COMPRÁ HOY TU EJEMPLAR
COMPRÁ HOY TU EJEMPLAR
Soy SaSa, síntesis de Sabrina y Santiago. Mi nombre es la línea de fuga de un sistema de poder que ha sabido invisibilizarme, que ha intentado encasillarme (y lo sigue haciendo). Un nombre sin género posible. Es que SaSa es un nombre que trata de burlarse de las ficciones que nos constituyen y que, al mismo tiempo, es una ficción que me constituye y que grita disidencia, que busca interpelar a los otros para decirles que elijo yo cómo ser llamadx. Que elijo yo quién o qué subjetividad ser, en la medida de mis posibilidades.
Soy una persona de género fluido, gender fluid nos dicen. Porque, claro, decirlo en inglés lo hace sonar más cool. Como sea, no me autopercibo ni totalmente mujer ni totalmente varón. Me chupa un huevo si, cuando me cruzan por ahí, me ven XX o XY o andrógino. En cierta jerga se usa el verbo “leer” para referirse a cómo te ven los demás. Entonces las personas te leen de una manera u otra. Como si no hubiera más que dos opciones.
En cualquier caso, no quiero que me lean de ninguna forma específica, quiero que se sienten a charlar conmigo y me pregunten cómo estoy, qué siento, qué me duele (puedo sonar muy vehemente o durx algunas veces pero en el fondo no soy nada punk). Tal vez, en el medio de la conversación, cuente que las personas de género fluido podemos experimentar experiencias simultáneas de varios géneros a la vez. Que cuando estoy hablando me enuncio casi siempre en masculino o neutro (digo “estoy cansado”, “me tienen podrido” y así). Que a veces, muy poquitas, me nombro en femenino, y que escribo todo lo que lleva marca de género usando una “x” al final, pero que realmente no me interesan las categorizaciones. Las categorizaciones pertenecen al binarismo, a este sistema que quiere que pienses todo de manera dual: sos bueno o malo, rico o pobre, alto o bajo, varón o mujer.
El binarismo también es un eufemismo del patriarcado y una zona de confort de la que elijo escapar.
Cuando empiezo a hablar de “género fluido” se multiplican las preguntas. Algunas me molestan bastante, lo reconozco (¿cuando estás en un lugar público, a qué baño vas? ¿Te levantás una mañana sintiéndote varón y al día siguiente sintiéndote mujer? ¿Usás calzoncillo o bombacha?). Me da bronca, sobre todo, porque por lo general todos esos interrogantes parten de esa idea binaria, heteronormada y estática.
Al que quiere saber de mi fluidez, pero en serio, le cuento que cuando era adolescente pensaba que era lesbiana porque me gustan las mujeres. Bueno, qué le voy a hacer, hasta ahora siempre fue así; me gustaron, amé y me enamoré de mujeres. Tuve algunas novias. Me gustaron de diversas orientaciones sexuales: bisexuales, héteros, lesbianas, pansexuales.
Es que no veo orientaciones sino personas. Hoy puedo decir que no soy lesbianx porque no soy totalmente mujer. Tampoco tengo en la actualidad la certeza de ser unx chicx trans porque no me autopercibo totalmente varón. Sí, yo, que no soy amigx de las zonas grises en otros ámbitos de mi vida, estoy paradx en la zona gris de los géneros. Ni una cosa ni la otra. O todo junto (y al mismo tiempo).
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Pienso mucho en la fluidez del género. De alguna manera vengo de ahí, de padres navegantes que se conocen arriba de un barco de la Armada Argentina. Mi vieja, comisaria naval de primera, clase A, llega a embarcarse durante días y días, desde muy joven. Lo hace sola, rodeada de decenas de varones. Tiene a su mando a muchos de ellos porque ocupa un cargo de jerarquía. Papá no, papá es clase C. En el ambiente de la Armada, un lugar tan estructurado y tan amigo del disciplinamiento y de determinados usos de la violencia, que una persona de clase A salga o se junte con alguien de clase inferior está muy mal visto. Así que durante un tiempo se encuentran a escondidas.
Se escapan o salen en horarios distintos para verse lejos de todos. Hoy me parece increíble que incluso ni el paradigma de la heterosexualidad esté libre de prejuicios. Te tenés que esconder porque hay una mirada institucional que pesa. Todo el tiempo las instituciones están gestionando la lógica del deseo.
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¿Hay un momento en el que te cae la ficha? A mí me pasó. Estoy mirando videos de YouTube de hombres trans que hablan a cámara contando cómo viven.
Muestran sus cuerpos. Algunos se animan a exhibir el “antes y después”. Me enojo. En algún momento pensé que yo iba a ir por ahí, que estaba haciendo una transición hasta terminar siendo un varón trans. Por eso quiero saber más y siempre que tengo un rato libre me dedico a investigar. Pero paso las imágenes sin mucho entusiasmo. Hay cosas que no me cierran. Es que hay muchos aspectos de la supuesta masculinidad que no me interesan. Por ejemplo, la barba. No quiero tener barba. Sigo. En un video español escucho por primera vez a alguien que habla sobre gender fluid. Me detengo y quedo completamente absortx: quien habla dice ser una persona no binaria. Empiezo a entender de a poco. Soy SaSa. Soy Sabrina y soy Santiago. No hay un álter ego, no hay un otro, una otra, une otre. No quiero que me encasillen, no quiero el nombre único.
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¿Santiago tiene fecha de nacimiento? Tal vez sí, tal vez ese dato ni siquiera importe. Lo único que recuerdo es que Santiago llega hasta mí como una revelación.
Un momento de epifanía después de muchas dudas y angustia. Como esas imágenes de la infancia en las que había que ir uniendo números con la birome y, al final, se armaba un dibujo claro: un animal, un auto, una flor. Santiago siempre estuvo ahí, como la imagen invisible detrás de esos números, pero no supe de su existencia hasta que pude hacer la unión.
Por momentos miro para atrás y hago un intento por armar un árbol genealógico torpe de Santiago, para buscarle un origen, que como todos, es artificial.
La historia podría contarse más o menos así. Siempre quise –y todavía quiero– formar mi propia familia. Y hablo de formar, de construir, de armar, jamás de tener. Aunque nunca me imaginé gestando –no me interesa por lo pronto para nada esa idea–, entre mis anhelos más profundos a lo largo de toda mi vida estuvo el de envejecer rodeadx de mi propia tribu. En mi cabeza, ese clan, como sea que se ensamble, siempre estuvo integrado por mí, por mi pareja y por un personaje especial. Ocurre que desde hace mucho tiempo, desde mis elucubraciones adolescentes, fantaseo con tener un hijo. Y, por curioso que parezca, ese hijo imaginario siempre es varón (sí, ya sé, yo, que me cago en las categorías, hasta en la fantasía más íntima lo visualizo así. Convivo con eso, el binarismo invade hasta los terrenos de la imaginación de quienes queremos salir de él y de sus simplificaciones.)
En algún momento hasta le llego a poner un nombre a mi criatura hipotética: Santiago Nicolás Testa. La imagen de Santiago me acompaña por mucho tiempo. Sueño despiertx, tengo la certeza de que Santiago es una persona solitaria, sensible, chapada a la antigua y, por qué no, algo neurótica. No le veo la cara, pero me imagino que tiene una mirada particular. Cada vez que pienso en él, le agrego en mi cabeza alguna característica a su personalidad introvertida y amable: me convenzo de que es alguien que se preocupa por los demás, que intenta ser solidario siempre que puede, que es un tipo atento pese a su timidez.
Llego a imaginar qué haría Santiago ante distintas circunstancias completamente absurdas: ¿se animaría a robar? ¿Sería una persona leal a sus convicciones? ¿Sería alguien afectuoso? No sé bien por qué pero me agrada Santiago, creo que podríamos ser grandes amigos.
Hasta que un día lo puedo ver con claridad: ¿por qué cada vez que pienso en él le pongo características que me gustaría tener a mí? ¿Por qué cuando lo describo o lo imagino en acción me reflejo un poco en su personalidad imaginaria? ¿Me proyecto en esa imagen algo idealizada? ¿Aspiro a ser Santiago? ¿Soy Santiago? ¿Podría llegar a ser Santiago?
Hablar de la experiencia identitaria es muy difícil: es algo que te atraviesa en lo más personal.
Explicarlo me cuesta un montón porque siempre me quedo con la impresión de que ninguna palabra alcanza del todo. Evidentemente el lenguaje es incompleto. También es incompleta la idea de una identidad uniforme, unívoca, unidireccional. Pero lejos de cualquier teoría o de reflexiones académicas, empiezo a percibir esto en mi propio cuerpo, en medio de mis vacilaciones y mis inseguridades.
Llega la hora de hacerme cargo de Santiago, aunque no sé bien de qué modo.
Entonces, un buen día, aborto a ese hijo imaginario y me apropio de su identidad: ya no tengo más miedo ni dudas, Santiago soy yo. Puedo ser Santiago y eso no le quita espacio ni importancia a Sabrina. Puedo ser Santiago o Sabrina, puedo ser Santiago y Sabrina porque se trata de nombres de referencia ocasional.
Santiago y Sabrina me constituyen, pero no siempre me describen.
Así es que empiezo a transitar este camino sintiéndome de algún modo más libre. No soy una sola cosa ni una sola persona. Y aunque se abre ante mí un camino totalmente desconocido siento de un modo certero que se trata de un gran alivio. Y también de una pista que me lleva a pensar en todas las veces que me confundieron con un varón haciendo algún trámite, en la calle, en un bar. Las veces que me dijeron “disculpame, flaco, ¿tendrás fuego?”. Las veces que mamá me pidió que fuera más femenina.
Más adelante vendrá la invasión de preguntas (¿sigo siendo lesbiana? ¿Seré trans? ¿Qué carajo soy?). Pero por ahora estoy conforme paseando un rato por lo desconocido.
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Nunca me gustaron los médicos y jamás pensé en acudir a alguno de ellos para llevar adelante un plan que viene dando vueltas en mi cabeza desde hace bastante tiempo. Casi dos años de planificar e investigar.
Tachado de la lista de opciones el sistema de salud oficial, me mando por las mías. Sé que puedo correr algún peligro, pero prefiero arriesgarme.
Primero, como siempre, mucha búsqueda en Internet. Mucho tutorial de YouTube, mucha lectura. Llego a armar una lista de pros y contras. Después, por supuesto, las personas de carne y hueso. Le pregunto a un amigo y más adelante a otro. Hablo con unos pibes trans que me cuentan sus experiencias. Una cosa me lleva a la otra.
Cuando por fin conozco de punta a punta cómo funciona el sistema en Argentina, un amigo me habilita, por izquierda, algo crucial: las recetas.
Entonces, por fin, llega el día, me decido. Voy a ir a una farmacia a comprarme Androlone, es decir, testosterona en gel. Antes se me ocurre poner en Google esa marca. Entre las primeras imágenes que aparecen, salta una que me hace llorar de la risa: una pareja de ancianos vestidos muy pulcros –él con algunas canas, ella con el pelo lacio impecable– se abraza sonriente.
Abajo, una leyenda insólita: “Androlone. Testosterona 1%. Para que nos vean como nos queremos ver”.
Yo no sé cómo quiero que me vean ni cómo me quiero ver. Sí sé que un buen día entro rápido a una farmacia que queda a pocas cuadras de la escuela donde trabajo. Encaro hasta el mostrador confiadx, saco de la mochila la receta trucha, se la doy al empleado que me atiende y todo fluye.
La caja de Androlone me acompaña durante todo el día: cuando acomodo algún libro de la mochila, la veo asomarse y, algo nerviosx, la tapo con un cuaderno. A la noche, cuando por fin llego a casa, entro rápido al baño. Ahí me saco la camisa y de inmediato me aplico un poco de gel en los hombros. Investigué el mecanismo durante tanto tiempo que no me cuesta nada, me resulta un movimiento casi automático pasarme ese gel frío por el cuerpo.
Los primeros días no siento grandes cambios.
Tampoco aparecen en mí los efectos que me habían advertido algunos conocidos que probaron con testosterona. Ni me pongo agresivx, ni me aumenta la calentura. Nada. Me siento igual que siempre. Por ahí con algo más de energía, pero no mucho más que eso.
A la semana de seguir rigurosamente con el ritual de untarme el gel en los hombros y a veces en los brazos, noto uno de los primeros cambios. Mi voz, que hasta ese momento era enérgica pero nada shockeante, muta paulatinamente. Me empiezo a escuchar más grave, con un tono más severo. Me gusta mi voz nueva cuando hablo frente a mis alumnos, por ejemplo.
A veces hablo solx en casa para escucharme.
Con el correr de los días me pasa que me miro todo el tiempo en el espejo, quiero saber si se modificó algo más. Mientras tanto sigo mi vida de siempre: doy clases, soy voluntarix de la biblioteca LGBTIQ de Casa Brandon, curso una maestría en género en la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
A diez días del comienzo de mi experimento –siempre lo pensé como eso, una forma de ensayo, por un tiempo limitado– percibo, por fin, un rasgo distinto en mi cara. La encuentro más angulosa, me parece que ya no tengo rellenos los pómulos como antes. Entonces busco en un cajón fotos viejas. Encuentro un carnet de conducir con una foto mía de cuando tenía 20 años. Ahí termino de notar el contraste: mi vieja cara redondeada ahora es más delgada. Tengo los ojos más saltones, los rasgos más marcados.
Sigo con las aplicaciones pero ya sin ese efecto efervescente que genera la novedad, me empiezo a tomar todo con más calma. Trato de cumplir con mi rito todos los días en el mismo horario, pero si por alguna razón no llego o me retraso, no me hago problema. Un par de veces incluso me olvido de la aplicación y no me preocupo: sé que hay un efecto residual que dura cuarenta y ocho horas.
Cuando empiezo a percibir que cerca de la pera están por crecerme los primeros pelos de una barba superincipiente, digo basta. Me gusta la imagen que me devuelve el espejo así como estoy (algunos podrían describirme como “andróginx” o “ambigux”) y no quiero seguir mutando. Tampoco quiero que mi cuerpo se haga adicto a ninguna sustancia. De hecho siempre tomé muchísima distancia de cualquier conducta que pueda llegar a resultar adictiva. No fumo tabaco, no tomo, no fumo porro. No quiero ningún tipo de adicción porque la adicción te vuelve prisionero. Quiero ser libre, o lo más libre que se pueda.
Después de cuarenta y dos días, me despido de la testosterona.
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Listado arbitrario de mis imprescindibles:
Marqués de Sade
Paul B. Preciado
Judith Butler
Sor Juana Inés de la Cruz
Friedrich Nietzsche
Alejandra Pizarnik
Jacques Lacan
Punto aparte para la cantante californiana Melissa Etheridge. Cada vez que tengo que tomar una decisión importante, la escucho. Le diagnosticaron cáncer de mama en 2004 y se salvó. Hizo quimio, se subió a los escenarios casi sin pelo y no paró de cantar hasta recuperarse por completo. Es una de las más fervientes defensoras del uso medicinal del cannabis y participa, siempre que puede, de varias causas solidarias. Todas sus canciones que escuché son canciones de amor a la vida. De no pelear, de búsqueda de la paz. Y tal vez eso se relaciona con algo que yo mismx persigo. Puede sonar idealista, pero mi búsqueda es bastante simple: quisiera poder estar en paz, después de tantos años de sentirme solx.
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DEDICATORIA
A mi mamá, que nunca me dejó solx y que con su muerte me enseñó a vivir tratando de ser cada día más libre. A mi papá, por todas las charlas que tenemos, por ayudarme tanto, siempre, y porque estoy orgullosx de él. A Lauri, por haberme hecho un lugar en su alma, porque es el hogar al que siempre quiero llegar y por dejarme descansar entre sus brazos. A mis amigxs, lxs que fueron, lxs que son y lxs que vendrán, que me enseñaron y me enseñan tanto y de quienes espero seguir aprendiendo.
Contar mi vida fue como abrirme el esternón y quedar completamente desnudx, ahí, en un lugar en el que las palabras siempre quedan incompletas a la hora de expresar las miserias, los dolores, las fibras más sensibles que –muchas veces– nos esforzamos en ocultar en la vorágine y en la virtualidad. Por este motivo, considero justo agradecerles a ustedes, lectores, por haberme enseñado a ser más valiente y a no tener (tanto) miedo de llorar o de volver a recordar quién fui, quién soy y quién quiero ser.
Ojalá, algún día, aprendamos, todxs, a mirar el mundo sin prejuicios y sin violencia, para dejar de estar tan a la defensiva. Ayudémonos más.
Fotografías: Olga Pérez Wilson