El poder de la ficción
A fines del siglo dieciocho en Alemania, un joven con frac y chaleco nuevos se acomodó su cola del pelo, puso un libro en una mesa con una página indicada, abrió la puerta de su casa, y cuando captó la atención del público, se pegó un tiro en el ojo derecho. El libro era Las penas del joven Werther de Goethe y el episodio relatado forma parte de uno de los tantos suicidios que el libro motivó en Alemania, Francia, Inglaterra y otros países de Europa.
Esta historia es solo una de las muestras del poder que tiene la narrativa ficcional. Hace algunos años, la filosofía del lenguaje sajona era ciega a la importancia de este tipo de discurso. Pensaban que estaba construido con oraciones sin valor cognitivo y que su función era puramente estética. Un poeta era alguien con habilidad para poner palabras de tal forma que fueran bellas y atractivas. Resulta extraño que tales filósofos pasaran por alto la desconfianza de Platón hacia los artistas a quiénes marginaba de su República por su capacidad de influir en la conducta de los ciudadanos apelando a sus emociones en vez de a su razón.
Las ficciones no sólo nos enseñan de moral –recuérdese a Pinocho- sino que también nos conectan con nuestras emociones, nos dicen cómo sentirnos y actuar ante ciertas situaciones. Al dirigir nuestra imaginación, la ficción nos pone a suponer escenarios que nos fascinan y emocionan. Alguien que nunca presenció una autopsia de asesinato ya tiene alguna idea de cómo se sentiría ante una situación real similar porque ha visto varias escenas ficcionales de autopsias y ya ha experimentado las emociones de horror, asco y cualquier cosa que ello le produzca. Por supuesto, presenciar una autopsia real no es lo mismo que presenciar su escena ficcional, pero, como sostiene el filósofo Noel Carroll es aquí donde reside su atractivo: las ficciones permiten experimentar las emociones que nos produciría una situación sin tener que experimentar sus consecuencias. Es una forma de conocer algo sobre una situación y sobre nosotros, sin la necesidad de estar ahí.
Esta especie de educación sentimental puede ser más importante ahora que las ficciones audiovisuales son extremadamente ubicuas. Su omnipresencia ha sido facilitada por una nueva tecnología, el streaming digital, que permite distribuir contenido de una forma nueva y personalizada. Así como la radio y televisión generaron una revolución en los discursos de ficción, ahora se sostiene que el streaming encarna una nueva revolución para la ficción y, en consecuencia, una nueva revolución para nuestra educación sentimental.
Netflix, una revolución limitada
Es normal leer en artículos de análisis que Netflix es un cambio radical de la forma en que consumimos ficción. Esto, sostienen los analistas, ha producido un cambio en las ficciones en sí: estamos en “La época dorada de las series”. Los Soprano, Breaking Bad y Game of Thrones son algunos de los nuevos clásicos y no sólo son extremadamente populares, sino que han desafiado la tradicional predilección de los críticos por la pantalla grande del cine. Estas ficciones han sido posibles gracias a un cambio en la forma de consumo, que se inició con el TiVo y los DVD’s pero que luego continuó con el streaming digital. Aunque, hay que decirlo, el cambio en la forma de consumo de la ficción audiovisual no se inició con el streaming. Todos los clásicos mencionados son previos al reinado del streaming que, no obstante, tiene los propios: Stranger Things, 13 Reasons Why, The Handmaid’s Tale. La narrativa serie permitió a los autores contar una historia larga y en partes porque el espectador verá los capítulos en orden y sin salteos.
Sin embargo, esta revolución es limitada. Si entendemos este aporte como algo radicalmente nuevo para el discurso ficcional entonces la revolución no es tal. La idea de que uno puede elegir la ficción y consumirla cuándo y cómo quiera es una ventaja, pero sólo sobre las ficciones del broadcasting (la radio y la televisión). Antes del advenimiento de los medios rey del siglo XX, el público era capaz de elegir sus ficciones, de pausarlas y de experimentarlas cuando quisiera. La primera gran popularización de la ficción en serie fue a través del folletín, un suplemento de diarios que, entre otras cosas, traía una historia en pedazos: igual que cualquier serie de streaming que consumimos hoy en día. El género del folletín también tuvo sus clásicos: Madame Bovary de Flaubert, The Posthumous Papers of the Pickwick Club de Dickens, Les trois mousquetaires de Dumas, A study in Scarlet de Conan Doyle; todas obras que fueron pensadas para ser distribuidas en capítulos. Este fenómeno es tan similar a las series de actuales del streaming que pueden rastrearse las mismas características salientes: la gran longitud, los personajes profundos y complejos, las ocasionales tramas estrambóticas, los giros inesperados o ganchos y el consecuente fanatismo por saber cómo sigue la historia. En realidad, el spoiler nació en el siglo XVIII.
Existe, no obstante, un aspecto nuevo de la era del streaming que podría ser revolucionario y quizás negativo. Ahora las plataformas tienen la posibilidad de recopilar una cantidad monstruosa de datos, el big data. Netflix colecta información del consumo de sus usuarios, qué tipo de series ven, dónde las pausan, qué tiempo les dedican, en qué momentos abandonan y un largo etcétera. Un algoritmo se encarga de procesar esta información y producir “recomendaciones”. Si el programa funciona bien, el usuario no necesita buscar entre un catálogo oceánico para ver cosas relevantes y la empresa lo fideliza. Los algoritmos levantan suspicacias porque se especula que tal información podría utilizarse para decodificar los intereses de los usuarios y producir una ficción diseñada en base a ellos. Existe el rumor de que la criticada inclusión de la voz en off de Edha -la primera serie argentina de Netflix- estuvo basada en la información de que en Latinoamérica las series con voz en off funcionan mejor. Si esto es cierto, argumentan los críticos, entonces la información que recopila un algoritmo puede terminar arruinando la integridad de las obras de ficción.
Es una nueva batalla en la antigua guerra entre los inversores de una obra que quieren un retorno y los artistas que buscan que esa obra se haga acorde a su visión. La diferencia es que dada la mayor precisión en la información podría producirse un envalentonamiento por parte de los inversionistas que resulte en una imposición absoluta en desmedro de los deseos del artista. Si aún no está claro que esta información recopilada sea útil para producir recomendaciones, menos lo está para afirmar que es relevante para producir contenido. La ficción narrativa es un discurso estructurado con contenidos complejos y extremadamente sutiles, resulta difícil pensar que un conjunto de estadísticas de visionado sea suficiente para producir algo con valor para la audiencia y los inversionistas en ficción no deberían pasar esto por alto. Es importante recordar que la producción de historias obedece no sólo al entretenimiento de la audiencia sino también a la necesidad de expresión del artista y, aquí, los algoritmos no tienen mucho para decir. Son los artistas aquellos que necesitan contar cómo ven el mundo y como creen que debería ser. Los inversionistas, por su parte, tienen en sus manos la posibilidad y responsabilidad de facilitar o entorpecer la concreción de este mensaje. Así puesto, no parece que el algoritmo introduzca nada nuevo a la ya conflictiva relación entre inversionista y artista.
No es que la era del streaming no tenga un discurso ficcional característico, lo tiene, pero su particularidad no está signada por un cambio tecnológico particular sino, más comúnmente, por la época en la que viven los artistas que se expresan a través suyo.
Los mensajes del streaming
Si bien las ficciones tienen la capacidad de educarnos y moldearnos, este poder tiene límites. Cabe preguntarse si aquellos que se suicidaban tras haber leído la novela de Goethe eran jóvenes impresionables por un discurso de ficción -como los niños del flautista de Hamelin- o si, más bien, el autor expresaba algo latente en la sociedad en la que vivía. Lo más sensato es pensar que esta dicotomía no es tal y que los discursos ficcionales relevantes persuaden al público, al mismo tiempo que interpretan sus preocupaciones.
13 Reasons Why parece la ficción más relevante de la época del streaming, por haber capturado y conmovido los sentimientos de una generación. No es casual que su impacto haya trascendido los ámbitos usuales en donde se discuten estas series. Algunos colegios secundarios recomendaban a los padres que los alumnos no vieran la serie, en el diario se escribía en su favor por ser un disparador de temas e incluso, la sociedad de psicología clínica de chicos y adolescentes –un organismo que forma parte de la Asociación Americana de Psicología- sacó un comunicado donde pedía a Netflix que facilite a sus espectadores los recursos necesarios para lidiar con las situaciones allí retratadas. Esto prueba lo que se decía más arriba, nadie en la sociedad pasa por alto el poder educativo que tiene la ficción.
La serie no sólo es interesante de analizar porque se mete con temas como la violencia de género, el bullying y el suicidio juvenil sino también por el mensaje que transmite al respecto. Un mensaje distinto al que transmite, por ejemplo, The Breakfast Club, una ficción que en los 80’s que tocó los mismos temas. En 13 Reasons, la protagonista se suicida cortándose las venas, luego de una serie de hechos que culminan con su espantosa violación. En la historia, este suicidio es tan inevitable que el relato comienza con el hecho consumado, de modo que no es posible de entrada que los protagonistas puedan accionar para detenerlo. En cambio, la víctima graba 13 narraciones en casete para enrostrarle su falta a aquellos ella considera culpables. Es gracias a este dispositivo que ver la serie instala en los espectadores un sentimiento de fatalidad y culpa del que es difícil sacudirse. Sorpresivamente, el capítulo final de la serie -el climático- no está reservado para el violador de la víctima sino para el consejero escolar que no supo ver el problema. Así, por un lado, se denuncia la fuerte desconexión que existe entre el mundo juvenil y el adulto y, por el otro, les exige a estos adultos que hagan algo y se involucren. Este mensaje es distinto al que transmite Breakfast Club. En ella, algunos alumnos muy dispares entre sí están obligados a pasar un día de castigo juntos. Como resultado, se develan los distintos tipos de acoso a los que se han visto sometidos en su secundaria. La desconexión con el mundo adulto también está tematizada pero la salida aquí es una gran bronca y la posterior unión entre ellos contra la adultez que no los entiende. 13 Reasons parece decir “No nos entienden, toda esto es su culpa, hagan algo” mientras que Breakfast sostiene “No nos entienden, váyanse a cagar, nos arreglamos solos”. El segundo mensaje, dirigido a la (verdadera) generación del casete, está claramente enmarcado en un ambiente donde la rebeldía está bien vista, donde el rock todavía reina.
Es difícil determinar en qué medida el primer mensaje captura lo que siente la generación del streaming. Si alguien quisiera investigarlo, analizar los discursos de ficción a través de los cuales esta generación se da sentido a sí misma sería un buen comienzo. El hecho de que 13 Reasons haya sido tan exitosa puede darnos una pauta, aunque no conclusiva. Es difícil determinar qué es lo que interpretan los espectadores de una ficción. Su mensaje es tan rico que suele exceder las intenciones del autor. Además, nunca produce una interpretación única y homogénea. Esta es la razón por la que la ficción es tan valiosa, porque habla de nosotros de tantas maneras que se nos escapan. Visto de esta manera, no existen motivos para pensar que los relatos de ficción en tiempos de streaming hayan cambiado. Pero, en este caso, eso es algo bueno.
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