El periodista e historiador Raimund Pretzel (que publicaba bajo el seudónimo de Sebastian Haffner) tenía 16 años en 1923, cuando estalló la hiperinflación alemana. La recuerda en un asombroso libro de memorias escrito desde el exilio inglés, a finales de los años 30. A medida que el aumento generalizado de los precios se desbocaba, el dólar iba ganando espacio en la vida de los alemanes, llegando a la tapa de los diarios, convirtiéndose en el tema del día. Ya no se trataba de una simple información financiera; la cotización de la moneda norteamericana (mucho antes de que su hegemonía mundial fuera indiscutible) se había convertido en un número cargado de sentidos, capaz de expresar el valor de la moneda nacional y, con él, tanto el rumbo de la economía como la suerte del gobierno: “Aquel año, el lector de periódicos tuvo la oportunidad de volver a practicar una variedad más del emocionante juego numérico que había tenido lugar durante la guerra, cuando las cifras de prisioneros y la cuantía del botín habían dominado los titulares. En esta ocasión las cantidades no se referían a acontecimientos bélicos, a pesar de que el año hubiese comenzado con un ánimo muy guerrero, sino a una cuestión bursátil rutinaria, hasta entonces carente de todo interés: la cotización del dólar. Las oscilaciones del valor del dólar eran el barómetro que permitía calcular la caída del marco con una mezcla de miedo y excitación. Además se podía observar otra reacción: cuanto más subía el dólar más aventurados eran nuestros vuelos hacia el reino de la fantasía.”
Si la descripción de Haffner puede sonar extraña para muchos –quizás incluso para los propios alemanes de hoy, nada de ello es ajeno para los argentinos, acostumbrados desde hace décadas a considerar la cotización del dólar como eso que los estudiosos de las estadísticas llaman números públicos y que suponen la transformación de ciertas medidas en verdaderos dispositivos culturales que exceden largamente el universo técnico que las creó, y contribuyen a dar forma a las prácticas y representaciones de diversos agentes sociales.
Fue en la Argentina de los años ’80, al calor de la inflación y el estancamiento económico, que el dólar llegó a los noticieros televisivos junto con las informaciones sobre la Bolsa. Así, muchos recordarán la placa con la que durante muchos años se cerraban los informativos, segundos antes (o después) del pronóstico del tiempo. Sólo los períodos de estabilidad monetaria permitieron abandonar el registro diario del mercado cambiario, rápidamente reinstalado –con las correspondientes actualizaciones terminológicas de la época- ante las primeras oscilaciones del valor de la moneda.
Ese fue el caso desde 2011, a medida que fueron implementándose las medidas popularizadas bajo el nombre del “cepo”. Y esta recuperación de la cotización del dólar como información cotidiana fue acompañada también por una reedición de las discusiones públicas en torno de la moneda norteamericana, sobre todo de la tendencia de los argentinos a ahorrar, invertir y hacer sus cuentas (al menos una parte de ellas) en dólares. Periodistas, funcionarios públicos, economistas, cientistas políticos y otros especialistas vienen debatiendo desde entonces sobre cuál es la mejor manera de comprender –y eventualmente superar- lo que consideran una de las grandes excepcionalidades de la Argentina. El reciente levantamiento del “cepo”volvió a alimentar este debate.
¿Por qué tantos argentinos quieren comprar dólares? parece ser la gran pregunta de la hora. A lo largo de las intervenciones que poblaron los diarios y los debates televisivos en el momento de la instauración del “cepo” dos argumentos diferentes (pero no siempre opuestos) fueron delineados. Por un lado, aquel que señalaba la búsqueda de dólares como un modo de “respuesta racional” frente a la persistencia de la inflación, en un país que ya había conocido períodos de alta inflación e inclusive dos hiperinflaciones en 1989 y 1990. En un contexto en el que la moneda nacional perdía valor, “refugiarse” en una moneda fuerte como el dólar era postulado como una respuesta “normal”. Por otro, aquel que sostenía que la preferencia por el dólar no podía explicarse en términos económicos, sino que era un “problema cultural”. En una coyuntura internacional en la que la moneda norteamericana perdía valor, y mientras existían alternativas de inversión más rentables que la “apuesta al dólar”, buscar dólares no podía ser visto como “racional”. Era entonces, para quienes defendían esta perspectiva, un rasgo cultural de los argentinos. Ambas hipótesis se vuelven líneas de fuga para enfrentar la mentada excpecionalidad argentina.Pensar una alternativa frente a ellas sugiere reponer la política.
La hipótesis política
La soja es como el dólar”, decía hace un año un productor rural de la provincia de Santa Fe. Escuchamos estas palabras en una de las primeras visitas a una zona que había transformado su fisonomía económica y social, desde la expansión del cultivo de la soja que comenzó a fines de los 80’, de la mano de una verdadera revolución tecnológica en el campo (la incorporación de OGM y la metodología de la siembra directa). Sobre todo en la última década y media, este cultivo se había transformado en un commodity global cuya comercialización aportaba miles de millones de dólares a la economía argentina. No por casualidad, uno de los conflictos políticos más agudos del período tuvo lugar en 2008, con los productores sojeros como grandes protagonistas Tiempo después, los mismos productores volverían a estar en las tapas de los diarios a raíz de las políticas de restricción cambiaria. Junto a los grandes comercializadores de granos, fueron señalados por representantes del gobierno como los responsables de llevar adelante acciones “desestabilizadoras” del peso argentino. Fueron acusados de retener la producción de soja en lugar de venderla en el mercado internacional, impedir el ingreso de divisas al país y así especular con una devaluación del peso.
“La soja es moneda corriente. Levanto el teléfono y vendo”, nos indicaba un productor para referirse a la soja acopiada en una cooperativa que comercializa su producción. Otros nos hablaban de la soja como un circuito financiero en sí mismo: se la puede “ahorrar”, se la puede ser usar para pagar y también para especular. Este último punto es que más había asomado luego de la restricción cambiaria. A los ojos de los funcionarios, los productores estaban desestabilizando la moneda argentina; según estos, estaban esperando vender en el mejor momento.
Seguir de cerca las transacciones, cálculos y narrativas de los productores sojeros (entre otros actores) nos ayuda a construir una hipótesis. Ellos expresan una gramáticapolítica y moral de resistencia al Estado; para ellos, la divisa norteamericana tiene una función que no se lee en los manuales de economía ortodoxa: es una moneda contra el Estado, para retomar la figura del antropólogo francés Pierre Clastres (la sociedad contra el Estado).
Hacia una historia de la popularización del dólar
Ahora bien, las restricciones externas y los ciclos inflacionarios e hiperinflacionarios son contextos necesarios pero no suficientes para comprender estas funciones políticas del dólar. Una historia de la popularización del dólar requiere ser trazada.
Durante nuestro trabajo de campo, un informante nos dijo sin sonrrojarse: “En Argentina, el dólar significó la democratización de los negocios”. Su comentario se refería al momento en el cual el acceso al dólar había dejado de ser exclusivo de ciertas élites para estar a la mano de otros sectores sociales. Este entrevistado ubicaba este momento a mediados y fines de los años ‘70, en un contexto de liberalización financiera y desarrollo de políticas activas que apuntaban al fomento del mercado de capitales.
A fines de los ‘50, con la primera gran devaluación, y las sucesivas que le siguieron durante los ‘60, el mercado cambiario conectaba a una emergente clase media acomodada con la divisa norteamericana. Esta asomaba como reserva de valor y competía ya con la inversión en bienes inmuebles, sobre todo en la costa argentina. El gobierno que derrocó a Perón había habilitado a los bancos a ofrecer depósitos en dolares, representando un claro indicador que la divisa norteamericana estaba ya presente en el repertorio financiero de los sectores acomodados (el sistema bancario era restringido). Esta posibilidad no debía sorprender: ya hacía un tiempo que el sistema bancario ofrecía la transferencia de divisas a plazas del exterior como Uruguay. En los tiempos del primer peronismo los circuitos financieros aceitaban estas tranferencias, muchas veces quienes los aprovechaban era los más acerrimos opositores al peronismo.
A fines de los ’60 y principios de los ’70, los modos de hacer periodismo se transformaron profundamente, en un movimiento que alcanzó también a las secciones económicas de los grandes matutinos y las revistas de actualidad. Se empezaba a usar un lenguaje más sencillo y amigable para comunicar los asuntos económicos, que ya no se concebían como exclusivos del mundo empresario sino como parte de los intereses del gran público La cobertura del dólar entró dentro de estas transformaciones, que permitirían volver ordinario un tema que hasta entonces había estado restringido a cuestiones técnicas como la balanza de pagos, el comercio exterior, o la actividad en la Bolsa. El periodismo económico requirió de estas transformaciones para acompañar un proceso de lenta maduración. Para quienes fueron pioneros en este proceso, la máxima era que los comentarios sobre la situación económica -y la divisa norteamericana como parte de ella- tenían que estar al alcance de la ama de casa, del “hombre común”.
A mediados de los ‘80 Juan Carlos Portantiero hablaba de la inflación como de un “fenómeno de fronteras”, a la vez económico y político, expresión de un punto crítico en todo sistema social (aquel que refiere a la posibilidad de establecer consensos sobre recursos básicos como el dinero y el poder). El argumento apuntaba a señalar que sólo la consideración de ese carácter liminar permitiría comprender cabalmente el fenómeno –y su persistencia. A esto apunta también la hipótesis que venimos a sostener aquí. Si la cotización del dólar es un número cargado de sentido para las audiencias argentinas es porque, al menos desde la segunda mitad del siglo XX, la moneda norteamericana se ha convertido en una verdadera institución de la política nacional. De ahí su persistencia. El dólar que permite resistir al Estado también –como observamos claramente en las últimas semanas- sirve a éste para distribuir ganancias y pérdidas entre diferentes actores sociales. El dólar puede ser así,también, una moneda contra la sociedad.