La absolución de Ricardo Lynch Jones insume sólo 24 segundos de la tarde del miércoles 29 de noviembre. Apenas un instante de las casi cuatro horas de lectura de sentencias en la megacausa ESMA, a cargo del Tribunal Oral Federal 5 de Capital Federal. Sentada en las gradas superiores del auditorium de los tribunales de Comodoro Py, una mujer toma la mano de la esposa de Lynch Jones. La declaración de inocencia de este capitán de fragata, detenido desde 2008, a quien sobrevivientes y otros documentos habían sindicado como integrante del Grupo de Tareas 3.3.2 bajo el seudónimo de “Panceta”, es fulminante. Antes de su absolución, los jueces Adriana Pallioti y Daniel Obligado habían leído condenas a 29 imputados, la mayoría a perpetua, y una exculpación, la de Juan Alemann. La acompañante mira a los ojos a la esposa de Lynch y repite lentamente las palabras del juez, con suaves movimientos de labios, sin pronunciar sonido, como quien quiere saber si no está soñando. “Absolver libremente a Ricardo Lynch Jones…”. Avanza la condena a 24 años para el siguiente de la lista, por orden alfabético: el obstetra de partos clandestinos Jorge Luis Magnacco. Cae la ficha. Las dos mujeres se abrazan en silencio.
Una fila más arriba, la hija del marino absuelto no se contiene. Llora, cruza miradas, estira el brazo para tocar a su madre. Llora. Alcanza a decir que su padre, de 81 años, es inocente, que durante la dictadura cursaba en la Escuela de Guerra Naval, que “siempre agregan algo”, y que quien sí participó de la represión atroz de la dictadura fue su tío, hermano del imputado, Gustavo Alberto Lynch Jones, y ello —dice— llevó a la confusión de los sobrevivientes. Este miércoles de noviembre, su padre dormirá junto a su madre pero en libertad, ya no en situación de prisión domiciliaria.
En este superpullman de la amplia sala de Comodoro Py, por momentos cuesta entender qué pasa, a quién absolvieron, si realmente fue exculpado, o a quién condenaron, y a cuánto. Lo mismo ocurre abajo, en el lugar reservado a familiares de las víctimas, donde se congregaron la mayoría de los periodistas y apellidos emblemáticos de la lucha por Memoria, Verdad y Justicia, como Hagelin, Mignone, Zamora, Lewin, Carlotto, Jarach, Tarnopolsky, Rafecas, Córdoba, Llonto, Lepíscopo, Furman, Brodsky y Ferrari, entre muchos otros.
Cada condena lleva su tiempo. Cuando toca un peso pesado como el Jorge “El Tigre” Acosta, Alfredo Astiz o Ricardo Cavallo (“Sérpico”), la enumeración de decenas de tipos delictivos (tormentos, privación ilegítima de la libertad, homicidio, sustracción u ocultación de identidad, cada uno con sus variantes) contra centenares de víctimas requiere no menos de diez minutos.
Antes de Lynch Jones le tocó el turno a dos González, Alberto E. y Orlando, dos joyitas que juntas se llevaron unos 25 minutos de lectura.
A esta altura de la tarde, Lucrecia Astiz ya se anotició de la tercera sentencia a prisión perpetua contra Alfredo. Como su hermano, de quien la separa una mampara de acrílico y diez metros hacia abajo, la sentencia no altera en absoluto su impronta.
Sentada a un metro de la esposa de Lynch Jones, Lucrecia pregunta qué ocurrió. “Lo absolvieron, es Lynch Jones”. La hermana de alias “Gustavo Niño”, el Ángel Rubio, el Ángel de la Muerte, apenas desliza una mueca. Se lee el abismo entre ambas. Si hay absueltos y grados de condena, no todos son Astiz. ¿Será otra evidencia de que los juicios son correctos, con testigos, pruebas y apego a la Ley? “Usan a los más conocidos como emblema; con nosotros no hay Justicia, es una farsa”.
A la misma hora, Valeria Foglia, responsable de prensa del PTS, tuitea: “Astiz, que era un jovencito cuando ejecutó el plan sistemático del genocidio, va a morir en el inodoro de una cárcel común, como Videla. #SentenciaESMA”.
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La tribuna que balconea al tribunal está ocupada casi íntegramente por familiares de imputados o condenados.
Surge un dato a la vista. Los procesos contra represores, al menos de la Armada, rompen la lógica del sistema penal argentino que consiste en llenar las cárceles de pobres. Las familias aquí presentes toman más la línea D que la E, o bien van al banco en Avenida Santa Fe, o pueden oír misa en la Redonda de Belgrano, o disfrutan del Círculo Naval de Olivos; quizás aprovechan los descuentos del Club de Lectores de La Nación, y cuando pueden, compran dólares. Es probable que 678 haya pasado hasta el hartazgo el testimonio de alguno de ellos participando en un cacerolazo republicano.
Desde Holanda llegaron hijos y esposa de Julio Alberto Poch, un aviador acusado de pilotear Vuelos de la Muerte que resultaría uno de los seis absueltos en la megacausa que tuvo a 54 imputados por delitos contra 789 víctimas. Abogados de la ONG por la Desmemoria, la Mentira y la Impunidad toman nota circunspectos; hijos y esposas de acusados permanecen reconcentrados; mientras unos pocos rostros falcon verde reloaded monitorean el área. Cronistas holandeses (algunos no hablan castellano) apenas dan crédito a sus ojos. Un periodista de La Nación y otro de Izquierda Diario (porta un tatuaje disociante del ser nacional) llevan el registro de absueltos y condenados. Varios policías jóvenes miran tensos, como si quisieran saber de qué se trata.
Pero un grupo se destaca en el centro de la escena. Son diez; entre ellas, Cecilia Pando, Lucrecia Astiz, Graciela Donda, Ana Maggi de Barreiro (esposa de “el Nabo” de La Perla), María Elena y Eneida de Oliveira. Cuando entran los imputados, cantan el himno, y cuando terminan las condenas, saltan de sus butacas para entonar la Marcha de la Marina, que dice: Valiente muchachada de la Armada/ que lejos de amor y hogar/ guardan la extensión del patrio mar/ La furia de los vientos desatada/ no doblegará jamás su corazón.
El Grupo Pando protesta, aplaude, hace bromas, exclama cuando los jueces mencionan al Partido Comunista, al CELS o a Miriam Lewin. Algunas, como Donda, Astiz o la hermana de Ricardo Cavallo, escuchan las condenas para sus seres queridos sin que les mueva la hoja de ruta, pero otras están allí por solidaridad, ya que sus maridos eran del Ejército y afrontan otros procesos.
Alternan amabilidad y bullying con la prensa. “Mirá éste, se parece a Lagomarsino. ¡Está Lagomarsino, ja, ja, ja!”, lanza una de ellas imaginando un parecido de un cronista para contagiar con su risa a sus compañeras. Lucrecia Astiz no decae y hasta opaca a Pando. Grita cuando hay que gritar, sonríe casi siempre.
“Sólo en este país te condenan tres veces por lo mismo, esto es una República”, ironiza la hermana de Astiz. “¿Cómo van a llamar ‘perseguidos políticos’ a los terroristas?”, se indigna.
Más sosegada, María Elena, que se reserva el apellido y afirma que su esposo, miembro del Ejército, “está por ser condenado en otra causa”, argumenta: “Si a los terroristas que mataron en Charlie Hebdó (París, enero de 2016) les vienen a preguntar por sus derechos humanos y condenan a aquéllos que defendieron a la gente y mataron a los terroristas, no es lógico. Acá hubo una guerra declamada por terroristas que tomaron las armas para imponer la patria socialista; corresponde un tribunal militar”.
Otra integrante del Grupo Pando está obsesionada con la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), como si hubiera asumido como propio el mensaje del Ministerio de Seguridad y sus filiales de la tele. Entonces, cuando está por terminar la audiencia, se vuelca contra el vidrio y apunta a uno de los querellantes, a quien define como “terrorista”. “Luis, Luis, ¿sos del RAM ahora? ¿Sos del RAM?”.
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La lectura de la sentencia lleva tres horas. Con la absolución de Rubén Ricardo Ormello se repite la emoción de familiares, en este caso, dos mujeres de mediana edad que parecen hermanas. La reacción de los hijos de Poch resultó más festiva y, a la vez, más fría. No así la de su hermana, que vive en Buenos Aires. Tras ellos, se van los periodistas holandeses.
Comienza a oscurecer y el altillo se va despoblando. Domina el frío de un aire acondicionado fuera de sí. Eneida y otra compañera del Grupo Pando se apiadan de un periodista que tiene frío y no tiene abrigo, que les devuelve la sonrisa.
Se acerca el final de uno de los juicios por crímenes de lesa humanidad más importantes de la Historia. En la última fila del superpullman ahora hay una mujer de aspecto severo junto a una joven que debe ser su hija y no supera los 30 años. La dureza de la mayor y la angustia de la menor impiden preguntarles de quiénes son familiares. El tribunal comienza a leer los diez minutos de sentencia a prisión perpetua del capitán Carlos Guillermo Suárez Mason. Sus manos se entrelazan y se ponen tiesas. La menor reza. Si son quienes parecen ser, se trata de la nuera y la nieta de uno de los mayores criminales de la dictadura, el general de división Carlos Guillermo Suárez Mason, extitular del Primer Cuerpo del Ejército, fallecido en 2005, que legó a su hijo la vocación militar pero en la Armada. Si en efecto son quienes parecen ser, aquí están la esposa y la hija de un integrante de un grupo de tareas de la ESMA a quien el miércoles condenaron por 12 privaciones ilegítimas de la libertad doblemente agravadas, 132 privaciones ilegítimas de la libertad triplemente agravadas, 148 imposiciones de tormentos agravados, 1 tormento agravado seguido de muerte, 6 sustracciones de identidad de menores, 4 homicidios agravados, etcétera.
Quizás no son familiares de Suárez Mason sino de Gonzalo Torres de Tolosa, el siguiente en ser condenado a perpetua, un exfuncionario judicial amigo del “Tigre” Acosta, con quien fraguó suplantaciones de identidad de hijos de desaparecidos, entre otros crímenes.
Salgo de la sala para hablar con Marcelo Zlotogwiazda por Radio 10. Me acerco a un ventanal. La joven que rezaba viene detrás de mí y se sienta sobre un escalón. Llora desconsoladamente. Llama a alguien por teléfono pero apenas puede hilvanar palabras. Está sola. Su madre deja la audiencia minutos después y parte en dirección opuesta. “Está acá”, le aviso. Cabría pedirle que abrace a su hija. También me pregunto por qué llora.
Fotos Interior: Sebastián Lacunza