“Yo que era un solitario bailando, me quedé sin hablar/ mientras tú me fuiste demostrando/ que el amor es bailar…”. (El baile y el salón-1994-, Café Tacuba).
“¿Dónde están las cosas? –se pregunta Roland Barthes-. ¿En el espacio amoroso o en el espacio mundano? ¿Dónde está el pueril reverso de las cosas?”. Afines a la figura del enamorado recreada en los Fragmentos de un discurso amoroso (1977), Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) “viven días felices como los que Dios reserva a sus elegidos” como dice Barthes.“Cuando el gasto amoroso se afirma continuamente, sin freno, sin pausa, se produce esa cosa brillante y rara que se llama exuberancia y que es igual a la Belleza: la exuberancia es la Belleza. La cisterna contiene la fuente desbordada”. La La Land habla de la fuente desbordada, y de la cisterna.
Bauman en Hollywood
Suena, otra vez, esa única melodía que atraviesa a todo el filme -desgarradora y suave-, y Mia posibilita su primer arrojo: dice “lo siento”, y escapa de un novio por conveniencia para correr hacia un cine donde la espera “El Enamorado” para ver juntos Rebelde sin causa.
Hace pocos días, Daniel Molina –implacable crítico- escribió en el diario Río Negro que “La La Land mostró que el amor hoy es un sentimiento anticuado. Nadie (en la élite mundial) sacrifica sus metas porque se enamora de otra persona”. Para él, La La Land “viene a contar cómo es que ahora los astros (económicos, políticos y sociales) se han alineado para acabar con el amor”.
¿Tiene razón? ¿O será que La La Land no sepulta a ese amor romántico sino que le aporta una lectura mitificadora al amor líquido, que rige en una era de virtualidad y propensión a una vida mental? Cuando empieza a sonar la música que opera como leitmotiv –cual las campanadas que extravían a Belle de jour, en el filme de Luis Buñuel- se despierta la pasión ensimismada, y la tradición de las películas románticas norteamericanas se transfiere al regodeo unipersonal y desposesivo que caracteriza a los amores efímeros
Este amor sin expectativa, no afirmado más allá del cumplimiento de un sueño personal, también se merecía su propia inscripción en la tradición del género romántico. Aquí hay varios clímax, y todos se dan en escenarios de Los Ángeles, con ellos circulando a la manera de Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) en el Antes del amanecer de Richard Linklater pero en versión millenial. Menos digresivos y más fácticos, Mia y Sebastian cantan a la democracia de la felicidad que –podría pensarse- se plasma en cada enamorado que abandona las injusticias del mundo cotidiano para escapar mediante el rapto amoroso, cada vez que logra desdibujar su acotado marco contextual para perderse en un otro(x), tras habérselo cruzado por azar, en un tren o un atascamiento de tránsito. Pero es una mera ráfaga la de los vínculos líquidos, como los que pronosticó Zygmunt Bauman en 2003, y que hoy dominan la dinámica de descarte a lo Tinder.
Todo es “precariedad e incertidumbre –describe Amor líquido- que dejan abiertas las puertas a otras posibilidades, a lo instantáneo y a lo descartable”. En suma, a todos aquellos elementos que participan de este período tardío e híper-tecnológico de la Modernidad líquida. Perdida la batalla de sus detractores, que reclamaban por la falta de compromiso e inmutabilidad propios de las relaciones contemporáneas, La La Land llega para mitificar, por fin, los vínculos no durables.
¿Tiene derecho?.
Cuando empieza el número musical (ahora nos situamos en el vuelo danzado de los protagonistas sobre un espacio estrellado) se suspenden las leyes del Realismo. Mia y Sebastian bailan, habiendo sido elevados al techo de un Planetario que deriva en Cosmos infinito. Ese deslizarse hacia un cielo evidenció su compatibilidad con el amor a lo largo de la historia del cine, a través de imágenes que van desde ET hasta Desayuno en Tiffany’s.
Salvajemente intertextual, La La Land jamás se pasa a la parodia. “La La Land –escribió Matt Miller en Esquire- es sobre amar a las películas”. Por eso no han pesado demasiado los cuestionamientos que se lanzaron acerca de que Ryan Gosling y Emma Stone no serían tan buenos bailarines como para estar a la altura de hitos del género como Bailando bajo la lluvia o, la más reciente, Moulin Rouge.
No importa: acá el punto de vista es el del fan. Toda la trama se impregna del sueño americano que convertirá a ese fan en estrella, sin perder jamás el extrañamiento en la mirada que dedica a otros ídolos. Tan imperfectos como su presunto público son esos dos que ejecutan este monumento al Mejor conglomerado intertextual que se haya articulado jamás, en diálogo con Grease (1978) –durante una coreo de Mia con su grupo de amigas-, con Sweetcharity (1969) –durante otra escena de chicas-, con Bailando bajo la lluvia –cuando Gosling se cuelga y da media vuelta a un farol-, con Shallwe dance (2004) –los enamorados haciendo pasos de baile en un banquito-, con West sidestory(1961)– durante un solo de Ryan Gosling avanzando ante la cámara como Richard Beyner en aquel mítico filme de Robert Wise& Jerome Robbins-.
Una pregunta rebotó en todo el mundo: ¿Tiene derecho Damien Chazelle, su director, a compilar lo mejor de la historia del cine musical contemporáneo para que su remix alcance alturas gigantescas? Su mejor talento se ha definido como el del “supercut” (el “super corte” o “supercortar”): un saber y una sensibilidad especiales para alinear los fragmentos de imitación en un relato nuevo y descollante. Hay más todavía: el clímax del baile en el cielo tributa a Moulin Rouge, y toda la película parece estar aureolada por la figura de Baz Luhrman (Moulin Rouge, Romeo y Julieta), gracias a la fluidez manifiesta al entrar y salir de la música y a la ductilidad para introducir elementos extraños en contextos clásicos de género.
“Sí, tiene derecho” –contestó Corey Atad, crítica de Esquire-. Porque desde hace más de 30 años, con La tiendita del horror (en 1986) no surge una película no animada que haya afirmado con tal virtuosismo su inscripción en el género de las comedias musicales. “Los mejores musicales –dice Atad- son siempre los mejores dispositivos de inventiva visual y composición”. Se nota que el desvelo de Damien Chazelle fue dotar a las escenas de una impronta plástica a través de vistas majestuosas, colores intensos y marcos envolventes que favorecen el surgimiento de “la gran experiencia visual”.
Ryan Gosling, dandy postmoderno
Y, después (o antes de todo), está Ryan Gosling, a quien –por esta personificación de El Crooner de todos los tiempos y lugares-podría atribuirse el magnetismo que arrastra todo el filme. Su crooner postmoderniza al dandy: la mirada empañada por ojos entrecerrados, la voluntad que se apaga hasta que es revivida por otra corriente intempestiva de deseo destinada a apagarse poco después.
Su caminata bailada sobre el muelle de la ciudad de Los Ángeles –y su baile con una mujer que ahí se encuentra, y con su marido- lo demuestran preciso en el ritmo pero poco convencido en la extensión de las extremidades; se entrega tan livianamente a la música que no transmite firmeza. Su amor por Mia será entibiado por una serie de casualidades y reencuentros y, luego, se incendiará en una incorpórea serie de epifanías: es lo que podría haber sido y jamás será.
Sí, la cima de este amor es imaginaria y hace base en el terreno de lo no posible. Antes, él le dijo con toda la dulzura del mundo: “Tengo que quedarme acá y poner en marcha lo mío”, previo a separarse para siempre, ella en Paris y él en Los Ángeles, sellando ese amor tan falto de expectativa como inspirador para mejorar, en cada un (x), el nivel y la repercusión de sus producciones creativas. Tanto es así que ellos le cantan a ese amor: “No me importa a dónde iré porque sólo necesito este loco sentimiento/ El ratatá de mi corazón/ creo que quiero que permanezca (…)”.Se refieren, así, al infinito poder transformador del amor descartable; tan intenso como impotente para sobreponerse a un nuevo amor o, simplemente, al ensimismamiento: a quedar atrapados en una mera instancia de posibilidad y no ser.
“Ciudad de estrellas, ¿sólo brillas para mí?’ –canta Sebastian, antes del final-. Sí –él mismo se contesta-, ¡y jamás brillaste tan intensamente!”.