En la Universidad de Ciencias y Humanidades de Los Olivos, en Lima, una alumna de primer ciclo levanta la mano durante una conferencia sobre Género y Diversidad Sexual y le hace una pregunta a Verónica Ferrari, la especialista que dirige la charla:
—¿Los gays creen en Dios?
—No, la verdad, todos somos satánicos —contesta ella, y luego lanza la misma carcajada frenética que se le escapa cada vez que se siente incómoda.
Esta tarde de mayo, sin embargo, su gesto nervioso pasa desapercibido entre las risas de una centena de universitarios que ocupa los asientos del auditorio. Meses atrás, un estudiante de esta universidad abandonó la carrera cansado del acoso de sus compañeros debido a su orientación sexual. Su caso no es un hecho aislado. Ferrari, una activista que ha renunciado a tener una casa, un trabajo estable y a criar a su propia hija para liderar una lucha por los derechos de la comunidad lésbica, aguanta ahora las náuseas que siente cada vez que debe hablar en público y sigue con la conferencia.
—Hay gente que sí cree (en Dios) y hay otros que no, como yo. Pero somos personas comunes y corrientes —explica luego sin pesimismo, tras hablar durante poco más de una hora sobre identidad sexual y sobre la lucha que encabeza un grupo de hombres y mujeres en Perú contra la discriminación de la comunidad LGTBI.
Horas más tarde, en el bus de regreso a su casa dirá que ella también sabe lo que es la humillación.
—No me gusta liderar nada. Quiero estar sola, la verdad, pero no me ha quedado otra que asumir esto.
Verónica Ferrari creció sabiendo qué era ser una hija perfecta: todo aquello que representaba su hermana mayor; y ella, por más que se esforzara, nunca lograría. Es decir, destacar en las actuaciones escolares, ser la niña inteligente y coqueta con la cual presumir frente a los amigos de la familia, aquella con la que todos querían jugar, la dueña de una personalidad arrolladora.
—Yo era súper introvertida y por entonces era fácil ser bulleada. No recuerdo a nadie especial de esos años: a una mejor amiga o amigo. A nadie. Era la antítesis de mi familia, que era súper abierta y receptiva.
La segunda hija de Alberto Ferrari, un dirigente sindical de una empresa eléctrica, y Juana Gálvez, una joven ama de casa, nació en Chosica —una pequeña ciudad al este de Lima dividida por un río y rodeada de cerros— el 11 de junio de 1979, en medio del entusiasmo de la pareja. Pero la alegría de sus padres se desvaneció pocos días después, cuando Verónica enfermó. Y desde entonces, dice su hermana Vanessa, todos se volcaron a ella.
—(Verónica) estaba recién nacida cuando cogió la tos convulsiva. Después de eso, sería la hijita que habían salvado de la muerte, y siempre mantendríamos esa tendencia por protegerla. De repente, sin quererlo, todos hicimos que ella se cohibiera más —cuenta con la misma cadencia en la voz de su hermana.
Verónica Ferrari creció admirando a su hermana mayor. Siguiéndola cada vez que iba al río con los chicos del barrio, escalando los cerros o adentrándose en las chacras para robar algunas frutas. Era un intento desesperado por imitarla, pero nadie —ni su madre, ni su padre— intuyó nada extraño en su comportamiento. Pensaron que era algo natural.
—Siempre me perseguía, pero cuando me animaba a hacer algo que yo sabía que era avezado incluso para mí no quería exponerla. Y ella se resentía conmigo —recuerda Vanessa.
Así fue durante varios años. Hasta que, en algún momento impreciso, aquella timidez y esa admiración se transformarían en una introversión monstruosa, en una sombra que llegaría a aislarla.
—No sé cómo empezó, pero fue antes de que me diera cuenta de que me gustaban las chicas —dice Verónica—. Imagino que me deben haber hecho pasar una vergüenza muy grande en el colegio, pero no lo recuerdo.
La fobia social comenzó sin que nadie lo notara. Ni sus padres ni sus profesores se dieron cuenta cuando comenzó a encerrarse a leer durante semanas. Ni siquiera cuando prefirió quedarse en el salón de clases durante los recreos para no cruzarse con un niño que la empujaba y le jalaba el pelo.
—Se escondía de los grupos de personas. Les tenía pánico —cuenta su hermana—. En el colegio se juntaba con las niñas que menos se hacían notar, y siempre paraba con una, nada más.
En 1986, Verónica se fijó por primera vez en una de sus compañeritas de colegio, una niña que bailaba risueña durante un recreo, y sintió ganas de besarla, pero la vergüenza la paralizó.
—Yo era un ser que se reducía para desaparecer.
Es una mañana de mayo y por la ventana del living se cuela una luz lánguida. Verónica Ferrari se estremece en su casa con una tos seca. Afuera, Barranco —el barrio más bohemio de Lima— comienza a despertar. Pero en el departamento modesto que comparte con Daniel Salas, un amigo que la hospeda desde hace algunos meses, solo se escuchan sus espasmos insistentes y el goteo de una canilla gastada que llega desde la cocina.
—Cuando me di cuenta de que me gustaban las chicas pensé que Dios se había equivocado de cuerpo conmigo, porque lo que veía en las novelas y leía era que solo a los hombres les gustaban las mujeres —recuerda.
A los 7 años nunca había escuchado la palabra lesbiana. La lógica —pensó entonces— era que todo fuera un error.
—Me parecía vergonzoso y, por eso, nunca le conté a nadie.
Poco después, también se sentiría atraída por otro niño del colegio. Y entonces empezó a creer que quizá no era tan distinta.
—Estaba en el drama de pensar que era medio anormal y medio normal —dice y se ríe.
Una tarde de 1997, mientras paseaba por la feria de libros usados del bulevar Quilca, en el centro histórico de Lima, Verónica se fijó en uno de sus compañeros de la academia preuniversitaria. No pasó mucho tiempo hasta que comenzaron a salir.
A los dos les fascinaba el cine y la literatura y eso, quizás, fue lo que más acercó a la estudiante de Derecho y Ciencias Políticas que luego se convertiría en Lingüista y al aspirante de Medicina que con el tiempo se dedicaría a la Literatura. Así, durante seis años, se quisieron sin sobresaltos. Y nada cambió —o eso creyeron— el 22 de agosto de 2003, cuando nació su hija.
—Estábamos contentos —dice Verónica y sonríe sin nervios—. Nos queríamos.
Al principio, la futura activista de 24 años y su hija compartían la casa de Chosica con sus padres, y su pareja hacía lo propio en San Juan de Lurigancho. Por lo demás eran —según lo que les habían enseñado— una familia normal: se entusiasmaban con las primeras sonrisas de su niña, almorzaban los domingos con la familia y compartían los gastos de los pañales y la leche maternizada. Pero tres meses después del nacimiento de su nieta, Alberto —el padre de Verónica y sostén económico de los Ferrari— murió. Entonces ella no encontró más opción que mudarse con su hija a casa de sus suegros.
—Al principio, a pesar de las dificultades económicas, todo era normal. Pero, luego hubo cierta tensión con mi padre —escribe su ex pareja por correo electrónico.
Verónica Ferrari, en cambio, dice que los problemas empezaron porque él no lograba escapar de los mandatos que había heredado de una familia tradicional:
—No me sentía mal con mi vida. Él es un buen hombre y yo tenía a mi hija. Pero me sentía insatisfecha como feminista por su falta de coraje, porque sus papás se metían en nuestras vidas y querían que fuera una buena esposa, esa ama de casa correcta que vive para su familia; y eso era algo que yo no estaba dispuesta a cumplir.
Verónica aguantó aquella tensión durante cuatro años, mientras estudiaba Lingüística y seguía un tratamiento con un psiquiatra para lidiar con su fobia social. Pero entonces el suelo que pisaba se tambaleó de nuevo.
—Mis dudas volvieron cuando la relación estaba completamente desgastada —recuerda.
De a poco, comenzó a pensar que ser bisexual o lesbiana tal vez no era una condena. Y una mañana de 2007, después de dejar a su hija de tres años en la guardería, llegó a la casa del Movimiento Homosexual de Lima con el estómago revuelto por los nervios.
En De amores y luchas, una columna que escribió en 2012 para Diario 16, Ferrari habló sobre aquel primer acercamiento:
A los 18 años fui al Movimiento Homosexual de Lima (MHOL) y no me atreví a tocar la puerta. Di varias vueltas alrededor de esta casa que se veía tan común como cualquier otra de Jesús María. Hasta pensé que una casa así no podría ser del MHOL. La casa del MHOL, según lo que imaginé, tenía que tener mil colores, y lo que yo veía era de un color inocuo y aburrido.
No toqué —la puerta— y regresé a mi vida “normal”. Esa vida que luego abandonaría para cumplir esos sueños que a veces me despertaban por las noches. Freud siempre tuvo razón. Esos sueños representaban lo que yo realmente quería y me negaba a vivir. Así que diez años después volví a esta casa, que aún mantenía sus colores aburridos, y toqué la puerta, entré y mi vida nunca fue la misma. Salí como una mujer nueva o, mejor dicho, -como- una lesbiana nueva.
Son las nueve de la mañana, pero por el gris del cielo podría estar anocheciendo en Lima. Ha pasado una semana desde que Verónica Ferrari regresó de un encuentro de activistas LGBT en Cusco. Su gripe —como la luz débil que llega hasta la sala del departamento de Barranco— permanece intacta. Y ella recuerda su primer encuentro con los integrantes del MHOL.
Aquel día se vio reflejada en la mirada asustada de un puñado de chicas que también estaba allí por primera vez y escuchó la orden seca de una coordinadora que les decía: “A ver, lesbianas, párense”.
Ferrari no se intimidó.
—Yo había llegado pensando que era bisexual y esa era una inducción al lesbianismo muy intensa —dice—, pero me gustó y volví.
Durante varias semanas, le dijo a su pareja que estaba haciendo una investigación sobre el feminismo en el movimiento. Luego, acabó por sincerarse: le habló de su cansancio, de sus dudas; y en 2009 se separaron. Su hija aún no cumplía seis años y, sin embargo, sería una de las primeras personas en conocer los motivos de la ruptura.
Ahora, en Barranco, mientras calienta agua en la hornilla de la cocina para hacerse una infusión y corta una porción de budín para el desayuno, Ferrari dice que explicárselo a ella fue sencillo.
—Cuando le conté que ya no íbamos a vivir con su papá, me preguntó si me iba a casar con otro hombre y le dije que no, pero que tal vez, en algún momento, lo haría con una chica —cuenta mientras camina de regreso a la sala con el desayuno—. Me acuerdo que me preguntó si eso se podía, y le expliqué que no, pero que quizás, en algunos años.
Así, sin aspavientos, le habló a su hija. Con la agudeza que nunca habían tenido con ella.
Dos años después, una tarde de 2011, un grupo de 15 lesbianas, gays y transexuales del Movimiento Homosexual de Lima llegó a la Plaza de Armas de la ciudad para replicar la acción mundial “Besos contra la Homofobia”.
Faltaban pocos minutos para las seis y, aunque el sol ya no se veía desde aquel punto del centro histórico, caía una luz que parecía anunciar algo fatídico.
Una mujer ya les había gritado inmorales a dos chicas que se besaban. Algunas personas se reían, otras les miraban con repugnancia. Y cuando llegó la policía para desalojarles recibieron bastonazos, patadas y gas pimienta.
Esas imágenes llegarían a la televisión nacional un día después, de la mano de uno de los programas de reportajes periodísticos de los domingos por la noche. Y algunos peruanos se indignaron.
Vanessa Ferrari no sería uno de ellos. Ella no vería nada hasta el día siguiente, cuando regresó del trabajo y encontró a su hija y a su sobrina mirando la grabación de un programa de noticias en su casa.
Aquella tarde de verano, mientras se sucedían las tomas de la policía reprimiendo, se reconocería en los ojos levemente achinados, en el pelo negro y los pómulos redondeados de una de las activistas que recibía una patada. Y entonces comenzó a entender lo que ocurría.
—La verdad no es que yo sea homofóbica —aclara.
Han pasado cuatro años desde que vio a su hermana golpeada, y ahora Vanessa está sentada en una cafetería de San Isidro, uno de los distritos más acomodados de Lima.
—Yo me burlo, hago chacota de todo, no solo de la comunidad gay —dice—. Pero eso, a algunas personas les resulto ofensiva. Y creo que mi hermana no me dijo nada por miedo a que la juzgue. Pero enterarme así, por la televisión, al comienzo fue chocante.
Esa tarde de 2011, Vanessa se encerró en su cuarto sin decir palabra y pensó lo obvio: en ella, en cómo fastidiarían a su excuñado y sobre todo, en su sobrina. Horas después, cuando Verónica llegó al departamento, la encontró con esa cara rígida que confirmaba lo inevitable.
—He visto el reportaje —le dijo Vanessa—. Y quiero que sepas que estoy orgullosa. Debe ser un reto para ti asumirlo y decirlo libremente, pero no quiero que involucres a la familia, y sobre todo a tu hija, que está muy chiquita.
Verónica asintió con los ojos desencajados. Y, por un tiempo, no habló más de aquello con su hermana. Después de su separación había comenzado a compartir aquel departamento con ella, pero no tardaría en sentirse obligada a dejar la casa —y a su hija— con Vanessa.
Tres años más tarde, el actor y activista Gabriel de la Cruz Soler se cruzó con Verónica después de consultar a un vidente sobre su futuro. Faltaban pocos días para el lanzamiento de “No tengo miedo” —un colectivo que promueve la justicia social y el acceso equitativo a los recursos para la población LGTBIQ (lesbianas, gays, trans, bisexuales, intersexuales y queer)— y quería saber qué suerte le pronosticarían las cartas. Aquel adivino ya le había hablado de una mujer que lo ayudaría a sacar adelante la iniciativa. Y, desde el primer momento, sospechó que se había referido a ella.
Se conocieron durante el estreno de una obra de teatro que marcaría la salida del closet del actor peruano. Verónica ya se había convertido en presidenta del Movimiento Homosexual de Lima —después de una vertiginosa carrera que había empezado con la acción “Besos contra la homofobia” y que la transformó en referente lésbico en los medios de comunicación y en las redes sociales—. Y en 2014, cuando nadie lo esperaba, renunció al MOHL con una denuncia pública que hacía énfasis en la necesidad de un recambio generacional (dentro del movimiento) que no fuera bloqueado por otros dirigentes.
Tras la renuncia, tal y como habían pronosticado las cartas, la lingüista se sumó a “No tengo miedo” durante algunos meses; y luego, volvió a alejarse para formar activistas de manera independiente.
—Quiero incentivar a la gente y fortalecer a las organizaciones, pero no para que me sigan, sino para que se hagan libres —explica otro día en su casa, con una seriedad que no suele mostrar cuando habla de sí misma.
Es 11 de junio de 2015. Verónica Ferrari cumple 36 años y, de nuevo, se ha quedado sin techo. Hace unos días Daniel Salas le dijo que debía abandonar el departamento de Barranco y hoy pasará la noche en la casa de una amiga. Sus ingresos como columnista de un diario ya no le alcanzan para pagar un cuarto y no sabe qué hará en los próximos días.
— Le da más importancia a sus actividades que a buscar un trabajo estable. Ha puesto el activismo en primer lugar y ha descuidado la relación con su hija, aunque no quiera aceptarlo —decía el padre de su hija, días atrás.
Desde hace unos meses, la preadolescente volvió a vivir con él, después de varios años en la casa de la hermana mayor de la activista, y Verónica la ve los fines de semana. A veces van al cine y otras, se pasan la tarde conversando, como si fueran dos amigas con la urgencia de ponerse al día.
Ahora, desde la casa donde se quedará por unos días, Verónica habla de ella:
—Me jode estar lejos, pero no quiero que sea como yo. Y no me voy a culpar por eso.
Verónica Ferrari, la mujer que se convirtió en activista para pelear por una sociedad más justa para su hija, confía en que ella entenderá. Con que no herede sus miedos le alcanza.
*texto se publicó en “Latinoamérica se mueve” de la Fundación Hivos