En la foto es de noche. Un pibito, tendrá 12 o 13 años, tiene una rodilla en el piso y la cara iluminada. De perfil, se ve que tiene rapado el costado izquierdo de su cabeza, y más arriba el pelo largo, peinado hacia la derecha. Viste ropa deportiva azul y negra, y zapatillas runner.
Está dejando una vela prendida en la Escuela donde murió su maestra y uno de los auxiliares.
Está dejando una vela prendida, al lado de unas rosas.
Es tan difícil narrar el horror. El horror asalta, copa el cuerpo, atraviesa, conquista. Y por último paraliza, como un veneno.
¿Qué docente, al enterarse de la explosión en la Escuela Primaria 49 “Nicolás Avellaneda” de Moreno, donde murieron nuestros compañeros Sandra Calamano y Rubén Rodríguez, no recordó con escalofríos ese día en que se cayó un techo en su escuela? ¿O el tiempo que lleva todo ese cablerío pelado al alcance de los pibes, al lado de la escalera? ¿O las inundaciones que colapsan las tapas sépticas mientras damos clases bajo una lluvia torrencial? ¿O ese persistente olor a gas que aparece con cierta regularidad pero sin un patrón?
¿A qué docente no lo invadió el horror, sabiendo que Sandra y Rubén recibieron la bala de una ruleta rusa a la que jugamos, todos los días y sin saberlo, alumnos, docentes y auxiliares?
La escuela como disimulada trampa mortal
La infraestructura escolar es un déficit, posiblemente, en todas las escuelas de gestión estatal de Argentina: ninguna provincia puede asegurar que está libre de este problema. Es probable que el sistema educativo ocupe más metros cuadrados que cualquier otro sistema administrado por el Estado. Esto incluye a decenas de miles de edificios, algunos verdaderos palacios, que fueron construidos en momentos en que no se pensaban determinadas condiciones de seguridad e higiene; en tiempos donde el Estado había asumido enfáticamente la educación como una política estratégica.
Otros edificios, como el de la Escuela Primaria 49, se parecen más a dos o tres galpones pequeños unidos por un patio. Son el tipo de escuelas que se construyeron para cubrir una demanda en barrios pobres: cuatro paredes y un techo, con suerte.
Por el olor a gas, la Escuela Primaria 49 había iniciado seis expedientes en el Consejo Escolar. Los consejos escolares de la Provincia de Buenos Aires, creados por Domingo Faustino Sarmiento en el siglo XIX, están hoy a cargo del mantenimiento edilicio de las escuelas. Regularmente, son administrados por vecinos designados por elección popular, pero el Consejo Escolar de Moreno está intervenido por el gobierno de María Eugenia Vidal desde octubre de 2017. El interventor, Santiago Nasif, es un hombre de Aníbal Asseff, una de las principales figuras de Cambiemos en ese distrito.
Dos meses después, el gobierno de María Eugenia Vidal, con el aval de Gabriel Sánchez Zinny (Director General de Cultura y Educación de la provincia) disolvió la Unidad Ejecutora Provincial, a cargo del mantenimiento en escuelas y jardines.
No hay espacio en este tema para la “pesada herencia”: casi tres años de gestión bastan y sobran para relevar los problemas de infraestructura más urgentes de las escuelas y hacer las reparaciones que garanticen las condiciones mínimas de seguridad. El abandono de la infraestructura escolar es una constante en todo el país, pero en las dos jurisdicciones claves gobernadas por Cambiemos –Ciudad y Provincia de Buenos Aires- parecería haber una decisión clara en dejar que el deterioro avance. El resultado: escuelas que estallan y una gestión educativa que deja muertes a su paso.
En síntesis: sí, es un problema estructural y de décadas. Pero los únicos y directos responsables políticos de esta tragedia puntual son María Eugenia Vidal y Gabriel Sánchez Zinny.
Campaña permanente, gestión ausente
El viernes 3 de agosto por la mañana Mauricio Macri y María Eugenia Vidal sonreían eufóricos en un acto en Quilmes. Mientras Macri anunciaba créditos para jubilados “para pagar un escape de gas”, Vidal sonreía y se abrazaba con una vecina.
Eran las 9:37 de la mañana.
Habían pasado 24 horas de las muertes de Sandra y Rubén.
A esa misma hora los estaban velando.
A esa misma hora Moreno era un hervidero.
A esa misma hora se desarrollaba un paro docente con adhesión total.
En 2015 Mauricio Macri desfilaba por los programas de TV y anunciaba en las redes sociales una “Revolución educativa”, de la mano de Esteban Bullrich. Ponía a la educación como “prioridad”. Tres años después, las evidencias: a nivel nacional se vaciaron los programas socioeducativos y se eliminaron las direcciones de niveles y modalidades del Ministerio de Educación, dejando nuevamente en manos de las provincias la totalidad de la gestión educativa, en particular en sus aspectos más delicados de inclusión social. De esta manera, las provincias que puedan sostenerla lo harán, y las que no, no.
María Eugenia Vidal asumió en la Provincia de Buenos Aires con la promesa de renovación luego de 28 años de gobiernos peronistas. Sin embargo, poco o nada ha cambiado: Vidal sigue de campaña, y las escuelas están igual o peor. Hasta hoy, la educación macrista consiste en profundizar la desigualdad regional y no atender los problemas urgentes.
Por otro lado, el macrismo hace campaña polarizando contra los sindicatos docentes. Aunque no es un referente a nivel nacional sino provincial, el enemigo elegido es Roberto Baradel, titular de SUTEBA. Cada declaración de los funcionarios de Cambiemos sobre educación, calculada al extremo y reproducida en cada medio, menciona a los sindicatos, a quienes ubican como la fuerza maligna que impide los verdaderos y necesarios cambios educativos. Pues bien: SUTEBA señaló reiteradas veces los problemas de infraestructura que podían desencadenar una tragedia. Para decirlo de otro modo: Macri, Vidal y compañía eligieron desoír a quienes estamos todos los días en las aulas y tildarnos de “mafiosos”, “kirchneristas”, “soldados de Baradel”. La conducción de la escuela y el sindicato tenían razón, y el gobierno decidió no escuchar.
Y la escuela explotó. Y murieron dos docentes que le calentaban la leche a sus alumnos en pleno invierno.
Cuando sólo se hace campaña y no se gestiona la materialidad de lo real hay muertos. El gobierno que usa metáforas naturales y navales –“tormenta”, “barcos”, “lluvia”- en sus discursos, dejó a las escuelas de Moreno a merced de las fuerzas naturales. Sin mantenimiento artificial, humano, las escuelas se caen por su deterioro, explotan los caños carcomidos por los que fuga el gas.
Las fuerzas políticas no deberían hacer campaña electoral con la educación: ningún gobierno puede prometer el paraíso en el término de una gestión, o dos, o tres, porque eso es lisa y llanamente imposible. Mucho menos si no impulsa cambios virtuosos y sólo se dedica a presentarse como víctimas inocentes de tradiciones y organizaciones “nefastas y populistas”. No. La educación es mucho más compleja, mucho más lenta, requiere más consensos y dinero que cualquier otra política pública. Y ningún gobierno puede ostentar resultados virtuosos al término de su gestión, porque si efectivamente se tomaron las decisiones correctas estos se verán una década y media o dos después, en caso de que se hayan sostenido.
La desnudez y la intemperie
Cambiemos ha puesto a circular determinados discursos sobre la educación y la docencia. Dice, por ejemplo, que en este momento histórico hay que apostar a la innovación, a las nuevas tecnologías, a formar para los trabajos del futuro que hoy no existen (¿es eso posible?). Por otro lado, como ya se dijo, nos pinta a los docentes como los agentes retardatarios de ese cambio que Cambiemos presenta como sencillo de operar, instantáneo. Los docentes, dicen Macri, Finocchiaro, Vidal, Sánchez Zinny, Rodríguez Larreta, Acuña, nos preocupamos más por nuestro salario dejando de lado nuestra vocación; no nos interesa realmente la educación y la formación de los pibes; somos una especie de monstruo invencible con intereses solamente corporativos; envenenamos las mentes de los niños; somos amos y señores de las escuelas y el sistema entero.
Las muertes de Sandra y Rubén ponen en evidencia la falsedad total de esos discursos. Trabajadores de la educación, que habían hecho varios reclamos al gobierno sin obtener respuestas, que fueron a trabajar y, como todos los días, le estaban preparando el desayuno a los alumnos. No se trata sólo de enseñar: todos los docentes realizamos tareas completamente ajenas a dar clases en algún momento: preparar comida, contener un drama social, pintar un aula, arreglar un problema de electricidad o plomería, donar útiles o muebles, acompañar a la guardia de un hospital a una alumna fajada por su padre. No somos superhéroes: no hay que hacer una reivindicación de la autoexplotación a la que nos empuja el sistema. Pero sí hay que mostrarla para hacer caer discursos que sólo nos ubican en el desinterés corporativo.
Por eso, lector, lectora, cuando los docentes hacemos paro y reclamamos mejoras en nuestras condiciones de trabajo estamos, también, reclamando mejores condiciones para la educación de tus hijxs, sobrinxs, nietxs, hermanxs. No son reclamos complementarios o paralelos: son exactamente el mismo reclamo.
Reclamamos porque calentarle la leche a nuestros alumnos, en invierno, en medio de escapes de gas, es inadmisible para nosotros y para ellos. Es el cuadro más descarnado de la intemperie en la que se encuentra la educación pública: el Estado no está en ningún lado. No provee bienestar y contención social para que los pibes desayunen bien y en sus casas, no responde a los reclamos por fugas de gas, y demoniza a trabajadores que deberían dedicarse a la planificación pedagógica y dar clases, y a mantener mínimamente la limpieza y el orden en la escuela.
La escuela pública está desnuda en medio del frío, de la desidia –que ya se cobró dos muertos- del gobierno de Cambiemos. La escuela pública está a la intemperie y se la quiere tapar con diarios cuyos titulares son “nuevas tecnologías” y “futuro”.
Dense una vuelta por las escuelas públicas, hablen con sus directivos, docentes, auxiliares: trabajamos en medio de la precariedad total y la tristeza cotidiana, tratando de emparchar el brutal abandono de los gobiernos con una voluntad que, a la larga, se termina agotando. Para que los pibes tengan algo caliente en la panza, para que se vayan de la escuela con un par de preguntas sobre la injusticia, con un par de herramientas que, en el mejor de los casos, le reemplacen el hambre de comida por hambre de conocimiento y compromiso. Y lo hacemos solos, desarrollando un instinto de supervivencia que nos aleja de los espacios más peligrosos de cada edificio. Pero a veces el peligro permanece ahí, silencioso: una grieta en la mampostería, una estufa desvencijada sin llave de paso, un tomacorriente desbordado a centímetros de un pupitre con patas de metal. No quiero ser dramático pero es imposible no serlo: así nos acecha la muerte en las aulas, en salas de profesores, en los baños, los patios, las cocinas; tan imperceptible y presente, esperando el más mínimo error de cálculo para desencadenar el horror. Y dejarlo tatuado en las biografías escolares de los sobrevivientes.