una vez —dice con los ojos cerrados—, precisamente en Huacareta, conseguimos sandalias para los niños descalzos de las haciendas y los patrones se enojaron. “Los van a mal acostumbrar, ellos no viven así”, decían. Y nos amenazaban. Mostraban su revólver y nos increpaban: “¿No tienen miedo?”, gritaban. Pero yo me he enfrentado muchas veces a los propietarios. Y me ha gustado pelear con ellos. Y me gusta todavía. La verdad es que los patrones nunca me han intimidado. Yo ya eché un pie hacia adelante y siempre adelante voy a ir.
Su gesto ha cambiado. Ahora es más solemne, más tibio. Y su hijo Gustavo, que acaba de llegar y está a mi vera, recita varias palabras en castellano para designarla:
—Ella es “la que todo lo sabe”, “la que da consejo”, “la dueña de la historia”.
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Moisés Aparicio Pérez tiene cuarenta y dos años, veintitrés bloqueos de caminos en sus espaldas y los genes de la dirigencia: es uno de los hijos de doña Audia y representante de las quince comunidades guaraníes de la zona. Moisés para sobre todo en Macharetí, capital del municipio del mismo nombre, a veinte minutos de distancia en carro. Pero ahora está en Isipotindi, bajo de un galpón de palos, malla, paja y troncos que hasta hace poco era la escuela. Fuma un cigarro detrás de otro, acullica coca a cada rato y luego la escupe al suelo mientras espera su turno para hablar en una asamblea extraordinaria.
—Usted ya no tiene entrada aquí —le dice poco después a Mario Espinoza con el rostro serio y una mirada intensa y fija, como de escopeta.
Espinoza se oculta bajo una gorra desgastada mientra balbucea para sí un par de palabras. Pegaba a su mujer. Parece ser que una vez también intentó incluso quemarla. Y es ya la enésima vez que aparece por estas tierras sin permiso.
—La siguiente —avisa Moisés— ya está escuchando lo que le vamos a hacer: le amarraremos a un árbol el tiempo que haga falta hasta que llegue la policía.
Los delitos más graves en Isipotindi son la violación, el robo y la violencia doméstica. Y una de las penas máximas de la justicia comunitaria, el destierro.
Minutos más tarde, Espinoza abandona la comunidad sin echar la vista atrás. La asamblea acaba y Moisés enumera las tres cualidades básicas de un buen dirigente: “tiene que saber hablar, saber escuchar y hacer que la pareja de uno entienda”.
—Mi mujer se enfada: me dice que estoy casado con la organización. Y a veces tengo que bajar la cabeza y darle la razón, porque me pierdo una o dos semanas y veo a mis hijos sólo unos minutos. Pero lo que hago es siempre por el bien común —explica.
El bien común en Isipotindi ha sido la compra del predio en el que se asienta Isipotindi por parte de la ONG Medicus Mundi, que se ha dedicado a dotar de tierras a varios grupos de comunidades “liberadas”. Ha sido levantar la posta sanitaria. Ha sido la construcción de casas de teja para todos por igual, robustas y bastante amplias. Ha sido la capacitación de los campesinos. Ha sido el acondicionamiento de los potreros.
—Cuando llegamos —rememora Moisés— teníamos únicamente un poco de ropa vieja y algunas colchas. Nos instalamos en varias carpas y comenzamos de cero.
Por aquel entonces, sólo existía un hilo de tierra que conectaba Isipotindi con la modernidad, con la autovía asfaltada, un camino por la que pasan cada día decenas de camiones y autobuses cargados de combustible, pasajeros y mercadería para todo gusto.
Para Moisés, la lucha ha sido lo que ha convertido a Isipotindi en una comunidad modelo, con más de tres mil hectáreas, dieciocho cabezas de ganado comunales, espacio suficiente para que el resto de los animales paste, un arbolado profundo que cubre de sombras las pequeñas sendas que hacen de vasos comunicadores entre las setenta y tres familias de la zona y un área bien conservada de monte cerrado. Todo eso, en sus escasos diez años de vida. Una evolución significativa si se tiene en cuenta que en otros asentamientos parecidos no disfrutan todavía ni de la mitad de todas estas comodidades.
El fotógrafo Patricio Crooker, que visitó recientemente una estancia ganadera “liberada” de la región, cuenta que allí ni siquiera había cubiertos para comer, que los alacranes compartían lecho con los guaraníes, que un vaquero se quejó hasta altas horas de la madrugada porque no tenía remedios para aliviar el dolor por culpa de un diente picado y que otro le comentaba lo difícil que es acostumbrarse a una vida sin ataduras.
El terreno que ellos habitan es inhóspito, en plena frontera con Paraguay, donde el Chaco es más que en ningún otro lado ese “infierno verde” que describen los libros de historia. Un lugar que el viejo patrón sigue visitando. “A veces, se acerca a tomar mate con los que fueron sus peones hasta hace sólo unos cuantos años”, dice Patricio.
La escena parecería lo más normal del mundo si los roles no hubieran cambiado. Porque, según Audia, así ha sido: los patrones se han empobrecido. “A muchos —asegura— el Estado les ha obligado a pagar de una las deudas pendientes de veinte, treinta, cuarenta años. Y nosotros, que fuimos sus esclavos, somos ahora más ricos”.
En Isipotindi esta transición ha quedado plasmada en tres pinturas hechas en tela que actualmente son patrimonio comunal y cuelgan una tras otra al lado de la puerta de la casa de Gustavo Aparicio, también hijo de doña Audia, pero ajeno a la dirigencia.
—Son los mapas parlantes —anuncia mientras me los enseña. Los mapas se descuelgan de una de las paredes de su cabaña. Y a su alrededor picotean las gallinas.
El primero habla del pasado: de los tiempos en los que Audia tenía que caminar cuatro kilómetros al día acarreando cubos de agua para no morir de sed; en los que este territorio era de un francés arisco que tenía a las hermanas de Audia como empleadas.
El segundo —elaborado hace seis años— habla de un presente que ya ha pasado. Es decir, de una comunidad que empieza, que se perfila; que resuelve sus problemas a través de cónclaves comunitarios; que se sacrifica y crece, que de a poco se consolida.
Y el tercero habla de un futuro que ya se está cumpliendo: de una población que va camino de ser autosostenible, con media hectárea por familia, con igualdad de oportunidades para todos, con hornos de barro, con piletas de agua en cada esquina.
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Gustavo tiene cinco hijos, cuarenta y un años, una barba dispersa, como la de un colegial. Los antebrazos son pura fibra. Parece que no le pesa la caja rellena de cera que acaba de alistar para atraer y recolectar abejas de una colmena silvestre.
Las cajas son producto de una reciente donación para impulsar la apicultura en la comunidad.
Gustavo suele ir a menudo a su chaco a cortar maíz en compañía de su padre: Alejandro Aparicio, de ochenta y un años, pero capaz de alzar una carretilla llena de pedazos de madera y transportarla como si estuviera cargando plumas. Alejandro perdió a Audia por culpa de la dirigencia. O lo que es lo mismo: la dirigencia ganó a una mujer para la causa. Es de la ciudad de Sucre. Trabajó en Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) cuando era joven. Forma parte del 1,5 por ciento de la población de Isipotindi que no tiene sangre guaraní y dice que vino aquí para estar cerca de sus hijos.
Él es quien hace de improvisado guía ahora, un día después del fracaso en la aventura para secuestrar a una abeja reina. Avanza algo encorvado. Sus ojos miran cada uno para un lado. Se quedó así, comenta, por culpa de un accidente de automóvil en el que se partió el cráneo. Pero no por eso ha dejado de tener una memoria privilegiada.
En los alrededores de la comunidad, junto al maíz, se produce maní, zapallo, frijol y yuca abundancia. La tierra es fértil y se espera que, en el futuro, se puedan recoger hasta tres cosechas anuales. Los comunarios, cuenta Gustavo, han sido dotados con más de dos mil plantines de cítricos, de árboles maderables, de café, de chirimoya. Y mientras avanzamos su padre habla del bosque como si fuera su botica: “Con esto me curé la próstata”. “Con esto preparo champú”. “Con esto de más acá me alivio cuando estoy mal del riñón”. “Y aquello de más allá se llama Ñetira y es bueno para la caspa”.
Luego, da un curso de bricolaje en cinco minutos:
—El cedro es bueno para hacer muebles. Y el bejuco como alambre —apunta.
Y a continuación calla.
Isipotindi es similar a un condominio y sus lomas son como un gran supermercado con precios de saldo.
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El agua es la base primordial de Isipotindi y por eso acá la lluvia se cosecha. El sistema es sencillo: durante los meses de mayor precipitación todo lo acumulado en los tejados va a parar a una canaleta que hace la descarga a continuación en unas enormes bolsas —llamadas geo-membranas— con capacidad para acumular alrededor de veinte mil litros.
Según Moisés, este entramado es más funcional que un atajado, que se seca en un par de días, una buena forma de paliar la escasez en la época de mayor sequía —agosto, septiembre y octubre— y la mejor manera de preservar los reservorios naturales.
Ese agua de las vertientes que, gracias a la “cosecha”, se regenera es la que se emplea después en los sistemas de micro riego de la comunidad y en el huerto del colegio, manejado por los estudiantes de primaria con productos como lechuga, cebolla y zanahoria, que son utilizados luego para completar el desayuno escolar.
El proyecto de “cosecha”, como la mayoría aquí, ha sido financiado por una ONG. Son varias las que trabajan en la zona: Cipca, Acción Contra el Hambre, Cáritas y Coopi, entre otras. Un mar de siglas que ha convertido a Isipotindi en un pueblo de postal en el que el eslogan “vivir bien” —promovido por el Gobierno— ha tratado de ir más allá de las palabras. Sin embargo, todavía queda mucho por hacer: no se ha logrado completar aún el cien por cien de la canasta básica, el bono Juana Azurduy para las madres en periodo de embarazo casi nunca se paga, falta la electricidad —a pesar de que un gasoducto pasa al filo de la carretera— y también, una biblioteca para los niños.
—Aquí aún somos pobres y cualquier ayuda es bienvenida. Necesitamos libros, abono, semillas —resume Gustavo, como quien hace la lista de la compra—. Buscamos el bienestar de nuestros hijos. Queremos que estudien, que tengan más oportunidades.
“Con diez por familia la actividad podría convertirse en un buen negocio”, señala Gustavo. De momento, él solo maneja dos y la miel es para su propio consumo.
Rumbo hacia una loma, el hijo de doña Audia se abre paso a machetazos. Sus golpes son certeros. Y mientras suelta el brazo de un lado a otro dice que por aquí también pasó la Guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia. Dice además que hay un arsenal escondido por la zona y que no le gustaría clavar un día el azadón en algún sitio y que todo explote. Cuando lleva más de media hora campo a través, Gustavo hace una pausa, se seca el sudor y sorbe un trago de alcohol para pedir permiso al Illa.
—El Illa es el espíritu que protege a las abejas.
Luego identifica dos colmenas en troncos huecos y dice que las vaciará cuando tenga tiempo. Ahora está apurado. Se centra en la búsqueda de una reina porque el sol se esconderá en minutos. Pero la suerte es esquiva y vuelve con las manos vacías.
—A veces, como la abeja reina es panzona, otras seis abejas le ayudan a volar a para que escape —dice Gustavo. Y baja la cabeza, disgustado.
“Las abejas se van, pero el néctar queda”, comenta luego. Pasa un poco como lo que ha ocurrido en las haciendas: los patrones se marcharon y los guaraníes, después de más de un siglo, ocuparon nuevamente una tierra que nunca les debían haber quitado.