A 13 años del estallido social


La densa alquimia de las alianzas

La experiencia de la Alianza suele asociarse a la salida en helicóptero de Fernando de la Rúa. Su final abrupto y traumático, en parte, está vinculado a los conflictos permanentes de dos fuerzas dispares que se necesitaban entre sí para llegar al gobierno: el Frepaso y la UCR. ¿Qué cambió de aquel proyecto inicial? ¿Cómo se compara con las internas y disputas actuales en la coalición UNEN? La Doctora en Ciencias Sociales Mariana Gené y la Maestranda en Sociología de la Cultura (IDAES) Violeta Dikenstein analizan el nacimiento de esa experiencia y su vertiginosa implosión. A 13 años de la crisis de diciembre del 2001, los desafíos de esta unión partidaria opositora.

Aún con sus matices y equilibrios cambiantes, durante todo el siglo XX la Argentina fue un país de fuerte tradición bipartidista. Desde el retorno a la democracia, los presidentes que se alternaron en el poder pertenecieron invariablemente a la Unión Cívica Radical o al Partido Justicialista. En este contexto, las coaliciones entre partidos de gran envergadura tendieron a ser más bien una excepción. De todas ellas, la más conocida y “exitosa” fue la denominada Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación, que reunió a la UCR y el Frepaso entre 1997 y 2001. El hecho de que su final fuera abrupto y traumático no quita que se tratara de una experiencia coalicionaria robusta, en un país que no suele mantener este tipo de agrupamientos. En efecto, consistió en la única alianza entre partidos grandes que logró ganar elecciones parlamentarias y, más tarde, llegar a la presidencia de la Nación. Su caso, por lo tanto, es ilustrativo de las potencialidades y dificultades de este tipo de iniciativas y permite reflexionar sobre algunas experiencias más cercanas, aunque, claro está, no sirve para predecir el devenir de esos nuevos intentos.  

Desde 1983, distintos partidos políticos se crearon e intentaron desafiar, con suerte desigual, el dominio de los dos partidos mayoritarios sobre el escenario electoral (el Partido Intransigente, el Frente Grande, Recrear, el ARI, el PRO, etc.). En todos los casos, su crecimiento a escala nacional constituyó un gran desafío, pues la fuerza de estos terceros partidos en algunos grandes centros urbanos se combinaba con la dificultad para ganar pregnancia en el resto del territorio. Para este tipo de agrupaciones, entonces, el ensamble de una coalición política podría resultar una buena estrategia a la hora de ganar votos y presencia nacional.

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Con las elecciones primarias del año 2013 entró en escena una nueva coalición: el Frente UNEN, que en 2014 sumó nuevas fuerzas y se convirtió en el Frente Amplio-UNEN. Dicho espacio albergó a una serie de partidos de distinto tamaño y peso en la política argentina (la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista, Libres del Sur, el Partido Socialista Auténtico, la Coalición Cívica ARI, el Frente Cívico y Generación para un Encuentro Nacional) y a sus correspondientes líderes (Elisa Carrió, Hermes Binner, “Pino” Solanas, Ernesto Sanz, Julio Cobos, Ricardo Alfonsín, Martín Lousteau, entre otros). Su debut electoral fue auspicioso: obtuvo el segundo lugar en la Capital Federal (con el 32,2% de los votos frente al 34,5% del PRO) y logró cinco bancas de diputados nacionales y una de senador. Sin embargo, a casi un año de su creación, sus partes se encuentran en un problemático proceso de fragmentación y reposicionamiento.

En este sentido, los sucesos vertiginosos que signan la experiencia de FA-UNEN remiten casi instantáneamente a lo ocurrido con la Alianza hace poco más de una década. Es que, en efecto, los parecidos son muchos, aunque también revisten importantes diferencias. Lejos de encontrarse anclados en el pasado, los acontecimientos históricos se resignifican ante ciertos acontecimientos y permiten repensar sus aristas. La historia nos sigue hablando. Recuperar el recorrido que llevó a la conformación de la Alianza y a su llegada al gobierno, puede arrojar luz para comprender los desafíos de otras alianzas en ciernes.

La esquiva alquimia de llegar a una coalición

La experiencia de la Alianza suele ser asociada a la salida en helicóptero de la Casa Rosada del entonces presidente Fernando de la Rúa. Su gobierno terminó abruptamente en medio del estallido social de diciembre de 2001 y generó una puesta en cuestión de toda la clase política. Sin embargo, pocos años antes, los pronósticos eran muy otros.

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En efecto, la Alianza nació como resultado de una fusión entre fuerzas dispares que se necesitaban entre sí; acompañada de grandes expectativas por parte de la población.

De un lado, se encontraba el Frepaso (Frente por un País Solidario), nacido a inicios de los 90 como producto de sucesivos desprendimientos de partidos políticos que se nucleaban a partir de su oposición al menemismo. Sus dirigentes provenían de las filas del peronismo, pero también de otras agrupaciones políticas de centroizquierda y movimientos de derechos humanos. Esa conjunción de actores diversos encontraba su punto de articulación en el fuerte liderazgo de su principal fundador y vocero, Carlos “Chacho” Álvarez. Así, con una cultura política de izquierda y peronista en su base (Godio, 1998), el propio Frepaso lograba aglutinar a miembros disímiles. Del otro lado, se encontraba la UCR, que era casi antagónica en su organización: se erigía como un partido centenario, fuertemente institucionalizado, de escala nacional, con una estructura militante consolidada aunque algo fragmentada por el peso de los liderazgos locales (Persello, 2007; Cheresky, 1999). Pero su aparente fortaleza estaba en jaque: luego de la traumática crisis hiperinflacionaria que desembocó en la salida adelantada del ex presidente Alfonsín en 1989; y de ceder a las intenciones reeleccionistas de Carlos Menem mediante la firma del Pacto de Olivos, el partido se había visto profundamente debilitado, perdiendo electores y prestigio ante la sociedad.

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El sinuoso proceso de gestación de la Alianza representó apuestas diversas para las partes que se congregaron en ella. Involucró una serie de vacilaciones y deliberaciones, y supuso un cuidadoso trabajo para sellarla y preservarla hasta alcanzar el poder. En cierto sentido, las virtudes de una unión resultaban insoslayables para ambos partidos. La fortaleza institucional y el anclaje territorial del radicalismo constituían un potencial beneficio para el Frepaso, partido joven que no lograba crecer a escala nacional. A su vez, para el radicalismo, el rutilante ascenso electoral del Frepaso y la opinión favorable que generaba en amplios sectores de la población se revelaban como una oportunidad para revitalizar su alicaída situación. En consecuencia, la complementariedad entre ambas fuerzas era tentadora para los actores. Sin embargo, la apuesta entrañaba sus riesgos. Para el Frepaso estaba en juego su identidad naciente, aún frágil. Sus integrantes temían que una alianza con la UCR los arrastrara hacia el desprestigio y los emparentara con la “vieja política” que tanto criticaban. Por su parte, en la UCR se temía que la unión con el Frepaso provocara fracturas que socavaran la integridad y desataran las internas latentes del partido centenario.

Luego de varias negociaciones, el 2 de agosto de 1997 la UCR y el Frepaso anunciaron la creación de la Alianza. En el derrotero que los condujo desde su constitución hasta las elecciones presidenciales, el mayor desafío consistió en mantener cohesionada la coalición y consolidarla nacionalmente. Hubo varios obstáculos, algunos de ellos de gran envergadura. Por ejemplo, debió procesarse la negativa a conformar listas conjuntas en ciertas provincias, tanto para las elecciones legislativas de 1997 como en las propias elecciones presidenciales de 1999. En efecto, en los distritos que tradicionalmente eran fuertes bastiones radicales (Córdoba, Chubut, Río Negro), sus dirigentes se sentían lo suficientemente fuertes como para prescindir del Frepaso, y compartir los éxitos en nombre de una alianza nacional no resultaba una opción convincente.

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En estas instancias, se hacía evidente que la heterogeneidad de la Alianza funcionaba como un arma de doble filo: por un lado, le permitía abarcar a un electorado de diversos signos ideológicos descontento con el menemismo. Por el otro, la construcción de consensos y reglas comunes al interior de la coalición se volvía particularmente compleja.

A su vez, el armado planteaba otro dilema: quién sería el líder de la Alianza. Al interior del radicalismo el debate sobre la conveniencia o no de la unión encontraba respuestas muy distintas entre sus diversas fracciones, pero todos coincidían en un punto central: de concretarse una alianza, la UCR debía ser el partido hegemónico (Ollier, 2001; Novaro y Palermo, 1998). El Frepaso, entretanto, intentaba hacer valer su fortaleza en las encuestas y el triunfo que Graciela Fernández Meijide había obtenido en 1997 en las elecciones legislativas de la estratégica Provincia de Buenos Aires. Finalmente, se acordó realizar unas internas abiertas, que terminaron ratificando el predominio de la UCR con la definición como candidato del futuro presidente De la Rúa.

Así, se abría otra de las paradojas que signaron la trayectoria de la Alianza: la fuerza buscaba construir mecanismos horizontales de decisión y necesitaba a la vez de un liderazgo capaz de aglutinar a sus componentes. Tal inconveniente no fue saldado en el período previo a su acceso al poder, y sus resultados se harían notar una vez que la coalición ganara las elecciones presidenciales.

Antes de llegar al gobierno, la confluencia implicó ciertas reconfiguraciones en el seno estas fuerzas. En especial, el Frepaso inició una lenta mutación, ya desde antes de formar parte de la Alianza, pero con más fuerza una vez que pasó a integrarla. El interés por sumar electores fue acompañado de un progresivo desdibujamiento de su discurso de centroizquierda. Luego de crecer meteóricamente en el espacio político por su oposición al menemismo, esta fuerza divisó su techo electoral y comenzó a plantearse una nueva orientación. En ese marco, su carácter contestatario se matizó en virtud de un programa anticorrupción más abarcativo. Aquella fuerza nueva y pujante que había nacido en la primera mitad de los noventa y logrado un rápido crecimiento, fue moderando sus concepciones a medida que acumulaba mayor respaldo electoral. La estrategia de atenuación de su discurso se uniría, así, a la búsqueda de convergencia con el radicalismo. Sin embargo, esa táctica tenía su costo: el discurso cada vez más moderado de los líderes comenzó a profundizar el hiato entre la cúpula y los cuadros intermedios. Estos últimos aceptaban con tolerancia y cierta cuota de pragmatismo las declaraciones progresivamente moderadas de los líderes (Novaro y Palermo, 1998), pero las consideraban más como una estrategia electoral que como el verdadero contenido de la Alianza.

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Con esos cambios y desplazamientos, la Alianza salió victoriosa en las elecciones nacionales de 1999, munida de un programa que aseguraba la continuidad de los principios básicos del modelo económico vigente (convertibilidad, privatizaciones, apertura comercial y equilibrio fiscal), pero prometía impulsar las “correcciones” necesarias (políticas de estímulo a la generación de empleo, aumento del gasto social, creación de entes reguladores, etc.). A esta altura ser “antimenemista” ya no significaba lo mismo que cuando sus principales líderes se oponían al gobierno. Seguramente no había un consenso absoluto entre los miembros dispares de esta conjunción sobre el contenido que debía proponer la Alianza, pero lo que estaba claro era que la convertibilidad, el principal pilar del modelo económico, se había vuelto intocable. Se procuraba así enviar señales tranquilizadoras tanto al establishment como a la opinión pública, que reaccionaba temerosa ante quienes insinuaban la posibilidad de abandonar la paridad entre el peso y el dólar. Al mismo tiempo, se sellaba un ineludible elemento de continuidad con la década criticada.

El desafío de ejercer el poder

El modo accidentado en que la coalición había logrado consumarse arrastró dificultades de origen que luego se revelarían problemáticas: el anhelo de consenso en el seno de una heterogeneidad constitutiva, las intenciones de horizontalidad frente a la necesidad de un liderazgo fuerte que condujera al conjunto, las ambigüedades que no habían sido resueltas; todo ello quedó “para más adelante” y fue dirimiéndose sobre la marcha. Sin lugar a dudas, este modus operandi había sido fructífero para crecer electoralmente y alcanzar su principal objetivo: llegar al gobierno. Pero una vez alcanzada la presidencia, la Alianza debía mostrarse capaz de ejercer el poder. Debía hacerlo, además, en un contexto crítico y con diversos actores tironeando en direcciones contrarias.

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¿Qué ocurrió una vez que la coalición llegó al gobierno? ¿De qué modo fueron zanjados sus conflictos internos? Aquella disparidad constitutiva que caracterizaba a la Alianza se expresó claramente en el reparto de las principales posiciones del Poder Ejecutivo. El gabinete de ministros cristalizó las tensiones y disputas entre grupos internos, dejando un saldo de ganadores y perdedores bastante explícito: el radicalismo conservó una abultada mayoría, al tiempo que el Frepaso ocupó una franca minoría. Así, de un total de 10 ministerios, el Frepaso ocuparía sólo 2 (Graciela Fernández Meijide en Acción Social y Alberto Flamarique en Trabajo. La misma asimetría se replicaba en sus segundas líneas: el Frepaso estaba a cargo de sólo 8 secretarías sobre 42, y de 4 subsecretarías sobre 58 (Ollier, 2001: 159). A su vez, casi todos los ministerios estuvieron balcanizados, con secretarías y subsecretarías que no se coordinaban entre sí y con ministros que no tenían la facultad de nombrar a todos sus colaboradores. La excepción fue el ministerio de Economía, donde se privilegió constituir un equipo cohesionado y Machinea pudo elegir a sus secretarios y subsecretarios (Novaro, 2002b). El resto de las carteras, en cambio, arrastrarían problemas de funcionamiento evidentes a partir de la existencia de lealtades y desconfianzas cruzadas.

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Es que en ausencia de reglas explícitas para repartir los cargos o designar a los colaboradores de mayor jerarquía, cada espacio devino una prenda de negociación, donde primaría el criterio del radicalismo, y en particular el de la fracción más cercana al presidente. En efecto, luego de que Fernando de la Rúa lograra erigirse como candidato presidencial, la gravitación de su criterio para dirimir distintas cuestiones no haría más que consolidarse. Es cierto que dicho “criterio” para la toma de decisiones se caracterizaba por la aversión al conflicto explícito y por el método de “mantener la ambigüedad hasta que se volviera insoportable”, es decir, esperar hasta que el propio curso de los acontecimientos decantara y pareciera inevitable (Novaro, 2002a: 25-26). Por eso mismo, la decisión sobre los cargos se demoró hasta el momento de asumir el poder, alimentando, una vez más, intrigas en el seno de la coalición.

Las características de De la Rúa fortalecieron dicho proceso. Lejos de ser un líder carismático, se trataba de un referente sin grandes apoyos dentro del radicalismo y que había llegado a la presidencia, en cambio, por su fuerte aprobación en el electorado (cf. Bonvecchi y Palermo, 2000). Su propia impronta y el hecho de que el régimen presidencialista argentino no ofreciera grandes incentivos institucionales para que el primer mandatario buscara consensuar las decisiones de gobierno, hicieron que las voces discordantes fueran progresivamente marginadas y los conflictos latentes entre fracciones partidarias comenzaran a ver la luz.

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Esta situación favoreció el ascenso de ciertos actores que no habían gozado de visibilidad alguna durante el período de formación de la Alianza. Junto con el desbalance entre el Frepaso y la UCR, desembarcaron en el Poder Ejecutivo una serie de figuras y grupos que, si bien se encontraban vinculados a estos partidos, habían tenido un protagonismo menor hasta entonces: asesores, economistas de corte neoliberal y miembros del denominado “grupo sushi”, entre otros. Este último estaba conformado por un conjunto de jóvenes –por lo general no superaban los 40 años– con gran cercanía e injerencia sobre el presidente, en especial a través de su hijo mayor, Antonio de la Rúa. Su protagonismo frente a los cuadros más tradicionales del radicalismo y su avance en la toma decisiones dieron lugar a un juego de recelos, tensiones y disputas.

La fotografía inicial de la Alianza fue mutando en su forma hasta alcanzar una composición muy distinta a la original. Entre tales acontecimientos se cuentan nada más y nada menos que el denominado “escándalo del Senado”, la renuncia del vicepresidente y principal referente del Frepaso, “Chacho” Álvarez, el intempestivo paso de Ricardo López Murphy por la cartera económica y la llegada de Domingo Cavallo como pretendido salvador de la Alianza que tanto lo había criticado en sus inicios. A través de tales hitos problemáticos, se acentuó una nueva configuración de poder que encontraba apoyatura en referentes controversiales del núcleo presidencial: Enrique “Coti” Nosiglia, los miembros del grupo “sushi”, los sectores más conservadores del radicalismo y las fuerzas cavallistas.

Puede decirse que, si en sus albores esta coalición de gobierno se definió por la naturaleza de aquello a lo cual se oponía y enfrentaba (Godio, 1998; Ollier, 2001), el cuadro final estaba lejos de mostrar esa pretendida ruptura con el pasado. El último tramo de la Alianza resultaba paradójico: la seguidilla de recambios acelerados y renuncias altisonantes culminó con la llegada al gobierno de una de las figuras más paradigmáticas del menemismo, el “superministro” Domingo Cavallo y con la ausencia casi completa de aquellas figuras “progresistas” que habían prometido refundar la política argentina por medio de una coalición de centroizquierda.

A modo de conclusión: alianzas de ayer y de hoy

Aún cuando la experiencia de la Alianza constituye un antecedente fundamental al momento de leer las nuevas coaliciones partidarias, se trata de un suceso único e irrepetible. En él, por primera vez en la historia argentina una asociación de tales características logró llegar al poder.

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Como vimos brevemente, la gestación de la Alianza fue el producto de trabajosas negociaciones, que tuvieron hitos significativos y numerosos acercamientos entre las fracciones más afines dentro de cada partido. Sin embargo, aún cuando este nuevo actor colectivo se ensamblara de forma lenta y progresiva, su heterogeneidad interna y la dificultad para procesar conflictos y definir reglas en común funcionarían como condición de posibilidad para su desenlace final.

En la escena política argentina actual, el peronismo parece una vez más gozar de buena salud para presentarse a elecciones, más allá de los usuales arreglos con actores locales o figuras específicas. El resto de los partidos, en cambio, plantean de forma más o menos explícita la idea de formar coaliciones, con distintos niveles de institucionalización, para presentar una oferta de oposición con chances electorales en 2015. Es por ello que la reflexión sobre este tipo de apuestas cobra nueva vigencia.

Cabe repetirlo, el ejemplo de la Alianza no servirá para prever situaciones que son por definición abiertas e inciertas, cuya configuración cambia al ritmo de los acontecimientos y los reposicionamientos de los otros actores políticos. Nos permite, en cambio, advertir algunos puntos de contacto y desafíos análogos para las asociaciones partidarias en curso.

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Entre ellos, la cuestión de los líderes y su relación con las bases de cada una de las agrupaciones es un tema principal, al igual que la gestión de las tensiones que tienden a generarse entre dichas partes. A su vez, el desafío de llegar a acuerdos sustantivos sobre políticas y núcleos básicos en común más allá de aquello a lo que se oponen tales coaliciones es un punto álgido, que fracturó a la Alianza en su momento y amenaza en la actualidad a uniones como el Frente Amplio UNEN. Los virajes en el posicionamiento ideológico de esta coalición son evidentes y evocan en cierto punto el recorrido de la experiencia anterior. En el mismo sentido, la disparidad de criterios entre algunos de sus miembros es difícil de soslayar. Por ejemplo, la distancia entre los discursos de los integrantes de Libres del Sur y de los sectores más conservadores de la UCR. El complejo equilibrio entre lo que parece convocar a amplios sectores del electorado en un momento dado y lo que desean las bases o prometieron los fundadores es otro de los asuntos cruciales a administrar, tanto para presentarse a elecciones como para gobernar. En fin, el desafío mayúsculo de mantener la cohesión hasta llegar a las contiendas electorales y de, eventualmente, seguir actuando en conjunto si se ganan las elecciones, constituye el principal reto de cualquier experiencia de este tipo. En el Frente Amplio UNEN parece divisarse, al igual que ocurría en la Alianza, la ausencia de un liderazgo aceptado por todos. Incluso, la personalidad de algunos líderes que tienden a jugar su juego, con Elisa Carrió como figura paradigmática, conspira contra el procesamiento de conflictos y recelos cotidianos que tienen lugar casi de forma irremediable en estos conjuntos híbridos.

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También el PRO de Mauricio Macri enfrentará algunos de estos problemas si busca aliados de cara a las elecciones de 2015. Con todo, el esquema de un partido o presidente que suma aliados (como lo hicieron Carlos Menem con la UCEDÉ y otros representantes del liberalismo local en el inicio de su gobierno, o Néstor Kirchner con distintos movimientos sociales y sectores de centro-izquierda en los albores del suyo) es muy distinto al intento de crear un nuevo partido a partir de tradiciones existentes y en algunos casos con experiencia de gobierno (como es el caso de la UCR y el PS). En países vecinos como Chile se cuentan experiencias exitosas de este tipo de alianzas como el caso de la Concertación. En Argentina, por ahora, la memoria de estos ensayos arroja un saldo problemático.

Estas reflexiones tienen lugar cuando dichas coaliciones están al borde del desmembramiento o la redefinición, y atraviesan, con suerte desigual, los retos a los que ya se enfrentó la Alianza. Sólo el tiempo dirá qué tan viables resultan estas uniones en particular. La experiencia pasada da cuenta de las grandes ventajas que pueden ofrecer tales estrategias y de los límites que sus miembros deben gestionar para capitalizar sus virtudes y lograr sostenerlas en el tiempo.

Bibliografía

Bonvecchi, Alejando y Vicente Palermo (2000), “En torno a los entornos: presidentes débiles y partidos parsimoniosos”, Revista Argentina de Ciencia Política, nº 6, pp. 103-111.

Cheresky, Isidoro (1999), “Elecciones internas de la Alianza: aparatos partidarios y ciudadanía independiente”, Documento de Trabajo, nº 13, Instituto de Investigaciones Gino Germani.

Godio, Julio (1998), La Alianza. Formación y destino de una coalición progresista, Buenos Aires, Grijalbo.

Novaro, Marcos y Vicente Palermo (1998), Los caminos de la centroizquierda. Dilemas y desafíos del Frepaso y de la Alianza, Buenos Aires, Losada.

Ollier, María Matilde (2001), Las coaliciones políticas en la Argentina. El caso de la Alianza, Buenos Aires, FCE.

Persello, Ana Virginia (2007), Historia del radicalismo, Buenos Aires, Edhasa.