En uno de los episodios más elocuentes acerca del carácter maquiavélico del protagonista de House of cards, Frank Underwood participa de un debate preelectoral a partir del cual, se espera, se dirimirá una interna demócrata entre su socia, Catherine Sharp, su adversaria Heather Dunbar y él mismo. En un golpe retórico maestro, Underwood descoloca a sus adversarias generando un altercado entre ellas. Con un comentario irónico, el candidato alude a la condición de mujeres y madres de sus oponentes, propicia una riña de mujeres en el barro y de allí sale airoso, calmo y reflexivo.
Lo que ese episodio pone en escena, y lo que deja al espectador azorado, es que la totalidad del debate se monta sobre un truco, sobre un engaño, y que eso no merma sino que, por el contrario, acrecienta su eficacia pragmática y performativa. En la ficción de la serie accedemos al “detrás de escena” de la estrategia de Underwood, y conocer la trastienda nos permite corroborar algo que a menudo sospechamos: que el debate es una farsa, que el debate es en sí mismo una ficción.
El debate puede hundir al que parece naufragar, puede dar vuelta un resultado que parecía imposible de remontar o, como pasó con Obama, se puede perder un debate pero luego ganar las elecciones. La performance en el debate y el desempeño en las urnas no van necesariamente en paralelo: así, aunque a la vista de todos en el primero de los debates de 2012 Mitt Romney pareció haber aniquilado a un Barack Obama moderado y desconcertado, que solo recuperó algo de terreno en los siguientes enfrentamientos (especialmente en el último), finalmente fue el democráta quien se impuso en las elecciones por 51% de votos.
En América Latina el debate presidencial se ha instalado como práctica habitual: desde 1960, todos los países de América Latina, a excepción de República Dominicana y la Argentina –que realizó el primero este año–, han organizado debates presidenciales. Aunque en muchos de ellos (como Haití, Bolivia, Nicaragua y El Salvador) las experiencias son relativamente recientes, en otros (como Brasil y México) el debate ya constituye un hito instalado y regulado en sus procedimientos.
El 15 de noviembre, a una semana del balotaje, los argentinos seguirán por TV y redes sociales un debate histórico entre dos candidatos a presidente. La organización “Argentina Debate” y los equipos técnicos del Frente para la Victoria y Cambiemos ya acordaron un manual de estilo. Sortearon el orden de exposiciones y preguntas: ante una agenda de temas acordada, los candidatos tendrán la oportunidad, durante una hora y cuarto, de exponer sus propuestas, escuchar preguntas por parte del otro candidato y responderlas. Habrá, entonces, lugar para el combate verbal: preguntas, réplicas, repreguntas y contrarréplicas.
El carácter inédito del debate, la situación “cara a cara” y la intensidad de los cruces entre los candidatos puede volver decisivo al debate. Algunos consultores de comunicación política afirman que, más allá de las tácticas y estrategias, antes de empezar ya se sabe con mucha probabilidad quién ganará y quién perderá, y ello se debe tanto a las “predisposiciones ideológicas” de la población como a la incidencia de los moderadores y comentaristas durante el desarrollo del intercambio. Ellos orientan, en buena parte, las percepciones de la opinión pública.
De las formas y los contenidos se ocupan asesores, equipos de media training y coaches especializados en oratoria, gestualidad, imagen y medios. Tanto en los equipos de Scioli como de Macri ya se fijaron algunos objetivos básicos, los primeros cinco puntos de todo candidato que se presta a un debate cara a cara:
-Diferenciarse de su oponente.
-Sortear los puntos críticos.
-Contraatacar sin violentar.
-Construir una imagen de sí mismos compatible con las expectativas de los electores, especialmente de los indecisos.
El equipo de media training comienza elaborando los grandes lineamientos del mensaje a transmitir. A partir del guión, con la estructura general de las ideas que no deben faltar y con las posibles preguntas, se realizan entrenamientos y simulaciones en los que los asesores marcan trucos y tips discursivos, actitudinales y gestuales:
-Nunca empezar diciendo “no”.
-Eliminar muletillas y titubeos.
-No perder jamás el contacto visual.
-Usar lenguaje gestual.
-Evitar agarrarse las manos u otras partes del cuerpo.
-Nunca cerrar el puño.
-Sentarse en posición activa –con el cuerpo hacia adelante– y, si se está de pie, evitar el balanceo.
Para el consultor político y especialista en media training Augusto Reina, el objetivo del debate de atril –a diferencia de los debates de mesa o “de nicho”, realizados por ejemplo en programas televisivos, más enfocados en el peloteo de ideas y pensados para otro tipo de auditorio– es transmitir por un lado, un mensaje claro, una idea a la que todo debe conducir; por otro lado, un posicionamiento: ¿el candidato se va a mostrar como un opositor o como cercano al oficialismo? ¿Será un opositor moderado o feroz? “La pregunta que nos hacemos durante la preparación del debate es: ‘¿qué rol queremos cumplir?’”, dice Reina.
Si, tal como afirman algunos especialistas, los candidatos oficialistas tienden a acentuar más las estrategias de “aclamación” (ponderación de las propias virtudes) que las de ataque, en el caso de Scioli es una incógnita si priorizará una estrategia “negativa” de ataque y crítica a las ideas y proyectos de Macri o si optará por explotar su faz dialoguista y campechana. Además, resta saber hasta qué punto se identificará con la identidad kirchnerista y hasta qué punto buscará “despegarse” de esa pertenencia partidaria explicitando autocríticas, distanciamientos y propuestas de cambio, con el fin de captar al votante esquivo. Para Reina, Scioli deberá dar señales claras hacia el votante de Massa –un electorado que, “contra lo que suele decirse, es fuertemente a-político y tiene poca informaicon política”. ¿Cómo lo hará? Por un lado, retomando iniciativas impulsadas por Massa (como el 82% móvil); por otro, generando un contraste entre este y Macri, intentando deslindar la imagen del primero de la del segundo.
Por el lado de Macri, su estilo a la hora de debatir ya es conocido: tanto en el debate presidencial como en los que participó en tanto candidato a Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 2003 y en 2007 (en 2011 no se presentó), con matices, el discurso de Macri se muestra tan estudiado, discreto y prolijo como desapasionado. Un discurso con pocas o ambiguas definiciones, que apela ¬–como un mantra¬– al diálogo y la conciliación más que a la confrontación de ideas, a la expertise en la gestión más que a la militancia política, al vecino más que al pueblo. Por su posición en la opinión pública y por la propia estructura de su campaña electoral (una campaña más “conceptual” que programática y polémica) es probable que Macri rehúse los intercambios polémicos, que evite la confrontación y que refuerce su mensaje de cambio.
La tradición norteamericana
Desde 1960, cuando realizó el primer debate preelectoral entre Richard Nixon y John F. Kennedy (debate célebre por los traspiés de Nixon frente a los desafíos que imponía el formato televisivo) ese evento se instauró como un ritual de la política norteamericana, pero también como un imperativo y una prueba a sortear, por los desafíos que impone a los candidatos y por la masividad de la audiencia que convoca. Por tomar solo un ejemplo: el debate entre Barack Obama y Mitt Romney en octubre de 2012 tuvo más de 60 millones de espectadores.
En Estados Unidos los debates preelectorales entre candidatos presidenciales y a vice-presidente siguen un formato rígido: habitualmente realizados en tres encuentros (más uno dedicado a los vicepresidentes) en distintas universidades a lo ancho del país, son moderados por periodistas o personajes reconocidos de la cultura política nacional (últimamente también se habilita la intervención del público presente en la sala). Es la Commision on Presidential Debates (CPD) la que establece el manual de procedimientos a seguir durante los debates. Creada en 1987, la CPD es una organización no partidaria cuya misión no es otra que “asegurar que los debates, en tanto instancia permanente de cada elección general, provea la mejor información posible a espectadores y oyentes”.
Debate a la francesa
En Francia, el debate televisado tuvo una inauguración célebre en 1974 con el enfrentamiento entre Valéry Giscard d’Estaing y François Mitterrand. Desde ese momento, el debate entre deux tours –es decir, previo al ballotage, instancia frecuente en Francia por el modo en que ese sistema electoral se aplica en Francia– se convirtió en un “rito republicano” de trascendencia nacional e internacional. El debate entre deux tours tiene, también en este caso, reglas estrictas de puesta en escena, establecidas a partir de la “revancha” entre los mismos candidatos en 1981: el debate se realiza una semana antes de la elección, en vivo, en un estudio de televisión. En cuanto a su televisación, se permiten los planos medios y los primeros planos y se prohíben los planos recortados y los de reacción. El director del debate puede estar asistido por dos asesores de cada candidato.
A diferencia del modelo estadounidense, en Francia el debate es más arriesgado: dura más tiempo (el que enfrentó a Sarkozy y Segolène Royal duró dos horas y media, versus los 90 minutos fijos de duración en Estados Unidos), no tiene cortes, permite el intercambio directo entre los oradores y se dispone escenográficamente como un duelo: una mesa, dos candidatos enfrentados, dos moderadores (habitualmente un hombre y una mujer) oficiando de árbitros. Si bien solo los periodistas pueden realizar preguntas, el intercambio está permitido y es alentado. En Estados Unidos, en cambio, se establecen respuestas cortas (mediante el modelo pregunta-respuesta-repregunta), el moderador tiene mayor centralidad y, sobre todo, se evita la confrontación: los candidatos se dirigen al público o a los moderadores y casi nunca a su contrincante (de hecho, hasta el año 2008 las reglas prohibían interpelar al adversario).
En tiempos de campañas diseñadas por una ingeniería electoral que contempla mediciones permanentes, que está atenta a los cambios de humor social, a las demandas, quejas y peticiones del ciudadano-votante, la instancia del debate aparece como un momento fresco, espontáneo, que permite ver a los candidatos “en vivo”, captar sus cualidades oratorias, evaluar su capacidad de respuesta, conocer sus propuestas en su propia voz. Entrenados en oratoria, en respuestas anticipadas, en parlamentos programáticos, en giros retóricos, gestualidades y posturas previamente ensayados con los asesores mediáticos, los candidatos deben adaptarse a las restricciones mediáticas del género. Así lo reconoció Nixon luego de su “derrota” frente a Kennedy: “I should have remembered that a picture is worth a thousand words”.
El arte de la guerra
Situado en una coyuntura espacio-temporal extremadamente precisa, el debate electoral tiene restricciones de orden discursivo que delimitan aquello que es aceptable y aquello que es inaceptable en el marco de esa situación de habla. Su característica distintiva y excluyente es la de estar limitado por una doble restricción (double bind): por un lado, todo debate electoral debe plantearse como un duelo, una justa, un combate verbal. Como toda situación polémica, se trata de elegir un blanco, un objetivo al que apuntar los dardos, y de emplear todo tipo de estrategias discursivas, verbales y para-verbales, para destruirlo. En este caso, ese blanco no es otro que el adversario político. Como en todo combate, uno de los participantes gana y otro pierde, y eso, se supone, es inteligible, claro y evidente para cualquier espectador. Son las encuestas las que, en simultáneo al debate, miden su recepción y determinan quién es el vencedor: la prensa no dudó en afirmar el contundente triunfo de Kennedy sobre Nixon en 1960; en 2012, las encuestas indicaban la percepción generalizada de que Obama había perdido “por knock-out” el primer debate contra Romney.
Pero, por otro lado, los participantes del debate están sometidos a otra obligación: el imperativo de seducir, atraer y convencer al público, tarea que requiere una moderación de los ataques polémicos. De allí que los debatidores se dirijan, a la vez, a su adversario, a los moderadores, a los votantes indecisos y a los propios seguidores. Esa destinación simultánea –por otra parte, propia de todo discurso político– obliga a los candidatos a ser firmes y duros con su contrincante, pero sin ser extremadamente brutales como para violentar al público o restar apoyo entre sus filas. Se trata, entonces, de atacar la figura del adversario protegiendo, al mismo tiempo, la propia imagen.
El debate electoral es el ámbito por excelencia de despliegue de las estrategias de cortesía negativa y positiva, esto es, de las distintas modalidades que ofrece el lenguaje para proteger, atacar o mitigar el ataque a la imagen del otro. Las matizaciones, las atenuaciones de las palabras hirientes, los ataques a la persona o a las palabras del otro, las estrategias irónicas, burlonas, humorísticas o los juegos de palabras, pero también la evasión de la respuesta, la negación del adversario o la lisa y llana interrupción del turno, son algunos de los recursos que pueden legítimamente emplearse (aunque con distintos grados de eficacia) para lastimar la imagen del adversario sin exponer la propia.
El caso del derechista francés Jean-Marie Le Pen, que ha provocado fascinación y desprecio en igual medida, muestra un uso magistral del insulto, la invectiva, la burla y el calembour: en un intercambio (en este caso, no presidencial) con Nicolas Sarkozy en 2003 en el programa 100 minutes pour convaincre, lo comparó con una “ardilla” que, aunque tiene cierto encanto, da “vueltas en círculo dentro de su jaula, dando la impresión de que hace mucho, pero sin avanzar hacia ningún lado en términos objetivos”.
También en Francia, encontramos un ejemplo situado en las antípodas: preocupado por parecer cortés con su interlocutora –por lo que evitó, entre otras cosas, el uso de su característico puño cerrado–, en el debate entre el conservador Nicolas Sarkozy y la socialista Segolène Royal previo al ballotage del año 2007 (particularmente interesante por comportar una tercera restricción: no caer en el machismo o la violencia de género), Sarkozy debió recurrir a la “descalificación cortés”, una estrategia tendiente a minimizar, descalificar y denostar a su contrincante con un tono condescendiente que, entre otras cosas, aseguraba “comprender” sus ataques de ira, su inexperiencia o su falta de control: “La comprendo: a cualquiera puede pasarle esto de perder los estribos”, respondió serenamente Sarkozy tras un virulento parlamento acusatorio por parte de Royal.
¿Argentina debate?
Tras algunas dudas, vacilaciones, acuerdos y condicionamientos, antes de las elecciones generales del 25 de octubre los seis candidatos presidenciales argentinos accedieron a debatir en vivo. Daniel Scioli, el candidato mejor posicionado en las encuestas, declinó –probablemente en virtud de aquel adagio según el cual “el que gana no debate”– su participación apenas dos días antes del encuentro aduciendo que no debatiría hasta tanto no hubiera una ley que lo regule, ausencia que, paradójicamente, se instaló como uno de los principales temas de debate durante el encuentro, y en las repercusiones mediáticas previas y posteriores.
El famoso síndrome “de la silla vacía” surtió sus efectos. Por citar un antecedente, en el primer turno de las elecciones brasileras de 2006, Lula da Silva también se ausentó del debate televisado, por ser quien lideraba las encuestas pero también por estar acusado de un caso de corrupción en su campaña, del que no podría evitar hablar. Aunque Lula estuvo a 1,5 puntos de ganar la elección en primer turno, debió ir a un ballotage. En el segundo turno participó de los cuatro debates con su contrincante Gerardo Alckmin, y finalmente fue reelecto con 60% de votos.
Impulsado por Argentina Debate, una organización integrada por un “grupo de jóvenes empresarios” y por miembros del CIPPEC (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento, organización sin fines de lucro y apartidaria, aunque no carente de vínculos con el poder), el primer debate presidencial argentino dejó un saldo de satisfacción para algunos y de decepción para otros. Satisfacción por la propia realización del evento, que se presumía un “derecho” de todos los argentinos, un “símbolo del diálogo político, resultado del pluralismo y del trabajo cooperativo”, un “compromiso cívico” que favorece el fortalecimiento de la democracia en la medida en que está fundado en valores como la transparencia, la igualdad, la construcción de un bien público, la buena fe y la libertad.
Decepción porque, para muchos, el debate careció del tono polémico que debería ser su marca distintiva. El único momento álgido de la noche fue el pedido, por parte de Massa, de usar su tiempo para “hacer silencio” en nombre del candidato ausente, estrategia que hace resonar aquella empleada por los candidatos brasileros en 2006 en la que “formulaban preguntas” a un Lula ausente. El debate argentino estuvo exageradamente mediado por los periodistas y no propició instancias de verdadero intercambio de ideas sobre los temas más picantes de la política o la economía argentina.
De allí que el “debate sobre el debate”, es decir, el gesto metadiscursivo que tematiza el evento, su pertinencia, sus ausencias y presencias, genere más agitación pública que el propio acontecimiento. Tanto es así que la sola “invitación” o “declinación” a debatir parece constituir, en sí mismo, un tema de discusión pública y una exhibición de táctica y estrategia político-electoral: en la conferencia de prensa del lunes posterior a las elecciones Scioli retó a Macri a debatir; luego, Gabriela Michetti desafió, por su parte, a Carlos Zannini a un debate entre candidatos vice-presidenciales; Macri transmitió sus vacilaciones (finalmente decidió no asistir a un segundo debate previsto a realizarse en el canal TN, y solo participar en el que organiza la ONG) y ahora la organización del evento está en marcha.
El manual de estilo redactado por Argentina Debate para el evento de octubre establecía una disposición fuertemente regulada en cuanto al ordenamiento de temas, bloques, cortes, turnos, cámaras, moderadores y tiempos, pero también en materia de escenografía, maquillaje y peluquería. Los temas a tratar –desarrollo, educación e infancia, seguridad y derechos humanos, fortalecimiento democrático– se desarrollaron en un esquema de exposición (de un minuto y medio), una o dos preguntas de otro candidato (25 segundos) y respuesta (de un minuto), para cada uno de los expositores.
Fundado en el presupuesto de la neutralidad, la transparencia del lenguaje y de las ideas y la centralidad de lo mediático, el debate preelectoral se propone someter a los candidatos al desafío de “rendir cuentas” y de “exponer sus propuestas” más allá de las “especulaciones electorales”. Pero propone y presupone, asimismo, que la política se dirime en la capacidad racional de los votantes para optar –como en un shopping electoral– entre las propuestas que más se ajustan a sus expectativas. Toda una concepción de la democracia, la política, la constitución de identidades y la construcción de idearios políticos. ¿Cuál es el lugar que aquí queda para la dimensión afectiva de lo político? ¿Qué rol le cabe, en esta propuesta, al debate ya no pensado como un mero espectáculo televisado, sino como ámbito agonal de confrontación ideológica en el que se ponen en juego las quaestiones (preguntas y cuestiones) que dirimen el futuro de nuestra comunidad política?