Esta película se proyecta en el marco de la sección Futuridades nómadas de la 9na. Edición del Festival CineMigrante.
Wiñaypacha es una palabra aymara traducible por Eternidad. Es también el nombre de la primera película peruana hablada solamente en aymara, dirigida por Oscar Catacora y protagonizada por Rosa Nina y Vicente Catacora.
Cuenta la historia de Willka (Sol) y Phaxsi (Luna), una pareja de ancianos aymaras octogenarios que vive sola en algún lugar de la inmensidad de los Andes peruanos. Uno de esos lugares donde la existencia humana resalta sus ambivalencias: nimia e incomensurable, genérica y singularísima. Sobre ese fondo y esas presencias, el film cuenta también la historia de la presencia de una ausencia: Antuku (Estrella que ya no brilla), el hijo de Willka y Phaxsi, que se fue a vivir a la ciudad y nunca volvió.
El cuerpo de Willka -un hombre silencioso, cansado y un poco quejoso- y el de Phaxsi -una mujer con iniciativa y, también, un poco quejosa- son pequeños, algo encorvados. Caminan con una dificultad que podría confundirse con parsimonia; gastan sus pocas fuerzas en algunos cultivos sencillos, la crianza de animales, la limpieza, la cocción y el comer. Sus caras, curtidas por el frío y el sol, están más surcadas que arrugadas. Sus voces agudas fabrican palabras en una lengua que a la mayoría nos resulta extraña y, a mí, agradable (Nota: escribir esta reseña me hizo descubrir que el aymara y el quechua, así como otras miles de lenguas de pueblos originarios americanos, no están incluidos en el traductor de Google). Sus ojos redondos, pequeños y negros casi nunca se cruzan. Willka y Phaxsi no se miran, su atención vive capturada por la inmediatez del hacer y la inmensidad de su mundo que para nosotrxs, espectadores/comparadores, es un paisaje, un objeto, aunque envolvente, distanciado. Entre ellos hay un amor que se apuntala directamente en la supervivencia, en la costumbre, en que es lo que hay.
Resulta casi imposible identificar con precisión el período en que sucede la historia. Por las conversaciones entre ellxs, sabemos que en otros sitios hay “grandes ciudades” (a una de ellas migró Antuku). Allí su lengua padece el silenciamiento colonial y racista que hace lamentar a Willka que Ankutu crea que hablar aymara es vergonzoso, y que la pareja utiliza fósforos. Este último dato podría ayudar a recortar un segmento cronológico: el fósforo se inventó en 1805 en Estados Unidos; si suponemos que tardó, como mínimo, unos treinta años en llegar al Perú profundo, la película podría suceder en cualquier momento del último siglo y medio, un lapso de tiempo suficiente para que, nosotros, humanos del segundo atómico como patrón medida, lo confundamos con algo parecido a la eternidad.
Pero ese efecto de eternidad que provoca la imposibilidad de localizar con precisión el tiempo de los sucesos no parece tan relevante como otro, el de una cierta percepción del ritmo de las vidas de Willka y Phaxsi. Sucede que esta segunda Eternidad arrastra una pesada carga colonial que consiste en imputar a la alteridad étnica la fijeza, la inmovilidad histórica, la ausencia de cambios. Esta es una idea que Edward Said asentó en Orientalismo al trazar un esquema de las antinomias que Europa produjo para definirse a sí misma a través de la definición de sus posesiones coloniales: de un lado, Occidente; del otro, Oriente. De un lado el tiempo, del otro la intemporalidad. Quizá sin proponérselo, Wiñaypacha plantea un desafío perceptivo, cognoscitivo: aprender a ver los cambios en lo que, para cierta mirada, parece no cambiar. Así, propicia a una descolonización de la mirada.
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En otro registro, la película es una historia de una linealidad progresiva, claustrofóbica y asfixiante que va de la escena inicial -en la que Willka y Phaxsi celebran un ritual nocturno que festeja la fertilidad- hasta los últimos momentos, trágicos. El mundo se va encogiendo a una velocidad espeluznante. Primero hay un percance, luego otro, y luego otro, y esa acumulación deviene en problemas irreversibles. Lo fácil se vuelve difícil, lo improbable se convierte en dura actualidad. El relato adquiere un tono dolorosamente inexorable al que Catacora construye con una precisión impiadosa. Así fuerza, simultáneamente, a sorprenderse por la adversidad que somos capaces de soportar los humanos y a preguntarse por cuánta adversidad podemos tolerar como testigos.
En una entrevista, el director de esta película expresó su intención de que la película funcionara como denuncia del abandono y olvido de la cultura aymara. Sin embargo, la experiencia narrada de Willka y Phaxsi produce otro efecto, el de desidealizar una imagen -frecuente en las actuales urbes- de la vida de los pueblos originarios como marcadas por la benevolencia de la naturaleza, su respeto, su generosidad, una ciclicidad pacífica. Permite, por ello, pensar las ambigüedades de esas culturas, y sus límites. El lento devenir desde un inicio en el que Willka y Phaxsi llevan adelante un ritual nocturno que agradece la fertilidad, ingresan luego en una situación de reducción acelerada de las posibilidades (alimenticias, residenciales y, finalmente, afectivas y sociales) y culminan en las tensas y emotivas escenas finales, hace pensar menos nostálgicamente en un supuesto bienestar perdido y más en unas condiciones de vida signadas por una austeridad que no siempre se ofrecen como plenitud. De hecho, la situación se precipita hacia la catástrofe cuando se quedan sin fósforos, es decir, sin un elemento externo a la cultura aymara.
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Wiñaypacha ofrece elementos para leer la vejez y sus efectos cuando se intersecta con el abandono y el aislamiento. La escena del fallido viaje al pueblo para conseguir fósforos condensa la impotencia: Willka arrastra una mula a duras penas, unos pocos cientos de metros, hasta que cae al piso vencido por el esfuerzo. Allí tirado, pasa una noche tormentosa hasta que a la mañana siguiente Phaxsi logra rescatarlo. Esa vejez aislada reduce la posibilidad de ampliar las potencias y multiplica los riesgos en número y escala; éstos surgen donde antes había protección y previsibilidad o hábito. Wiñaypacha expresa, frontalmente, qué nos sucede a los humanos cuando nuestra autonomía se extingue.
Esa escalada de los peligros letales es uno de los modos que asume el devenir en Wiñaypacha. Hay otros. O, mejor dicho, hay otros modos de vincularse con la futuridad, modos que circulan como una serie de figuraciones, promesas y pronósticos. Todo el tiempo. Esquemáticamente, podría decirse que Wilka y Phasxi se sostienen en un futuro próximo (comer, dormir, ir a ver el ganado) y en un futuro deseado (el retorno de un hijo, que los ayudaría con las tareas cotidianas, aligerando sus males) al tiempo que se defienden de una probabilidad amenazante (la falta de fósforos, algo que los dejaría sin fuego). Siempre los mismos futuros, que hacen pensar que la Eternidad es también la repetición idéntica de lo proyectado. Con el avance del relato, el futuro próximo y el deseado van quedando atrás, mientras que la amenaza se consuma. Y con ella, se intensifican los peligros.
Y luego hay un cuarto futuro, conceptual y político, que tal vez sea el que el director se propone defender. Catacora no parece proponer a las futurizaciones aymaras (sus formas de comprender el tiempo y el futuro, el modo de enlazar ritual y devenir) como recursos, inspiraciones, modelos, para otras futurizaciones. En cambio retrata la cultura aymara como tal, como figuración en sí, como elemento presente de un futuro social posible.
Se trataría de pensar que, en los mundos que proyectamos para el futuro, el mundo aymara esté presente en su totalidad. Que pueda seguir pensando desde sus parámetros culturales y sus experiencias del tiempo.
El gesto parece esencialista en ese punto. ¿Es el congelamiento, la fijación, la única forma de cuidar lo aymara? La película, al proponer los últimos días de Willka y Phaxsi como una metáfora, o un átomo de la desaparición de la vida rural andina de los indígenas peruanos, aviva ese debate respecto a qué cuidar y cómo entrar en vínculo con las culturas sin caer en un esencialismo que olvide que ellas son, también, la resultante provisional de conflictos y dinámicas previas. Tal vez allí haya un lugar para el rescate como operación que devuelve algo a la vida. Como el Suma Qamaña, el Buen vivir, del que difícilmente podamos tener una imagen definitiva porque, al menos en parte, vivir bien es poder abrir lo posible.