Esta vez, Messi se rascó la cabeza, se apretó la frente mientras sonaba el himno. Miró para abajo, miró hacia un costado. Después, todos se ordenaron para empezar el partido y él hizo esto: cerró los ojos, se puso a rezar. Uno de los jugadores más bestiales de la historia hizo lo que hacemos todos. Fue la conexión más sincera que tuvimos. Cerró los ojos. Imaginó el milagro. Se puso a rezar.
A la Argentina no le interesa mucho la lógica pero un día no hubo escapatoria: este equipo merece quedarse afuera del Mundial.
El próximo 26 de junio se cumplen dos años de la tercera final perdida. Entonces, un grito fue unánime: el equipo es una vergüenza, no tiene alma, Messi siempre lo mismo en las difíciles, somos Argentina, cómo vamos a perder otra vez. Jorge Sampaoli pudo haber hecho un buen trabajo el último año y tal vez nada de esto existiría, pero así empezó todo en la República del Meme. No importó que hubiera una línea, una idea, 14 ó 15 jugadores base, lo que no se podía —gritó la impune mesa de café que es a veces, muchas veces, la Argentina— era perder. Así que Martino no era tan importante, entonces, y el 38-38 (título fabuloso para una película), y Bauza, y todo lo que vino después. Pero el comienzo fue ése: la República del Meme no osó aceptar lo que en la noche de Rusia se vivió con previsión, con merecimientos, con justicia: perder. Argentina quemó la única casa que tenía y se fue de mochilero a ningún lugar. Un agujero negro hecho por los nervios mediáticos, la furia de los hinchas, la fragilidad y el ego de los dirigentes, la sumisión y los errores de los entrenadores y el poder y la apatía de los jugadores se tragó a la selección nacional.
Hace ocho años estuve en la casa de Oscar Washington Tabárez. Fue después del cuarto puesto de su selección en Sudáfrica, el mes en el que la palabra más buscada en el mundo en Google fue: “Uruguay”. Conversamos para una entrevista que publicó el diario Olé. Entonces, sentado en un patio lleno de verde al sol de un mediodía, el Maestro me contó la maldición que debió desactivar cuando en 2006 volvieron a contratarlo: “La maldición del Maracaná”. Su Uruguay, absorbida por un partido glorioso, paralizada en el tiempo, a cincuenta años de haberle ganado el Mundial a Brasil. Así, literal, la pensó y la bautizó el Maestro: “La maldición del Maracaná”. La teoría me pareció fabulosa, y desde entonces veo algo parecido en la Argentina con el 86. La maldición de la epopeya del 86. El derrumbe y el renacimiento. La maldición de esperar siempre que emerja un héroe, un milagro: el milagro. Como el que Nigeria empezó a crear mientras escribo esto, con el 2-0 a Islandia, hace instantes, recién.
“En nuestro caso, a los uruguayos nos hicieron creer que habíamos ganado porque éramos más hombres. Que ellos, los jugadores de Brasil, se habían asustado –teorizó entonces Tabárez–. Yo lo hablé con Máspoli, con Obdulio Varela, con Ghiggia. Schiaffino me ha dicho: `¿Pero cómo van a pensar que les ganamos porque éramos guapos? Nosotros éramos tan buenos como ellos. Antes del Mundial, de hecho, ya les habíamos ganado en Brasil’. El tema fue el estadio, esas 200 mil personas: eso sí fue hazañoso. Pero no aquello de la garra. Desde entonces, Uruguay creyó que había que pegar una patada antes de los cinco minutos, o pegar después, de guapos, cuando ya no podíamos ganar. La de veces que hemos hecho eso, porque creíamos que había que jugar así. El uruguayo ya no iba a jugar al fútbol: iba a soñar con la hazaña. Y cuidado si no la conseguía, porque era traicionar a la patria. ¿Sabe usted qué dijo la prensa uruguaya de mi equipo de Italia 90?
-No.
-Que era un equipo de señoritas”.
Hace al menos tres mundiales –Rusia, Brasil, Sudáfrica– que Argentina se entrega a la luz de un héroe, un Maradona ocasional o reciclado que generalmente fue Messi –aunque también Di María, Mascherano, Maxi Rodríguez, Agüero, Tevez, Romero, Higuaín. Y un héroe no es lo mismo que un líder, la autoridad. ¿La voz de quién nos ha guiado? ¿Cuál fue la voz, cuáles las voces, en estos últimos 12 años, que no se pudieron discutir? ¿Cuando hablaba quién? ¿Sabella? ¿Martino? ¿Detrás del plan de quién se avanzó? ¿Y es posible afirmar tu bandera en la cima cuando todos se creen poderosos para mandar, o cuando el rock de las estrellas es tan fuerte que enmudece al que debería hacerlo? Por supuesto. Así nos lo recuerdan los spots con Oscar Ruggeri, la publicidad de los inmortales que vuelven a Tilcara para agradecerle a la Virgen de Punta Corral lo que con ella han logrado. El último título. El 86.
Dos meses antes de que empezara la competencia en México el equipo de Bilardo jugó un amistoso contra el Grasshoppers de Suiza. Fue en Europa, como todos los amistosos de entonces, lejos de la furia nacional. Argentina volvió a jugar mal y ganó 1-0 con un gol en el minuto 86. En Suiza, Diego Maradona le concedió una entrevista al diario Clarín. Se la hizo el periodista Horacio Pagani. “Debemos trabajar mucho en el tiempo que falta. Si no, ésta puede ser una de las selecciones más feas de la historia”, le dijo Maradona, que después se concentró en otro de los duelos preparatorios: “En los 20 minutos finales contra el Napoli no parecíamos una selección sino un modesto club sin pretensiones”.
Faltaba un mes –un mes– para el Mundial, y el título de la nota había sido, letras catástrofe, textual de Diego: “No me olvidé de jugar al fútbol”. A un mes de las marcas de agua más poderosas del fútbol argentino –el Gol a los Ingleses, la Mano de Dios, la epopeya del 86– la figura del equipo sentía la necesidad de aclararnos que él, Diego Armando Maradona, no se había olvidado de jugar.
Del caos, de los restos de la destrucción de un palacio enorme, debe emerger, como siempre, un partido, una atajada, Caniggia, Goycochea, los veteranos de guerra de Italia 90, un héroe salvador. Ya en México, después de haberle ganado 2-0 a Bulgaria y de haberse clasificado a los octavos, los jugadores se reunieron, todos ellos, sin Carlos Bilardo. La escena la cuenta el periodista Andrés Burgo en un libro indispensable e infinito: El partido, de editorial Tusquets.
–¡No le tenemos que dar más pelota! –gritó Maradona mientras todos lo miraban.
A quien no tenían que darle más pelota era, por supuesto, a Carlos Salvador.
–¿A ustedes les parece que un equipo argentino juegue así un Mundial? –se sumó Passarella.
Un equipo argentino.
El último equipo argentino que ganó un Mundial.
Después, Bielsa también armó uno pero nos quedamos afuera en primera ronda: después, Pekerman hizo lo mismo pero se cansó de que Julio Grondona lo llamara “El Tachero" y renunció. Después, Sabella buscó el refugio de la previsibilidad y el orden pero era por abajo, Palacio, y se fue: renunció, se cansó. Después, Martino volvió a armar un equipo pero está prohibido perder finales, Argentina, y la República del Meme se lo tragó.
“Los dos goles de Diego se parecen tanto a nuestro país”, ha dicho Jorge Valdano en el documental 86. La historia detrás de la Copa, del director Christian Rémoli. Pero eso es, simplemente, lo que siempre esperamos: un terremoto que cambie la ley de la lógica, el hermoso Big Bang que fue el 86.
De donde venimos es hacia donde vamos, al menos desde hace dos años, la noche a la que llegamos ayer. La diferencia con otras fue que esta vez no apareció el héroe, ni Messi ni ninguno, todos cansados y con su bolsito, perdidos y solos en la estación de tren anterior. Vivimos al mismo tiempo que jugó Messi y eso ha sido hermoso. Vivimos también al mismo tiempo que Caballero la quiso pinchar. Vivimos. Todavía vivimos. Ahora falta el milagro que es a veces el fútbol. Algo así como el del 86.