Ensayo

Emilia Gutierrez: pintura, encierro, locura


La mirada que desaparece entre píxeles

Lo poco que se conoce de Emilia Gutierrez es suficiente para construir el mito: una pintora con una locura heredada y sutil, no tan estridente como la de otros artistas que llegaron al canon, que se aisla en su departamento las últimas tres décadas de su vida. Nadie sabe bien por qué ella se encierra y es olvidada. Desde los seis años, la también pintora y escritora, Ana Montes está obsesionada con la mirada distante de Emilia ¿Qué dicen sus ojos? La busca en las calles, en otros ojos, en los suyos, pero se le escurre entre píxeles. No es la única. El coleccionista Gabriel Levinas y el curador Rafael Cippolini también quedaron capturados por la obra de esta artista que, dicen, nos devuelve aquello que no queremos ver: el malestar universal encerrado en lo familiar.

Una mujer rendida sobre una mesa espera que algo se cocine. Tiene la mirada en ningún lado. Debajo suyo, unas cuantas siluetas indefinidas se reproducen a sus pies. El dibujo se titula: Ronda de niños mientras la madre cocina. Lo firma Emilia Gutiérrez y lo llevo a mi casa bajo el brazo en un subte repleto de gente un veintitrés de diciembre demasiado caluroso. Vuelvo de lo de Gabriel Levinas, el coleccionista de arte. Nos encontramos en su casa en el barrio de Once porque leyó una nota que escribí en Página 12 sobre mi historia con Emilia Gutiérrez. En un cuartito escondido en su cocina me esperaban apiladas incontables carpetas llenas de dibujos de Emilia. Mientras los miraba alucinada, me enteré de que ahí están casi todos sus dibujos. Son más de mil, de los años en los que dejó de pintar porque los colores le producían alucinaciones auditivas. Era una especialista en relatar lo que todos ocultamos, dijo Levinas y agregó: Elegite uno que te lo regalo, por haberla sacado a pasear a la luz. 

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El nacimiento de Emilia Gutiérrez en 1928 generó en su madre una depresión que terminó en psicosis e internación. La crió su abuela Esperanza porque su padre Emilio viajaba mucho por trabajo. Retraída desde chica a pesar de tener dos hermanas mayores, estudió en el taller del famoso pintor Demetrio Urruchúa. Iba todos los días, hacía los ejercicios, pero sus compañeros no se le acercaban. La apodaron la flamenca, porque le gustaban los colores de los pintores holandeses. En la única entrevista que se le conoce, cuando le preguntaron por su obra contestó: No tengo nada que decir, nada importante hay en mi vida, en los cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre. Quizás, sus pinturas de situaciones domésticas en espacios cerrados fueron premoniciones de cómo terminaría siendo el resto de su vida. 

En 1975 se aisló en su departamento de Belgrano donde pasó las últimas tres décadas hasta su muerte en 2003. Nadie sabe bien por qué se encerró. El psiquiatra le prohibió pintar y entonces dibujó. Lo poco que se conoce de su biografía es suficiente para construir el mito: una pintora en el encierro, olvidada, con una locura heredada y sutil, no tan estridente como la de otros artistas que llegaron al canon. Rafael Cippolini, curador de la retrospectiva de sus obras en Colección Fortabat, lo resume así: Ella se aisló y se olvidaron de ella. 

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Una mujer en el centro de un cuarto sentada frente a una mesa que no entra en el encuadre porque el plano se corta antes sin sentido. Sobre la mesa una porción de torta, un pocillo de café y una cucharita. Nada brilla. Atrás está ella. Su postura, un poco encorvada, su mueca seria, un gesto duro como las puntas de la mesa. Su cara es más color hueso que piel, un poco grisácea. Su pelo corto llega a la mitad del mentón y es marrón ceniza. Las dimensiones están enrarecidas. No se ve el techo pero parece que el sombrero está bastante cerca de tocarlo. De las cuatro paredes, solo se ven dos.  A pesar de que los elementos están listos para la acción (la taza, la cuchara, la torta) no hay ninguna sugerencia de movimiento. No pasa nada. Podría ser esa hora de la tarde en la que se va la luz o, tal vez solamente, un ambiente muy oscuro que nunca se ve favorecido por el impacto del sol. El clima es enrarecido, tal vez a causa de que todo está empaletado en esos grises, marrones, verdosos, apagados. En el borde derecho, el año 69 y una firma: Gutiérrez. Me detengo en sus ojos. Son apenas distinguibles, verde musgo. Su mirada perdida en un punto fijo de la pared, un ojo mira hacia el frente y el otro levemente hacia la izquierda, hacia un lugar que no se llega a ver.  Ella mira y no mira.

Dice Alejandra Kamiya en uno de sus cuentos: La mirada cuanto más lejana y más perdida, más parece acercarse al centro de algo. 

Mirar El pocillo de café me produce ahogo, como si estuviera encerrada en un aparato resonador o en un ascensor muy chico, o en ese cuarto en el que está ella, tan estrecho. Entrecierro los ojos y su cuerpo, la mesa y las paredes se vuelven una mancha amorfa. Lo único que sobresale está en el centro, de su pecho y del cuadro, un colgante cuadrado de piedra carmesí. Se me nublan los ojos de mirarlo tan fijo, entonces los cierro. ¿Dónde vi antes ese color? 

Dice Maria Gainza en Una vida crítica: Un estudio sobre museos reveló hace un tiempo que un espectador promedio permanece entre un segundo y medio a dos frente a un cuadro. La duración de la contemplación -literalmente, cuánto tiempo uno puede prestarle atención a la imagen- es el tiempo que uno soporta salirse de sí mismo. 

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A partir de ese primer encuentro casual con El pocillo de café escribí: una nota, un cuento, una novela que sigue en proceso y esto que intento acá. Distintas formas de bordear una obsesión. Rafael Cippolini cuenta algo parecido de su primer acercamiento a Emilia: Me encontré, un poco de casualidad, con Emilia Gutiérrez. Mejor dicho, un amigo me pidió que fuera a ver sus obras. Ese hecho fortuito desencadenó una obsesión que me llevó a armar esta retrospectiva con la que vengo soñando hace ya quince años. Ese amigo era Gabriel Levinas, que conoce a Emilia desde hace muchísimos años más, porque era compañero de colegio de sus sobrinos Sergio y Alejandro Berlín. Levinas recuerda que de chico tenía colgado en su casa un cuadrito muy lindo suyo, de su etapa temprana. El cuadro se perdió, el tiempo pasó, y no siguió cercano a su familia hasta que, hace un tiempo, los sobrinos lo contactaron para hacer algo con su obra. Después de un par de libros y varias muestras, se cansaron y le dejaron todo a él. Yo me metí en esto para ayudar a los Berlín, a quienes quería mucho y, muy rápidamente y sin darme cuenta, Emilia me capturó. 

Busco la mirada de El pocillo de café en otros ojos. A veces, la encuentro. La descubro en una figura cubierta por un tapado rojo en la cola del cine, en una mujer que espera con la mirada suspendida el cambio de color de un semáforo de Avenida de Mayo, o en otra a la que se le entrecierran los ojos parada en el subte. Cuando la encuentro, le saco una foto disimulada de lejos. En esos segundos que dura la operación, en esos instantes que me separan de hacer zoom a los ojos, me imagino qué estará enfocando ese ojo perdido. Pero cuando me acerco lo suficiente, la pupila simplemente desaparece entre los píxeles. 

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Otros títulos de sus obras: Espera, Quietud, Las cuatro esperan, Sueños, Pasando un momento, Serenidad, Sobremesa, Sola, Meditando, Hilvanando recuerdos, La miran, Nos mira, Reunión de ciegas, Mujeres dentro y fuera del tiempo, Extraño ser, No veo su rostro, Tratando de interpretarlos, Huyeron de mí, En silencio, Sin hablar. 

El cuadro preferido de Emilia era La extracción de la piedra de la locura del Bosco, obra que, de alguna manera, se burla o ironiza sobre la creencia popular de la época de que la locura se producía por una piedra alojada en el cerebro. En la escena que se representa, el doctor opera al paciente para extraer la piedra pero, en su lugar, se encuentra con un tulipán. A Emilia no le sacaron ninguna piedra, pero sí los colores. Entre los más de mil dibujos que hizo en esos años, casi todos en blanco y negro, uno resiste: en medio del negro, una mancha roja. Una última piedra de color, una despedida. 

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Esta podría haber sido la historia clínica de Emilia Guitérrez: 

Nombre: Emilia Gutiérrez. 

Edad: 47 años.

Motivo de consulta: Alucinaciones auditivas.

Enfermedad actual: Paciente refiere escuchar voces. No está segura de lo que estas voces dicen pero las escucha con frecuencia, más o menos nítidamente. Relata tristeza secundaria a conflictos vinculares y dificultad para salir de su casa. Asimismo, refiere sentirse irritable de manera desproporcionada ante los sucesos y circunstancias de la vida cotidiana. Expresa sentimientos de vacío en diversas esferas de su vida. Observa una dificultad para realizar con normalidad su actividad principal, pintar. Vincula los momentos de trabajo con la exaltación de las voces. “Suben el volumen cuando mezclo los colores con el pincel” (SIC). 

Examen psiquiátrico: al momento del examen psiquiátrico la paciente se encuentra orientada en tiempo espacio y persona, aliñada, aseada, con vestimenta acorde a edad y estación del año. No despliega ideas delirantes. 

Antecedentes familiares: Su madre fue diagnosticada con depresión posparto que derivó en una psicosis severa con internación. 

Diagnósticos presuntivos: Psicosis no específica. 

Indicaciones: Se indica psicoterapia y la prohibición de pintar con colores para atenuar el síntoma psicótico principal. 

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Levinas cree que la idea de que sus obras son producto de la locura es menospreciarlas. Para él, ella salía de su angustia mediante su obra, que la adentraba en otro mundo. Su pintura y su dibujo son lo contrario a la locura, son la certeza de la línea, la capacidad expresiva alineada con su mano y su cabeza. 

Algunas otras artistas visuales asociadas al encierro y a la locura: Alice Neel, Dora Maar, Mildred Burton, Yayoi Kusama, Hilma Af Klimt, Aloïse Corbaz, Käthe Kollwitz, Marietta Robusti, Margaret Keane, Artemisia Gentileschi, Camille Claudel, Ana Mendieta. 

En Tres preguntas incómodas Evelyn Erlij se pregunta: ¿Es posible mirar la obra de una artista sin ver un espejo de su vida?

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Una mujer está parada en medio de un fondo azul y bordó. Un ojo celeste me mira fijo, justo en el centro de todo lo demás. El otro, el derecho, se encuentra elevado, enfocando algo que está más arriba, fuera del encuadre. Googleo ojos desviados: lo que produce este síntoma es la pérdida de paralelismo entre los ojos. Mientras uno dirige la mirada hacia un objeto, el otro se desvía en una dirección diferente. Esta desconexión entre los ojos puede afectar la percepción de profundidad, de tamaño y de distancia. En El trabajo de los ojos, Mercedes Halfon dice que el estrabismo, la enfermedad más común que produce el desvío de ojos, es un problema de distancia con el mundo. Vuelvo a mirar la pintura de Emilia. Quiero ver lo que ese ojo ve, eso que no llego a ver. No puedo. Ese ojo vive en otra dimensión, enfoca la otra cara de las cosas, esa que no se puede mirar de frente. Ese ojo, con el que Emilia vivía, mira a otro mundo que está ahí pero al que no logro acceder. 

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Mayo de 1965. Galería Lirolay (Esmeralda 866) Emilia Gutierrez inaugura su primera exposición individual. Cuenta con quince pinturas y once dibujos.

Mayo de 1965. Instituto Di Tella (Florida 936) Marta Minujín y Rubén Santantonín presentan La Menesunda. Instalación participativa de 400 metros cuadrados y doce ambientes en la que el público entra sin zapatos a ser parte de una experiencia que incluye conejos vivos, moscas, una pareja en su cama y figuras realizadas con tubos de luces de neón que se encienden y apagan en forma intermitente. 

Tres cuadras dividían a la Galería Lirolay del Instituto Di Tella. Cuadras que se conocían como la Manzana Loca. Cuadras en las que una nueva generación de artistas, que se declaraba harta de la seriedad y la angustia del arte de posguerra, hizo de la cultura popular y masiva su material creativo. Cuadras en las que miles de personas hicieron fila en mayo de 1965 para entrar a ver La Menesunda, un proyecto descomunal que se convertiría en el escándalo del año y en uno de los grandes hitos de la historia del arte argentino. 

¿Cuántas de esas miles de personas, haciendo la fila en esas cuadras en mayo de 1965, pasaron por la Galería Lirolay sin desviar su mirada a lo qué había ahí dentro? 

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Gabriel Levinas sobre Emilia: Era una experta en conversar y convivir con los personajes que buscamos evitar. Se dejó invadir por ellos, por la angustia que nos producen y omitimos, para entregarnos documentada y pormenorizadamente, no su mundo, sino una parte marginada del nuestro. 

Osiris Chierico sobre idem: Ella domina lo extraño a partir de lo simple, hace avanzar al espectador por un mundo de criaturas arrasadas por un tenue temblor. 

Raúl Santana sobre las pinturas de Emilia Gutiérrez: Son un espejo de la vida. Mirarlas produce un malestar universal. Una constante en su producción es el extrañamiento de lo familiar. Situaciones domésticas en las que algo está levemente corrido y produce angustia. Tienen un clima de desamparo y desencuentro. Casi todas suceden en cuatro paredes, en el encierro, en los límites del hogar

Crítica del Diario La prensa sobre idem: Si es cierto que necesitamos de la soledad en prudente medida, no menos cierto es que suelen hacerse grandes esfuerzos para evitar que esa dosis llegue a ser excesiva. Por ello, cuando nos hallamos frente a demostraciones de una gran soledad asumida -tal vez hasta buscada- nos causa emoción.

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Una mujer posa en un lugar turístico entrecerrando la mirada para protegerse del sol. Sus ojos quedan en sombra ¿Siempre quedan en sombra los ojos en un exterior soleado o es solo en esta foto? En la siguiente esa misma mujer sonríe sentada en la playa. Tiene los ojos cerrados. Alguien, que se sale del cuadro, le acomoda el bretel de la malla que se le vuela con el viento. En otra foto esa mujer, esta vez sentada en una silla de costado, también sonríe. De nuevo tiene los ojos cerrados. Siempre que descansa de su ojo desviado, sonríe. En esta última ella, Emilia, no sonríe. Está en una habitación, mira a cámara con un solo ojo. El otro se va a algún lugar ¿A dónde se va, esta vez, ese ojo? Lleva el pelo corto debajo de las orejas. Tiene un gesto ausente, su cara parece de piedra. Nada grandioso hay en su rostro y, sin embargo, su mirada tuerta produce un magnetismo, sutil pero firme, como el de sus cuadros. Miro los ojos de la retratada en El pocillo de café.  Son los mismos, son sus mismos ojos. Y, si los miro un rato más, son los míos, aunque sea por un segundo. Tal vez, cualquiera que se busque ahí se encuentre. Sus figuras fantasmagóricas son el doble extrañado de todos nosotros. Creo que eso dicen los ojos desviados que pintó y creo, cada vez que vuelvo a mirarlos, que están por decir algo más.

Emilia, curada por Rafael Cippolini, se puede visitar de jueves a domingos hasta el 31 de julio en Colección Fortabat.