“Es necesario intensificar la presencia de las Fuerzas Armadas en la Patagonia para ‘disuadir’ a los peligros allí presentes”, declaró el senador por la provincia de Río Negro, Miguel Pichetto, jefe del bloque peronista. La referencia a los peligros se concentraría en una serie de actores considerados lesivos de la soberanía nacional, como los “proto-Montoneros” de la Resistencia Ancestral Mapuche, que tendrían “tufillo a Sendero Luminoso”. La aseveración del jefe del principal bloque de senadores re-coloca a las Fuerzas Armadas al servicio de una agenda de “disuasión” de conflictos internos, tarea de la cual están excluidas taxativamente por el ordenamiento legal vigente desde la restauración de la democracia. Esa declaración vulnera una de las pocas políticas de Estado desde 1983 a la fecha puesto que imagina que para las Fuerzas Armadas es normal o deseable la asunción de misiones ajenas a las amenazas externas (léase de otros Estados).
Dos aspectos de ese discurso son igual de preocupantes. El primero es que toda mitología conspirativa consiste en travestir los conflictos sociales en internacionales. A través de especulaciones, seudo-pruebas y a veces falsificaciones, las tensiones y choques entre actores sociales de un mismo país son presentados como resultados de infiltraciones, “invasiones silenciosas” que sólo cabe reprimir. El discurso del complot apunta a despolitizar los reclamos, a los que traduce y presenta meramente como expresión de apetito extranjero. Los anarquistas catalanes en 1910, los maximalistas “rusos” en 1919, son los abuelos de los mapuches “chilenos”, que tendrían misteriosos vínculos con organizaciones políticas armadas como la ETA, las FARC y el IRA –que abandonaron las armas en España, Colombia e Irlanda para retomarlas en Chubut-.
El fantasma vuelve dotado de su correspondiente dosis de actualización histórica: los mapuches no son denunciados al servicio de La Habana, como en los años setenta, sino por sus conexiones con los guerrilleros kurdos, curiosamente más preocupados por la zona de Cushamen o por asaltar la ciudad de Buenos Aires que por atacar a las bases de ISIS en sus tierras.
El segundo punto es la larga tradición conspirativa de derecha que supone cercano el desgajamiento del territorio austral de Argentina. La afirmación de que los mapuches, a los que se señala no sólo de manera errónea sino interesada como chilenos -con una insistencia que mal esconde la creencia de que chileno es un insulto- es el último de los regresos de la mitología conspirativa sobre la Patagonia argentina. Esa perspectiva es la que ha primado, desde la campaña fusiladora del teniente coronel Varela contra los peones ovejeros en Santa Cruz en 1921 hasta la denuncia de agosto pasado de que hay una “guerrilla mapuche” que quiere crear un nuevo Estado.
Durante la Segunda Guerra Mundial, periódicos nacionalistas como El Pampero, financiado por la embajada alemana, insistían en que el territorio argentino estaba completamente colonizado por representantes de "Su Majestad británica", al punto de que se tenían bases navales en la costa patagónica. Entre 1972 y 1973 militantes de extrema derecha y militares difundieron la versión de que había en marcha una conspiración israelí para separar al territorio disponible de Bahía Blanca hacia el sur para constituir un Estado judío muletto por si acaso los árabes borraran del mapa a Tel Aviv. En 2001 el fantasma reapareció en forma de auto-amputación territorial: Argentina entregaría Tierra del Fuego a cambio de la condonación de una parte de su deuda externa. Sin mencionar la larga lista de denuncias de conspiraciones chilenas para hacerse de la Patagonia del lado oriental de los Andes. Ello ha legitimado la presencia extendida de fuerzas militares, navales y aéreas en el sur del país, recelosos guardianes de la integridad nacional y disuasorios de toda infiltración extranjera.
El “riesgo patagónico” aparece y desaparece cada vez que se ponen en juego conflictos sociales significativos. Los antropólogos y los historiadores han mostrado hace rato una paradoja que opera entre quienes usan su tiempo y sus recursos políticos para denunciar la existencia de complots: normalmente son ellos los que tienen prácticas conspirativas y no los acusados. Los afiebrados denunciantes de conspiraciones hoy utilizan sus amplios medios disponibles para reclamar contra el plan mapuche-chileno-anglo-kurdo, pero, ese no es su auténtico propósito. Con sus planteos delirantes lo que pretenden hacer es evitar el tratamiento público sobre temas cruciales: los usos y la propiedad de los recursos naturales, la extranjerización de la tierra, las diversas formas de discriminación vigentes en nuestro país, el arrinconamiento a toda forma de vida y producción rural ajena o alternativa al pool de siembra y la exportación de commodities. Su cortina de humo es la única conspiración existente. Está tejida por la Gendarmería, el Poder Ejecutivo Nacional, las autoridades provinciales (chubutenses ahora, pero antes fueron las formoseñas), los latifundistas y sus voceros mediáticos y apunta a que no se responda a la pregunta: ¿dónde está Santiago Maldonado? En definitiva, fachadas de fachos.