“Tenía un temor inmenso. Se me representaba imposible (...) No creas que estoy seguro, que no dudo. Eso no será jamás. Siempre temblaré. Seguridad, nunca. Confianza, sí. (...) Tengo confianza. Vivo más tranquilo, camino por mis días con menos recelo. Pero no olvido que la vida y todas sus grandes cosas son eternas y momentáneas, y que de pronto en un instante podemos quedarnos ciegos en medio de la luz, muertos en medio de la vida, solos en medio del amor."
Ese es el final de una carta que el poeta Pedro Salinas le envió a su amante, Katherine Withmore, en 1932. Aunque ese texto sea, sin dudas, una declaración de amor, algo en él que trasciende el género romántico para transformarse en una especie de manifiesto, en una declaración de principios ante una vida y un mundo que hace casi 100 años ya daba miedo y exigía un esfuerzo para vivir más livianos, caminar por la vida con menos recelo: muy contemporáneo. Pero hay un pasaje de esta carta que resuena especialmente: seguridad, nunca; confianza sí. Una sensación similar nos invade al escuchar en La habitación de al lado, la última película de Pedro Almodóvar, a Martha (Tilda Swinton) decirle a su amiga Ingrid (Julianne Moore) que tomó la decisión de morirse limpia y seca, antes de que el cáncer acabe con ella y que necesita su ayuda.
¿Cómo se llega a desear la muerte? ¿Cómo pueden pronunciarse esas palabras? ¿y cómo es escucharlas? ¿escuchar a alguien decir que decidió morirse? ¿Cómo es estar de frente a ese deseo? Y un poco más: ¿cómo es ayudar a alguien a morir incluso cuando la muerte representa para sí un terror? Seguridad, nunca; confianza, sí. Tal vez esa sea la única forma de enfrentar ese deseo: temblando. De ese temblor, propio de cualquier salto al vacío, pero más aún, de mirar de frente un salto así, está hecho el primer largometraje en inglés de Pedro Almodóvar.
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“La muerte se siente antinatural: no puedo aceptar que algo vivo tenga que morir” le dice Ingrid a una jóven que hace fila para que la escritora le firme “On sudden death” (De muertes repentinas), el libro que acaba de publicar. En esa escena una de las asistentes le cuenta que una vieja amiga, Martha Hunt, tiene cáncer y está internada. El personaje de Julianne Moore no es exactamente el protagonista de esta historia, pero tampoco es secundario, tal como la nombra Martha algunas escenas más tarde, y como la llamaría Simone de Beauvoir, es una invitada. Alguien que imprevistamente se ve envuelta en una situación dramática y se dispone a acompañar el dolor de otra a pesar de sus propios miedos. Una mujer que insiste en permanecer en la habitación de al lado a pesar de no tener respuestas, a pesar de no saber cómo ayudar a alguien que sufre, a pesar de no poder aceptar que algo vivo tenga que morir. Poder quedarse a pesar de ese no saber qué hacer tal vez sea una de las cosas más difíciles: asumir la limitación propia frente a la fragilidad del otro sin escapar.
La que sufre es Martha, que atraviesa un cáncer de útero en una instancia terminal y que después de intentar un último tratamiento que no da resultado, descubre que le quedan algunos meses de vida, tal vez un año. Martha no quiere entregarse al final cruel que propone el cáncer. Quiere elegir: la gente quiere que sigas luchando, esa es la forma en la que ven al cáncer, como una lucha entre el paciente y la enfermedad, entre el bien y el mal, si sobrevives, eres un héroe, si no, no luchaste lo suficiente, a la gente no le gusta usar palabras como “incurable”, “terminal”, esta es mí manera de luchar: el cáncer Pool no terminará conmigo si yo termino conmigo antes. Imposible no pensar en Susan Sontag, la enfermedad y sus metáforas.
Las últimas líneas que escribió Kafka en su diario, pocos meses antes de morir por una larga tuberculosis fueron: el único consuelo sería: ocurre, quieras o no. Y lo que tú quieres sólo proporciona una ayuda imperceptiblemente pequeña. Más que consuelo es esto: también tú tienes armas. La muerte de Martha es inminente, ocurrirá quiera o no. Pero Martha también tiene armas: consigue una pastilla que le proporcionará una muerte segura e indolora. Y consigue una cómplice, alguien que la acompañe, alguien que permanezca respirando mientras ella muere en la habitación de al lado.
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Aunque la muerte sea el gran motor de esta historia, en esta película pasa mucho más que eso. Y es que como también escribió Kafka, y lo recuerda Sigrid Nunez en What you are going through, el libro que inspira esta película: el sentido de la vida es que se detiene. Invirtiendo la frase, el sentido de la muerte es que se ha vivido. Martha e Ingrid se reencuentran y, además de ser cómplices en la eutanasia, se cuentan historias, se confiesan secretos, recuerdan con gracia haber compartido un amante. Almodovar permite de esta manera un recorrido inverso al habitual: primero sabemos que Martha, una desconocida para nosotros, va a morirse. Y una vez que nos cuenta el final, nos muestra quién es, nos hace quererla: una periodista corresponsal y adicta a las guerras (su favorita: Bosnia), fanática de la adrenalina, que vivió su juventud en nueva york durante los 80 cuando todo pasaba de noche, que tuvo amantes, muchos, en los que piensa seguido, que tuvo una hija siendo muy jóven y soltera, que nunca fue lo que se espera de una madre, que por momentos desconoce a su hija y se pregunta si la habrán cambiado al nacer a pesar de que, según Ingrid, tengan la misma cara. Martha describe sus defectos de manera quirúrgica, como lo hace una periodista, sin pesar ni orgullo. Pero nos queda claro que Martha vivió una vida donde primó el deseo: hizo casi siempre lo que quiso. Y es la misma Martha la que pide sin temor morirse pronto, no sabe exactamente cuándo, tal vez en un mes, antes de empezar a deteriorarse, no rodeada de cosas familiares ni íntimas, en un lugar desconocido pero seguro, no muy lejos de la ciudad. Y tiene un solo pedido para su amiga: no estar sola. Seguridad, nunca, confianza, sí. Ingrid que no puede aceptar que algo vivo tenga que morirse, duda algunas horas antes de responder, pero finalmente, se arroja.
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“Estar dispuesto a morir es extraordinario” le dijo Sontag a Jonathan Cott en 1979. La ensayista, escritora, cineasta, intelectual, etc, había sido diagnosticada con cáncer algunos años atrás y le habían dicho que era posible que muriera pronto: se enfrentaba no solo con una enfermedad sino con la muerte misma. Como Martha a Ingrid, Sontag dice en esa conversación: “sentía el pánico animal más agudo, pero también sentía momentos de euforia, como si estuviera sucediendo algo fantástico”. La idea de ir del terror al ímpetu (mezcla rara de angustia y cañita voladora, canta Ricardo Mollo) es una descripción perfecta del personaje de Tilda Swinton, no solo porque literalmente Martha dice “voy de la depresión a la euforia”, sino porque, por algún motivo, sentimos que no es estrictamente la muerte lo que la pone así, que esta mujer, adicta a las guerras, siempre fue así (era como estar teniendo sexo con una terrorista, siempre a punto de irse, la recuerda un amante). Que Martha amo la vida a su modo e incluso ahora, que asumió el final, continúa muy ligada a ella.
Martha alquila una casa entre brutalista y futurista, con varios niveles y desniveles, repleta de ventanales, internada en el medio de un bosque, no muy lejos de Nueva York. Un lugar extraordinario que admira. Pero Martha olvida la pastilla de eutanasia en su casa del centro y acá sí el cine de Almodovar comienza a vibrar. Llega el escándalo, la torpeza, lo ridículo, la paradoja: tener que regresar a la casa que imaginó no volver a ver nunca más y darla vuelta en busca del fármaco que propicie la muerte. Ingrid revuelve las cosas de Martha con una impunidad incómoda, encuentra sus diarios, se ve tentada a leerlos, imaginamos que hasta piensa en robarlos, pero los deja y sigue buscando la pastilla que aliviará a su amiga. De repente aparece, un sobre que dice “goodbye”. Más tarde Ingrid escribirá en un diario, “tuve la muerte en mis manos, nunca pensé que sería tan liviana”: Ingrid también tiene aquí su viaje del héroe sosteniendo entre sus manos a su mayor miedo. La intimidad entre Martha e Ingrid está sellada para siempre a partir de esta escena en la que quien estaba más allá de todo, falla y flaquea y quien dudaba, acierta y alivia. Martha hace chistes con la muerte que a Ingrid incomodan, Ingrid se pregunta si el hecho de haber olvidado la pastilla no será una señal de algo. Ambas se reclaman y se piden no decir esas cosas, ni poner en duda la decisión, ni hablar de la muerte como si fuera una pavada. Eso de lo que está hecha la amistad: de ir horadando de a poco los límites del otro.
Martha mira todo con asombro, como si fuera la primera vez. Se pregunta por un cuadro de Hopper, People in the sun, donde algunas personas reposan frente al sol. Prepara el desayuno exultante, le ofrece a su amiga un cajón lleno de ansiolíticos por si ella se pone demasiado intensa, se recuesta en unos sillones que dan al bosque a escuchar los pájaros y mirar los árboles. Martha conserva la inquietud de los vivos: quiere ver películas, salir a caminar, comprar libros, aunque solo aquellos que cree podrá terminar de leer. Elige uno en particular: Cómo mirar a un pájaro. ¿La muerte consiste en mirar un pájaro hasta pulverizarse? Lo mismo en lo general que en los detalles. Martha quiere cosas sencillas pero difíciles de conseguir en la vigilia de la vida sin fecha de vencimiento: mirar a un pájaro. Ingrid la mira entre el extrañamiento y la admiración. Acompaña. Martha bromea con Ingrid acerca de que en lugar de la habitación del al lado, eligió la habitación de abajo, puedo escucharte respirar, le dice, se ríe y de a poco, pero no sin esfuerzo, Ingrid va entrando en el código que Martha propone, incluso el definitivo: que el día en que la puerta roja de su habitación esté cerrada, será el día en el que haya decidido morir.
La película adopta la forma de mirar de Martha: sin ser “lenta”, hay algo que está siempre a punto de pasar, pero es contemplativa. No es tan habitual en Almodovar detenerse largos ratos en las cosas. Aunque en sus últimos films el estilo se fue afinando, el español tiende más a la inquietud, a la velocidad y aquí hay un tiempo largo destinado a algunas imágenes, como si fueran fotos, especialmente en los momentos en que los personajes contemplan. Como si el director también se hubiera preguntado ¿cómo mirar a un pájaro? ¿cómo mirar una puerta? ¿cómo mirar el bosque? ¿cómo mirar la nieve caer? ¿cómo mirar a la muerte a los ojos? ¿cómo mirar el mundo por última vez?
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Almodovar juega en esta película con referencias (literarias, cinematográficas, pictóricas y hasta ideológicas) como en ninguna otra antes. Sería imposible reponerlas a todas. A cada uno le resonará lo propio. Pero la referencia a Hitchcock es ineludible. No solo en el uso de la música (otra vez a cargo de Alberto Iglesias) que por momentos parece estar musicalizando un policial negro, sino también en los planos. Cada mañana, Ingrid se levanta, sube algunos escalones y mira desde abajo que la puerta de Martha siga abierta. La puerta abierta es lo último que vemos. El recurso del suspenso es evidente, incluso sabiendo que tarde o temprano lo que esperamos ocurrirá, el plano en un cenital fugado, la cara de miedo de Julianne Moore y la música más hermanniana que nunca nos estremece. Hay algo en ese uso narrativo de las escaleras que recuerda a Psycho, Vértigo, incluso a I Confess.
Y un día pasa, la puerta está cerrada. Ingrid se acerca, no se anima a abrirla, vomita, tiembla, se recuesta en una de las reposeras y llora. Y como en Vértigo veíamos aparecer a Judy acercarse lentamente a Scottie, un poco difusa y envuelta en una luz verde, revelándole que la mujer que él creía muerta seguía viva, acá Martha también aparece borrosa detrás del vidrio mostrándole a Ingrid que lo peor todavía no pasó. Ese es el gran tema de Vértigo, que estaba basada en una novela llamada De entre los muertos, la idea de que un hombre puede enamorarse de una mujer muerta. En La habitación de al lado es al revés: se trata de dos mujeres que con el perfume constante de la muerte entre ellas hacen todo para quererse aún vivas.
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“Yo creo que la amistad es muy erótica” decía Sontag en una especie de elogio de la intimidad. “No puedo imaginarme queriendo a alguien a quien no quiera abrazar y tocar”, insistía. Sorprende en el vínculo entre Ingrid y Martha la cantidad de veces que se abrazan y besan. Lo hacen de un modo muy poco natural entre dos estadounidenses. Y sin embargo esa proximidad física no nos hace pensar que hayan tenido una historia sexual anterior. Hay una escena particularmente bella: Martha duerme, Ingrid se acerca a su cama temerosa, como una madre primeriza chequeando que el bebé todavía respire, se acuesta con ella y en una especie de coreografía de abrir y cerrar los ojos, en silencio, las dos saben que están juntas, respirando y vuelven a dormirse. Podríamos atribuirle el gesto del contacto físico al director español, pero sencillamente parecen dos amigas próximas al final que deciden estar muy cerca una de la otra como un modo de resistirse al inevitable rigor mortis.
La habitación de al lado es una película de una profunda intimidad. Desde el título sabemos que se trata de una intimidad singular. Una cuya proximidad está medida, delimitada, mediada por una puerta, en el cuarto de al lado. Aunque las protagonistas no son íntimas amigas, Almodóvar construye para ellas escenarios que las reencuentran y las aproximan. Y no lo hace únicamente con su herramienta por excelencia, el color (demasiado bien usado en este film, con una exaltación cromática antinatural perfecta), sino también con un modo muy particular de crear una relación entre el adentro y el afuera. Lo hace con los espacios, la importancia de una puerta abierta o cerrada, pero sobre todo a través de las ventanas que producen un contraste constante entre el mundo y lo doméstico, la naturaleza y lo humano, lo que concluye y lo que continúa, la pesadilla de un cuerpo enfermo y la de un planeta que acelera su extinción. Almodovar transforma ese contraste en belleza: imposible no emocionarse con la nevada violeta que ocurre del otro lado del vidrio en el momento de mayor desazón para Martha: algo bueno tenía que tener el cambio climático. Esta escena y otros modos de enmarcar que usa el director en esta película remiten al mayor exponente del melodrama, Douglas Sirk, pero particularmente a su película All that heaven allows (traducida en hispanoamérica como Lo que el cielo nos da, el nombre tan bien sugiere cosas). El tema de esa película era el de un amor imposible. Acá no se trata de un amor con reveses, pero sí está lo imposible y sí está lo trágico: “¿No es suficiente con que nos amemos?” preguntaba Cary a su amado en esta película, “no lo es”, respondía Ron. De fondo una ventana mostraba una nevada furiosa. Hay algo en esa aceptación de lo que es insuficiente, del amor, de las ganas de seguir vivo, incluso del cuerpo, que resuenan en la película de Almodóvar. Pero hay una escena más que no se puede evitar: se trata del final, Ron tiene un accidente que lo deja inconsciente y Cary decide quedarse a su lado a pesar de que la relación haya terminado. Una ventana con un paisaje nevado y violáceo es testigo del momento en el que Ron abre los ojos. El mundo interior y el exterior se unen en este instante parecido a un milagro: todo lo que el cielo permita. Volvemos a Martha y su nevada violeta desde el hospital: al menos estoy viva para ver esto, acá también somos testigos de lo que el cielo da y todas las maneras que hay de atravesar una tragedia.
Las ventanas no son muros. Son justamente la posibilidad de abrir, la posibilidad de mediar entre el adentro y el afuera y también de reflejar. En La habitación de al lado, los reflejos son fundamentales. Cosas importantes son vistas a través de espejos: la aparición de Michelle, la hija de Martha (también encarnada por Tilda Swinton) en el espejo lateral del auto con un aura casi espectral. Pero la escena reflejada por excelencia ocurre cuando ellas entran a la casa del bosque y el encuadre desde afuera las muestra contemplando una naturaleza viva que nosotros también vemos pero reflejada en la ventana. Esa superposición entre ellas y el bosque, entre quienes planean un deceso y lo que a pesar de todo insiste en vivir, esa naturaleza que desborda a pesar de un planeta que se calienta minuto a minuto, que la nieve cae lánguidamente sobre los vivos y los muertos, confirma que esa delgada línea entre la vida y la muerte es un poco más difusa de lo que imaginamos.
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“Los muertos convierten a los que quedan en fabricantes de relatos, todo se pone en movimiento signo de que algo allí insufla vida”. En A la salud de los muertos, Vinciane Despret narra los modos en que los muertos entran en la vida de los vivos y los hacen actuar. Esta idea es compleja para pensar La habitación de al lado pero a la vez desafiante. Porque aquí es el deseo de muerte el que primero hace actuar a los vivos. Hay un largo limbo en el que Ingrid espera que Martha concrete su muerte. Finalmente las cosas ocurren de un modo distinto al planeado, tal vez porque lo que realmente necesitaba Martha no era alguien en la habitación de al lado mientras ella moría, sino un amor, alguien con quién mirar un pájaro o abrazarse en medio de la noche.
Antes de morir, Martha escribe una carta: “Querida Ingrid, hoy era un dia tan hermoso que me pareció que era el momento de irme, me consolaba que no estuvieras en el cuarto de abajo, aunque era la idea, pero sabés que yo siempre improviso y me ponía contenta que mientras yo me desvanecía tu estabas en el mundo experimentando algo distinto a mi muerte”. Otra vez ese reflejo yuxtapuesto: la idea de que morir supone que el mundo sigue, que los amores siguen ahí, experimentando otras cosas y que la muerte no requiere testigos pero sí herederos, alguien que nos lea después de muertos. Como dice Despret, Ingrid hace todo lo que Martha le pide. Pero también hace lo suyo, lo que no le pide. Habla con Michelle sobre su padre ausente y sobre su madre singular. Esa noche Ingrid le escribe también una carta a Martha, le cuenta que volvió a la casa, que su hija vino, que aún tiembla. La casa está llena de vos, le escribe, cuando entré, vi la puerta de tu cuarto, estaba abierta y me dije: ¡está viva!. Como escribía Salinas en su carta, sí, podemos quedar muertos en medio de la vida, pero nosotros llegamos hasta acá borroneando de a poco esa línea que parecía irrompible, dispuestos a decir que también, como Martha, podemos quedar vivos en medio de la muerte.