Fotos: Casa Rosada, Museo del Holocausto de Estados Unidos y Museo del Hoocausto Yad Vashem (Israel).
Tengo un mito de origen. Quizás muchos. Pero desde hace unos días se me hace presente un relato que escuché una y otra vez sobre los y las jóvenes del Centro Literario Israelita “Max Nordau” de la ciudad de La Plata -mi lugar de origen en el sentido más literal del término. Si bien el hecho sucedió en abril de 1983, cuando la dictadura estaba militar y políticamente vencida, la suerte del proceso de recuperación democrática tampoco estaba asegurado. En aquellos días los y las integrantes de la Juventud Judía Independiente llevaron adelante el acto de recordación del Levantamiento del Ghetto de Varsovia. Era de recordación, claro, en honor a las víctimas del Holocausto. Pero, a la vez, de celebración: la memoria de los y las jóvenes que habían resistido al nazismo en el ghetto no podía dejar de animar a estos otros jóvenes en la esperanza de un nuevo tiempo que se avecinaba y en el reconocimiento de las formas de resistencia que ellos mismos habían desplegado, a otra escala, durante los años del terrorismo estatal.
La JJI, como se la conocía entre los activistas platenses en los ‘80, había publicado la revista Renacer durante gran parte del período dictatorial abordando, entre diversos temas, el proceso revolucionario en Nicaragua, una mirada crítica sobre la Independencia nacional y con posiciones incómodas -para algunos- en torno al quiebre de la hegemonía laborista en Israel y la guerra del Líbano de 1982. (Leída a la distancia la revista puede parecer un tanto cándida; sin embargo, su sesgo le valió la vigilancia por parte de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires al mando de Miguel Etchecolatz.)
Volvamos a 1983. La Juventud Judía de La Plata invitó al acto de conmemoración del Levantamiento del Ghetto de Varsovia a personalidades que no se identificaban ni pertenecían al universo institucional judío: Federico Storani (UCR), Oscar Alende (PI), Alfredo Bravo (APDH). También fueron parte de los oradores el rabino Baruj Plavnik (Seminario Rabínico Latinoamericano), Ernesto Tenenbaum (Juventud Judía Independiente), Nehemías Resnizky (ex presidente de la DAIA) y Herman Schiller (director del semanario Nueva Presencia); salvo Resnizky, ninguno era parte de elenco estable de las instituciones tradicionales. La convocatoria a referentes extra-comunitarios les valió la crítica por parte de la dirigencia judía porque, decían, se había menoscabado la especificidad del acto convirtiéndolo en una tribuna proselitista: algunas de las exposiciones criticaron al régimen dictatorial y a su rasgo más criminal, la violación extendida y sistemática de los derechos humanos.
Este tipo de iniciativas crecieron, en los albores de la recuperación democrática, evidenciando los modos contrapuestos que comprendería la memoria Holocausto en las conmemoraciones de carácter público. En 1984 la convocatoria realizada por el Movimiento Judío por los Derechos Humanos (MJDH) -una organización creada en agosto del 83 por el rabino Marshall Meyer y el periodista Herman Schiller- con el objeto de recordar la sublevación de los judíos en el ghetto de Varsovia reflejó la situación represiva de la dictadura. Sus miembros querían que el movimiento fuese el portador de un mensaje de comparación entre “ambos genocidios”: el Holocausto y la dictadura militar. Durante ese acto, realizado el 25 abril de 1984 al pie del Obelisco, el rabino Marshall Meyer -quien integró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas- estableció vínculos entre la dictadura nazi y la argentina legitimando el uso del Holocausto como símbolo de la lucha contra el olvido:
Hemos decidido recurrir a nuestros recuerdos esta noche porque como argentinos judíos creemos que la memoria colectiva del pueblo judío puede encerrar una enseñanza inestimable para la Argentina toda; una acción que puede ser aprendida, que debe ser aprendida. Nadie puede vivir en libertad o seguridad o comodidad mientras a sus semejantes le son negados los mismos privilegios. Cuando la comunidad europea se negó a tomar en serio a Hitler, o la persecución a los judíos, redactó su propia sentencia de muerte. Toda Europa debió pagar el precio por esta falta de respuesta adecuada. Los argentinos hemos vivido un mini-holocausto durante los años de la dictadura militar. Nuestra tierra todavía está empapada de sangre inocente. El pueblo argentino exige justicia (Nueva Presencia, 1/6/84: 2).
Esta apelación a la memoria del Holocausto como un modo de cifrar la propia experiencia argentina en torno al terrorismo de Estado se consagró desde entonces con idas y vueltas, con mayor aceptación y con menos. Sin embargo, el ejemplo local permite poner en cuestión la afirmación acerca del carácter global de la memoria del Holocausto. No porque su dimensión conmemorativa no tenga una pretensión universal -Naciones Unidas establece una fecha de recordación y existe un órgano internacional dedicado a fomentar el recuerdo, la enseñanza y la investigación en torno al Holocausto, la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto-; sino porque si bien esa memoria es global su impronta siempre es situada. Cada Museo, monumento o lugar de recordación se pone en diálogo con aspectos y procesos históricos singulares de los lugares en los que fue emplazado: el apartheid en Sudáfrica, la experiencia de la opresión soviética en Alemania y los países de la Europa del Este, la última dictadura militar en Argentina, la “liberación de los totalitarismos y la salvaguarda de la democracia” en los Estados Unidos.
Lo que denominamos memoria del Holocausto no siempre se sostuvo sobre las mismas valoraciones. En el caso argentino, la recepción del nazismo y, en particular del Holocausto, se constituyó en un tópico relevante que permitió movilizar un conjunto de acciones que dieron las bases a una lectura “argentinizada” de la experiencia del nacional-socialismo. Esta memoria temprana fue construyendo una base conceptual para interpretar la historia nacional desde la segunda mitad del siglo XX. Los discursos tendientes a identificar el peronismo como una forma de nazi-fascismo se consagraron desde las décadas de 1940. Si bien diversos trabajos han matizado la veracidad empírica de esa tesis, los efectos de la misma han perdurado hasta la actualidad. A comienzos de la década del sesenta el tópico del Holocausto se reintroduce en el debate político nacional a consecuencia de la captura/secuestro de Adolf Eichmann en nuestro país. Este affaire reconfiguró el horizonte de debate en torno al Holocausto: las acusaciones, amenazas y atentados desarrollados por agrupaciones políticas católicas y nacionalistas -Tacuara, Guardia Restauradora Nacionalista, entre otras- contra instituciones e individuos judíos produjo una serie de intervenciones y polémicas en torno la integración y participación de colectivos de inmigrantes en diversos ámbitos del quehacer público.
Durante la década del ‘70 la memoria del Holocausto emergió en el espacio público con dos rasgos sobresalientes. En la primera mitad como una narrativa que, al exaltar la revuelta de los jóvenes judíos en el Ghetto de Varsovia, ponderaba las luchas por la liberación nacional. Aquellos y aquellas que estaban filiados en los movimientos juveniles judíos se servían de una memoria heroica del Holocausto para dialogar, con tensiones en función del conflicto árabe-israelí, con aquellos y aquellas jóvenes que desde la nueva izquierda acompañaban el proceso de liberación nacional en Argentina, América Latina y el Tercer Mundo. Durante la segunda mitad de la década, cuando arreciaba el terrorismo estatal, la memoria del Holocausto fue un “espejo” eficaz donde apoyar las denuncias sobre las violaciones a los derechos humanos que aquí se cometían.
(Paradojas del devenir histórico: el primer acto público permitido por la dictadura militar fue, justamente, el de conmemoración del Levantamiento del Ghetto de Varsovia. A un mes del golpe, el ICUF -una de las organizaciones del espectro institucional judío auto-identificado como “progresista”- realizó una ceremonia en el Cine Majestic de la que participaron Berta Drucaroff, Eduardo Pimentel, León Ianulewicz y Rubén Sinay. La consigna de la convocatoria parecía burlar la censura del régimen o no haber tenido en cuenta el carácter del tiempo que se avecinaba: “Para cerrar el paso a la escalada fascista en América Latina y la Argentina / Contra el terrorismo - cualquiera sea su signo- y la amenaza del Golpe de Estado / Solidaridad con los pueblos hermanos de Sudamérica sometidos a su terror / ¡Contra los asesinatos, secuestros y asaltos de las bandas fascistas!)
Si, como sostuvimos al inicio, la década del 80 se caracterizó por construir puentes entre una memoria, la del Holocausto, y una demanda, la del juicio y castigo a los responsables de los crímenes cometidos por la dictadura militar, los 90 iniciaron un proceso de institucionalización de la memoria del Holocausto. Tras el trabajo e impacto que tuvieron las iniciativas de la Universidad de Yale y la Fundación Spielberg dedicadas a recopilar testimonios audiovisuales de sobrevivientes del Holocausto, un grupo de personalidades e intelectuales conformaron un instituto de estudio e investigación sobre el Holocausto que acompañó la toma de los testimonios de quienes se habían radicado en el país huyendo del nazismo o tras ser liberados de los campos de exterminio. Este grupo formaría la Fundación Memoria del Holocausto, en 1993, que sentaría las bases para el desarrollo del primer Museo del Holocausto situado en la ciudad Buenos Aires, inaugurado en 1999.
¿Cómo entender este proceso de institucionalización en un contexto político que se jactó del olvido como una política estatal? En primer término reconociendo que lo transterritorial de la memoria del Holocausto le otorgaba un carácter más aséptico que la demandas en torno de la dictadura militar en Argentina. En segundo lugar, considerando que esa memoria en el espacio público se hizo más evidente, necesaria y justificada tras los atentados a la Embajada de Israel (1992) y a la sede de la Mutual Israelita de la República Argentina (1994). Durante esos años se consolidaron diversas políticas estatales tendientes a acompañar y visibilizar la memoria del Holocausto con el objeto de reparar la experiencia de la comunidad judía en el país frente a la inacción del Poder Judicial en la resolución de las investigaciones sobre los atentados: se cedió el edificio donde funcionaría el Museo del Holocausto y se creó la Comisión de Esclarecimiento de Actividades Nazis en la Argentina, por ejemplo. Como señala el trabajo de Wanda Wechsler (2017) sobre la historia del Museo del Holocausto, las narrativas que sostuvieron los actores en su origen no estuvieron distantes ni enfrentadas a las experiencias nacionales: la cuestión de la dictadura militar y los genocidios sucedidos en el siglo XX constituyeron parte del espectro de temas abordados y los diálogos establecidos.
La construcción de una agenda pública que reconociera la implicancia del Estado en la consagración de la memoria, la verdad y la justicia como una política de Estado, entre 2004 y 2015, volvió a tender puentes con la experiencia del Holocausto. Y no solo con su dimensión histórica sino con las iniciativas de memorialización, enseñanza e investigación que se desarrollaban mayormente en Europa y los Estados Unidos. Como muestra la investigación de Santiago Cueto Rua (2019) en torno al origen de la Comisión Provincial por la Memoria, alguna de sus mentoras observaban con atención cómo se vinculaban las esferas de activistas, víctimas, sobrevivientes e intelectuales en la construcción de una serie de iniciativas tendientes a materializar los ejercicios de memoria en Museos, programas de estudios e investigación así como en la conservación de los sitios de memoria. Como en los ochenta aunque con mucho más impulso y acompañada por el reconocimiento estatal, la memoria del Holocausto acompañó -y viceversa- la consolidación en el espacio público de una remembranza del terrorismo estatal cuyo saldo fueron 30.000 desaparecidos, 500 niños apropiados y un amplio universo de exiliados.
Desde entonces las conmemoraciones del Holocausto fueron impulsadas por las agencias estatales en el marco de la recordación global propulsada por Naciones Unidas. Hasta 2013 -cuando se inició un conflicto con algunas instituciones de la comunidad judía tras el anunció de la firma de un Memorándum de Entendimiento entre Argentina e Irán para avanzar en las investigaciones judiciales por el atentado a la AMIA- los actos congregaban a funcionarios, sobrevivientes del Holocausto, actores de la vida judía en el país y miembros de organizaciones de derechos humanos.
En este contexto debe comprenderse el impulso que cobró el proyecto de creación de un monumento de recordación a las víctimas del Holocausto en la ciudad de Buenos Aires. Si bien la propuesta se esgrimió en el año 2000, la misma se viabilizó entre 2007 y 2009, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. La obra estuvo finalizada para comienzos de febrero de 2015 pero la inauguración se retrasó debido a los conflictos entre algunas instituciones de la comunidad judía y el kirchnerismo -a la tensión por el Memorándum se sumó la incertidumbre por la muerte de Alberto Nisman, el fiscal a cargo de la investigación judicial por el atentado a la AMIA. La inauguración fue el 27 de enero de 2016, durante la conmemoración internacional del Holocausto: estuvieron Horacio Rodríguez Larreta, Pablo Avelluto y Claudio Avruj. Este acto fundacional de la nueva gestión de gobierno puso en escena algunos de los sentidos que la memoria del Holocausto tendría en el período: las alianzas entre funcionarios de gobierno y autoridades de la comunidad judía así como un corrimiento de sentidos en torno a la valoración de los acontecimientos del pasado. El retraso consentido en la inauguración del monumento permitía advertir que, finalmente, lo que menos importaba para aquellos que reclaman políticas públicas de recordación del Holocausto era la memoria del Holocausto.
Si bien se continuaron sucediendo las conmemoraciones formales de cada 27 de enero, en las mismas se podía apreciar lo que Enzo Traverso conceptualizó como un “giro conservador” en el uso de la memoria del Holocausto. Los actos y los actores comenzaron a tomar distancia de la propia experiencia dictatorial argentina -cuando no a impugnar la relación- para visibilizar otras narrativas en torno a las violencias del siglo XX: las víctimas del terrorismo internacional. En este sentido, retomando a Lorenz (2019), la celebración pública de la memoria del Holocausto no era una impugnación del vínculo con el pasado sino una nueva narrativa que sugería la reposición de otros sentidos en torno a los debates políticos: las “memorias de la derecha” podían articular una condena al nazismo con una retórica que impugnaba a su vez al comunismo, el terrorismo internacional y el populismo como si fueran todas experiencias del mismo signo.
Ahora el presidente Alberto Fernández hizo su primer viaje oficial a Israel para participar del “Foro Internacional de Líderes en Conmemoración del Día Internacional de Recordación del Holocausto y la Lucha contra el Antisemitismo”. ¿Qué expectativas promueve la participación de la delegación argentina en este foro?
Mientras que la mayoría de las intervenciones han puesto en evidencia la estrategia desplegada en el plano de la política internacional y en el deseo de recomponer los vínculos con las instituciones de la vida judía, también es necesario destacar que el compromiso que asuma Argentina es auspicioso en función del propio derrotero que la memoria del Holocausto asumió en nuestro país: durante más de setenta años -salvo algunas excepciones- emergió como una memoria solidaria, desafiante y permeable a las problemáticas de cada tiempo.
Si bien somos testigos de una nueva revitalización de la memoria del Holocausto en el debate público, podríamos afirmar que en Argentina la experiencia del Holocausto nunca estuvo impugnada. Diversos actores frente a diversos auditorios se posicionaron periódicamente en torno al exterminio de los judíos de Europa. Lo que se ha ido modificando fueron las representaciones y sensibilidades que sirvieron para interpretar el derrotero histórico. Es en este sentido, y pese a la distancia geográfica con la territorialidad del exterminio, que debe entenderse la proliferación, en Argentina, de actos, monumentos, sitios de memoria y políticas públicas dedicadas a la conmemoración, enseñanza y reflexión en torno al Holocausto.
Si alguna potencia le ha permitido perdurar a la memoria del Holocausto esto se debió a su rasgo cambiante y, como decía el siempre atento Héctor “Toto” Schmucler, a su posibilidad de iluminar otras experiencias criminales que eran negadas o silenciadas por perpetradores y testigos. Por ejemplo, la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto desplegó una campaña muy fuerte en los últimos años para visibilizar la crisis y condenar la xenofobia producto del desplazamiento de migrantes y refugiados en Europa. Quizás aquí resida la mayor promesa, la expectativa: de qué modo la memoria del Holocausto acompañará las demandas, visibilización y empoderamiento de una agenda ampliada de derechos humanos en nuestro país. ¿Quiénes serán los alertadores de incendios - como aquellos jóvenes judíos platenses de 1983- que asumirán el riesgo de forzar el diálogo entre la memoria del Holocausto y los y las sufrientes de este tiempo?