La patria es el otro. Debería estar impreso en los sobres que usamos para votar, al pie de los billetes, en los displays de la SUBE, en los recibos de los cajeros automáticos, en los tickets del super, en la página de inicio de Google Argentina. No es un mantra hippie, es una observación desencantada. Cuando le pegás los subtítulos se lee: “no hay más remedio que convivir con las fuerzas que uno considera positivamente perjudiciales para el país.” Los subtítulos los escribió Torcuato Di Tella en En busca de la fórmula política argentina, el muy lúcido texto de 1971 que llama la atención sobre la necesidad de constituir un partido de derecha[1] y, lo que se recuerda menos a menudo, sobre la variedad y a profundidad de los conflictos distributivos en nuestro país. Ofrece un diagnóstico exactamente opuesto y mucho más convincente que el de Carlos Nino en Un país al margen de la ley: “No se trata de que colectivamente seamos bobos. La tarea histórica que se nos presenta es muy difícil”. Como en 1971, el problema político sigue consistiendo en “diseñar un sistema capaz de asegurar la coexistencia estable.” Hoy estamos mucho más cerca que entonces de esa posibilidad. Pero, ¿cuánto nos alegra la estabilidad democrática? ¿Y cuán bien la entendemos?
Si la patria es el otro, Je suis Fito Paéz. En cada elección, la probabilidad de que alguien entre nosotros se indigne es alta, muy superior al 20%. Ey, ¿qué te pasa, Buenos Aires?, la mitad de los votos para una lista encabezada por Elisa Carrió, ¿en serio? En la última semana muchos escuchamos, leímos o repetimos variantes de esta pregunta. En la Capital Federal el resultado sorprendió por el bochorno de las declaraciones de la candidata de Cambiemos. En el resto del país, empezando por la Provincia de Buenos Aires, muchos creímos que el oficialismo no iba a poder superar el impacto negativo de la devaluación de 2016 sobre el poder adquisitivo de los salarios, la retracción del consumo, la lentitud del crecimiento o las reacciones frente al endurecimiento en la represión de las protestas sociales y la violencia de las fuerzas de seguridad.
El resultado porteño no debió haber sorprendido. En este distrito, desde 2007, Pro ganó cómodamente todas las elecciones menos una. Con el líder del partido en la Casa Rosada y una gestión local con altos niveles de aprobación, ¿cuánto menos que 50% podría haber cosechado? En la ciudad y en el resto del país, un manejo muy diestro de la inversión pública, el control eficaz de la competencia interna en la composición de las listas y una campaña clara, entusiasta y muy disciplinada le dieron al oficialismo un resultado con pocos precedentes que puede cambiar el sistema de partidos argentinos por muchos años. Subestimamos la potencia del gobierno nacional y entendimos muy mal la adhesión de sus votantes.
Pero no hay nada anómalo en estos malentendidos. Le pasa a todos los que pierden, a cualquier cosa, no solo elecciones. Como enseñan los estudios cognitivos, la economía del comportamiento y la experiencia común, nos cuesta reconocer la veracidad de la información que no coincide con nuestros deseos. El mundo es todo lo que es el caso, pero para algunos casos entornamos las persianas de la percepción y retaceamos el crédito. “Votan engañados por los medios oficialistas” es el anverso de “vienen por el chori y la coca” o “les conviene mantenerlos pobres así los siguen votando,” racionalizaciones para sacarnos de la cabeza pronto lo que nos cuesta aceptar. En momentos como este es productivo recordar las observaciones de Adam Przeworski: la democracia es un sistema de gobierno, no una garantía de satisfacción universal. El ideal del autogobierno para todas y todos es imposible. La democracia maximiza la autonomía, la proporción de personas que vive bajo reglas que aprueba. Pero ese máximo es 50% + 1.[2] Por supuesto, con esto no quiero decir que el triunfo de Cambiemos es ilegítimo porque es inferior a 50%. Quiero decir que en cualquier democracia, en el mejor de los casos, la proporción de gente que puede indignarse por los resultados de una elección, le cuesta entender qué pasa y tiende a consolarse con racionalizaciones tontas, siempre es alta.
Nada de lo que ocurrió es raro. Sin embargo, encuentro interesantes tres aspectos de la indignación con el triunfo de Cambiemos. El primero es la expresión partidaria de la fragmentación social. La segmentación de los mercados de trabajo, los sistemas de protección social y los barrios es un fenómeno que lleva varias décadas en nuestro país. La gente que vive distinto y alejada de los otros, tiende a votar distinto. En Argentina la condición social ha sido siempre uno de los mejores predictores de la probabilidad de que alguien vote al peronismo: los pobres, casi siempre; los no pobres, casi nunca. Pero en esta elección, esa asociación parece haber sido más intensa, particularmente en la elección de la Provincia de Buenos Aires, donde se concentró la atención de la mayoría de los observadores. Unidad Ciudadana obtuvo buena parte de su 37% entre los votantes más pobres, especialmente los que residen en la Tercera Sección Electoral de la Provincia. Esa concentración del voto de los sectores más pobres en un partido político hace creíbles las descripciones de la división partidaria entre el oficialismo y la oposición kirchnerista como un reflejo de la división de clases. Siempre puede decirse que un resultado electoral es socialmente injusto o augurio de políticas regresivas. Esta descripción convence más cuando la competencia entre los partidos puede pensarse como una expresión directa de los conflictos distributivos. Bajo la indignación y la sorpresa yace la inquietud por el impacto social de las políticas que puede llevar adelante a partir de ahora el gobierno nacional.
El segundo aspecto interesante, directamente relacionado con el anterior, es la novedad de la posición que ocupa Cambiemos en la constelación institucional, partidaria e ideológica: es un gobierno nacional, de centro-derecha y no peronista. Hubo oposiciones nacionales de centro-derecha y no peronistas, pero nunca gobiernos. Hubo gobiernos no peronistas, pero nunca nítidamente de centro-derecha: el alfonsinismo se imaginó social-demócrata, la Alianza se consumió en su tensión ideológica interna. Hubo un gobierno de centro-derecha, peronista. Que este gobierno sea de centro-derecha pero no peronista puede cambiar por un período largo la representación partidaria de los intereses sociales. Tener un partido de centro derecha al que votan los ricos y uno de centro izquierda al que votan los pobres es una de las soluciones posibles al problema que trata el texto de Di Tella: el del compromiso democrático de los sectores propietarios. La democracia argentina ya tenía resuelto ese problema, pero de otro modo: con dos partidos populares con chances de ocupar la presidencia, ideológicamente híbridos y volátiles y a los que todos los actores sociales organizados —propietarios, representantes de los trabajadores de la economía formal, organizaciones de los trabajadores informales—podían aspirar a influir. No es seguro que la oposición vaya a unificarse y a ocupar una posición de centro-izquierda. Si ocurriera, tendríamos por primera vez el sistema de partidos organizado y legible que muchos reclamamos durante mucho tiempo, inspirados en el ejemplo idealizado de algunas de algunas democracias europeas y, también aquí, en la lectura de Di Tella. ¿Queríamos un sistema de partidos previsible? Perder elecciones siempre es un garrón. Perder en un sistema con partidos y políticas previsibles es un garronazo.
El tercer aspecto interesante tiene menos que ver con la condición social de los votantes y más con las estrategias políticas de los gobiernos. La crisis de 2001 quebró en varios pedazos pequeños el sistema de partidos argentino. En un sistema de partidos fragmentados, las coaliciones, tanto las oficialistas como las opositoras, tienden a ser heterogéneas, más inestables y menos previsibles. Es más costoso enterarse qué quieren los socios políticos de hoy, qué habría que darles para que sigan siendo socios mañana y cuánto crédito darle a sus promesas de apoyo y colaboración. Bajo estas condiciones políticas es muy difícil tomar decisiones. Previsiblemente, los gobiernos que vivieron bajo ellas, los tres del Frente para la Victoria y el de Cambiemos hasta ahora, recurrieron muy frecuentemente a una estrategia paradójica: statu quo y agite. Si la correlación de fuerzas en las cámaras de diputados y senadores o la relación con los gobernadores no dan para llevar adelante políticas ambiciosas, pues radicalicemos el discurso y mantengamos activos a los votantes más fieles. El agite, la estrategia central del kirchnerismo posterior a 2008, no estuvo ausente durante la presidencia de Néstor Kircher y tampoco lo ha estado desde que la coalición que propuso unir a los argentinos llegó al poder. La agenda de derechos humanos cumplió esa función entre 2003 y 2007, el discurso y las políticas de seguridad juegan ese papel desde diciembre de 2015. Cuando el núcleo de votantes de los principales partidos está unido y organizado no es raro que todas las heridas políticas, también las electorales, ardan más.
[1] Encontré la referencia siguiendo una recomendación que hizo Nicolás Tereschuk una de las varias veces que nos cruzamos en las últimas semanas.
[2] La regla de decisión que asegura que la mayor cantidad posible de gente vive de acuerdo con las leyes que quiere, es la mayoría simple. Cualquier proporción mayor o menor a 50% + 1 haría que más gente viviera de acuerdo con leyes que desean otros. La demostración de este argumento, simple y bien expuesta, está en el gran libro de Przeworski en el que estoy pensando, Qué esperar de la democracia. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. 2009.