Fotos: Telam
En 1999, el entonces ministro del exterior alemán Joshka Fischer fue humillado durante la conferencia anual de su Partido Verde con un globo relleno de pintura roja que le explotó en la cara: la venganza de los militantes frente a su apoyo a la guerra de la Otan contra Yugoslavia. Hoy, 23 años más tarde, el mismo Partido Verde –un partido pos-hippie cuyo militante promedio se podía reconocer, durante largas décadas, por su irreductible fe pacifista, además que por el abuso de sandalias Dr. Scholl’s rigurosamente calzadas con medias blancas– amenaza con una crisis de gobierno al canciller socialdemócrata Scholz que se resiste a enviar armas de destrucción y tanques a Ucrania. La paz, explican los nuevos dirigentes verdes, se hace con la guerra y la destrucción física del enemigo ruso. Si vis pacem para bellum: si quieres la paz prepárate para la guerra decía Vegetius, un alto aristócrata romano conocido por su belicismo extremista y por haber inspirado, siglos después, a los ideólogos del fascismo italiano. Unos mil seiscientos años más tarde, semejante aforismo resume el pensamiento rancio y reaccionario del Partido Verde, un tiempo colocado a la izquierda radical y fundado, entre otros, por el inolvidable líder del 1968 alemán e intelectual refinado Rudi Dutschke.
Lamentablemente, el caso alemán es representativo de una tendencia más general del debate europeo que afecta tanto a los progresistas -que se han vuelto unos fanáticos belicistas- como a los conservadores: todos unidos detrás de la bandera de la Otan, en nombre de los “valores occidentales”. De esa forma, la paz y la guerra se han vuelto sinónimos, Ucrania gana aun cuando pierde, Rusia pierde aun cuando gana, las sanciones económicas funcionan aun si no están funcionando, Zelenski es un héroe sin mancha fotografiado con su rubia mujer en la tapa de Vogue a pesar de que tan solo en octubre de 2021 era tapa de diario por el escándalo de corrupción de los Pandora Papers, Putin (que, sin dudas, no es ningún santo) es el demonio aun cuando plantea el problema serio y real de las persecuciones contra de las minorías (rusas y no) en la Ucrania pos-2014, los miembros del batallón Azov son unos idealistas lectores de Kant, cuando en realidad son una banda compuesta por neonazis, las milicias filorusas del Donbass son unos nazis si bien su bandera tenga la hoz y martillo.
En semejante caos interpretativo y frente a una propaganda cada vez más feroz se vuelve difícil especular sobre escenarios futuros en el ámbito de la investigación social. No solo eso: se vuelve peligroso para la carrera académica, como demuestran los muchos casos de macartismo en Italia y la persecución hacia los intelectuales pacifistas o el propio Papa Francisco. En este contexto, ¿qué elementos tener en cuenta, enfocados en la dimensión económica y geoeconómica del conflicto ruso ucraniano? Estoy convencido de que para evitar caer en lecturas caricaturizadas del conflicto es indispensable introducir elementos de realidad en el debate en desarrollo, para salir del circo mediático-cloacal que nos bombardea cada día.
La primera dimensión del conflicto para considerar es local: en este ámbito, Ucrania se encuentra en una situación mucho más crítica. En abril, el Banco Mundial elaboró algunos pronósticos sobre la evolución de su economía durante los próximos tres años. El informe aclara que está basado sobre un supuesto optimista: el fin de la guerra para septiembre. Aún si sabemos que este pronóstico está lejos de cumplirse (en el momento en que escribo, Putin acaba de anunciar el envío de unos 350mil reservistas a Ucrania), es interesante leer los números vaticinados por los economistas de Washington. Para 2022, se prevé una caída del PIB de un 45,1%; sucesivamente, sumando 2023 y 2024, un crecimiento del 7%. Es decir, siendo optimistas sobre la duración del conflicto y suponiendo un plan de ayudas robusto e implementado eficientemente y sin corrupción, al principio de 2025 el PIB ucraniano todavía sería inferior de un tercio al producto preguerra. En consecuencia, el porcentaje de población que vive por debajo de la línea de pobreza (con 3,2 dólares por día) se dispararía del 16% de 2021 a un 70% en 2022, quedando arriba del 60% en 2025. La población en condición de fragilidad (es decir, con un ingreso inferior a los 5,5 dólares por día) subiría a un 19,8% (registraba el 1,8% en 2021). Dicho de otra forma, si la guerra terminara hoy, para fin de 2022 un 90% de los 40 millones de ucranianos viviría en condiciones de fuerte fragilidad o pobreza. Sumados a los destrozos, el stress bélico y el posible black-out eléctrico de la casi totalidad del país durante el invierno (dado que los rusos controlan la central nuclear de Zaporizhia) semejante proceso de empobrecimiento representa la principal amenaza para el frente interno ucraniano.
Otro aspecto de preocupación está representado por la completa dependencia ucraniana del financiamiento externo, un hecho no novedoso que empezó en 2014, cuando el FMI le otorgó al país un stand-by agreement de unos 17 mil millones de dólares que se convirtió en un extended facilities de unos 17,5 mil millones de dólares el año siguiente, por la incapacidad ucraniana de respetar las metas del acuerdo. A pesar de estos acuerdos, Ucrania tuvo que firmar otros dos stand-by agreements en 2018 (3,75 mil millones de dólares) y 2020 (4,8 mil millones de dólares). Después de la guerra, la situación ha empeorado: Ucrania se ha quedado sin reservas internacionales en un breve lapso de tiempo.
A partir de ahí, el FMI y los acreedores internacionales (Club de París más BlackRock Inc., Fidelity International Ltd., Amia Capital LLP y Gemsstock Ltd.) han acordado congelar unos 20 mil millones de dólares de pagos e intereses a lo largo de los próximos dos años. Por otro lado, EE.UU. y sus aliados han prestado unos 15 mil millones de dólares para evitar la parálisis de la máquina estatal ucraniana. Sin embargo, el pedido ucraniano más importante, es decir un posterior préstamo del FMI, no ha sido aceptado hasta el momento. Si bien hay una clara voluntad política de otorgar al país toda la ayuda posible, el estatuto del Fondo prohíbe prestar a países que no presenten un plan detallado y creíble de pago. En este sentido, está claro que hasta que siga la invasión rusa no hay plan posible y, por ende, préstamo. Lo que más preocupa, de todas formas, son las acciones en el ámbito económico del gobierno ucraniano: para lograr convencer al Fondo, los legisladores del partido de Zelensky (Servir al Pueblo) han votado una reforma laboral que, sin ganas de exagerar, reintroduce condiciones del siglo XIX, entre otras cosas llevando la semana laboral a 100 horas. Si consideramos que según la ILO Ucrania es el país con los sueldos y las jubilaciones promedio más bajas de Europa (420 y 110 dólares por mes, respectivamente), es fácil entender que un futuro de austeridad brutal y explotación salvaje espera a los trabajadores ucranianos.
Mientras tanto, Rusia vive una situación opuesta. Viene mejorando constantemente su pronóstico para el PIB de 2022: en marzo, se ubicaba en un -11,2% mientras que en agosto era de apenas un -2,9%. También en un plano financiero, el país ha visto una constante expansión de sus reservas internacionales (y una paulatina apreciación del rublo) gracias a superávits comerciales récord determinados por las sanciones, que han sido eficaces en restringir las importaciones rusas pero completamente ineficaces en prohibir sus exportaciones. Para entender esta paradoja hace falta, nuevamente, volver al 2014. En ese entonces, las sanciones implementadas por la administración Obama afectaron fuertemente a Rusia, que perdió unos 150 mil millones de dólares de reservas internacionales en apenas siete meses. Este shock implicó un giro en la política económica, centrado en la fuerte sustitución de importaciones, las políticas activas del Banco Central en el mercado de cambios y la diversificación de las reservas (más oro, euros y yuanes; menos dólares). Es precisamente esta exitosa política económica “nacionalista y desarrollista” que ha permitido a Rusia casi duplicar sus reservas en los siguientes siete años e sus planes bélicos resistiendo a las nuevas sanciones. La guerra, dicho de otra forma, ha sido posible sólo gracias a una cuidadosa planificación económica, de inspiración desarrollista, empezada en 2014.
Así como el economista Amartya Sen demostró que el óptimo paretiano era compatible con los campos de concentración nazis, habría que concluir que también la aplicación meticulosa de la teoría económica desarrollista no lleva necesariamente al aumento del bienestar económico de la población, sino que puede degenerar en una política de potencia, mediante la cual un país en desarrollo solo aspira a dejar el bando de las “víctimas del capitalismo” y a sentarse del lado de los “victimarios capitalistas”.
De todas formas y a pesar de los buenos indicadores comerciales rusos, no hay que ilusionarse con que las sanciones nunca llegarán a afectar al país. Como documentan los trabajos del economista iraní Hossein Askari, las sanciones producen sus efectos más nefastos en el mediano plazo: debilitando a los sectores tecnológicamente más avanzados (dada la imposibilidad de importar insumos de alto valor agregado), el país víctima de sanciones sufre una declinación lenta, muy difícil de revertir aun cuando las sanciones se levantan, como demuestra el caso de Irán.
La segunda dimensión del conflicto es global. Por el fuerte aumento de los costos energéticos, Europa enfrenta una inflación de dos dígitos después de largos años de estabilidad monetaria. Para los países occidentales del continente, se estima un crecimiento del índice de precios de un 10-15%, en el este de Europa en cambio será entre un 18%-25%. La inflación tendrá un efecto fuertemente recesivo (en Alemania, se estima entre un -2% y un -4% del PIB anual) pero sobre todo aumentará la desigualdad. Debilitados por largos años de políticas neoliberales, los sindicatos europeos no podrán imponer paritarias para recuperar el total de la inflación. El resultado será entonces un empobrecimiento de los trabajadores y un aumento de la pobreza.
Además, el hecho de que Estados Unidos tenga una inflación más baja que la de Europa, junto al paulatino aumento de la tasa de interés por parte de la Reserva Federal está determinando una fuerte apreciación del dólar.
Si para Europa esto es un hecho dentro de todo secundario, no se puede decir lo mismo para los países periféricos. Veintiséis países en desarrollo han registrado en 2022 una depreciación de su divisa de un 10% respecto al dólar; diez países (Argentina entre ellos) de un 20%. En el intento de defender sus tipos de cambio, utilizaron unos 379 mil millones de dólares de reservas en lo que va del año, a un promedio de unos 2 mil millones de dólares por día. ¿Cómo será posible pagar deudas en dólares si esta tendencia continúa en el tiempo? ¿Y qué pasará con los acuerdos con el FMI, a partir del de Argentina?
Las señales que provienen desde las principales instituciones monetarias mundiales (Reserva Federal; Banco Central Europeo; Banco de Inglaterra) indican la voluntad de dejar definitivamente atrás la etapa de las políticas no convencionales inaugurada con la crisis de 2008 y, sobre todo, con la pandemia. Semejante retorno a la “normalidad” implica tasas de intereses más altas, que a su vez implican peores condiciones externas para financiarse en dólares y un ulterior incremento de la fuga de capitales desde los países periféricos. Relacionado al caso argentino, es superfluo subrayar cómo semejantes tendencias actuarían como una carga de dinamita sobre el cronograma del acuerdo con el Fondo, a partir de la meta de reservas internacionales.
Otro aspecto relevante es la fuerte aceleración del proceso de regionalización de las cadenas globales de suministro, acentuada por las sanciones y la proliferación de acuerdos bilaterales de pagos en divisa propia, sobre todo entre países no alineados a la agenda estadounidense que le temen a los activos en dólares por la facilidad con la cual pueden ser embargados.
Semejante proceso podría ser implementado rápidamente en la región Asia-Oceanía, donde economías primarizadas coexisten con potencias industriales. Menos rápidamente pero exitosamente en Europa, donde los países de África del norte y la transición ecológica reemplazarían a Rusia. ¿Pero cómo sería posible en Sudamérica, donde los países se encuentran desindustrializados, compiten para exportar los mismos productos primarios y además son economías fuertemente atadas al dólar?
Todos los elementos sugieren que, termine como termine, la guerra ruso-ucraniana implicará una larga serie de consecuencias económicas nefastas para la clase trabajadora ucraniana, europea y finalmente la del sur del mundo. Aumentará la desigualdad entre países, por medio de una nueva serie de crisis de la deudas soberanas.
Si este es el riesgo que corremos, llegó el momento de dejar la emotividad y la actitud de hinchas de fútbol y entender que la prioridad absoluta hoy en día es lograr que los gobiernos vuelvan a sentarse en una mesa y lleguen a un acuerdo de paz, aun si imperfecto. Para lograrlo, es necesario que los trabajadores abandonen los falsos mitos de la patria y de la gloria militar y que sus representantes pidan con fuerza el fin de la guerra y de las sanciones económicas, ejerciendo una fuerte presión sobre los gobiernos, en particular de Europa. La alternativa sería una catástrofe humanitaria, social y económica sin antecedentes.