Fotos: Midia Ninja
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Casi el 50% del electorado brasilero acaba de votar a Jair Bolsonaro, un candidato inesperado en un orden político bombardeado por los ruralistas, las elites empresariales, el fundamentalismo religioso y un sistema de medios faccioso. El candidato, que tiene muchísimas chances de llegar a la presidencia, representa los intereses más oscuros para la democracia y la vida en común: xenófobo, racista y homofóbico. Blande el “sentido común” como su arma más preciada y encarna la imagen de las viejas derechas pero al ritmo del mensaje “pop” efectista, veloz y contundente de las redes digitales. El hecho tal vez sea incomparable con otras experiencias regionales. Visto de lejos, el gobierno de centro-derecha de Mauricio Macri en Argentina parece casi una socialdemocracia escandinava.
Una mirada más cercana debería reconocer que hay un movimiento común. Una parte del electorado votó democráticamente mayorías conservadoras institucionalmente legítimas que significan un movimiento regresivo. Rígidas políticas de ajuste, endurecimiento del sistema represivo, desprestigio a los derechos sociales y humanos deben medirse en grados e intensidades desiguales. Desde hace tiempo se percibe en ambos países un clima social que declina de ambos lados del trópico de modo diferente: un nuevo espacio de enunciación pública neo-conservadora capilar que pide acción represiva, persigue la protesta social y cuestiona las identidades de género. En Brasil, lo hace en base a una cultura política conservadora arraigada en una historia de desigualad y jerarquía, en Argentina en una cultura política más plebeya y en un marco institucional liberal que por ahora tiene matices y grados diversos.
¿Cómo llegamos a esto? ¿Siempre fuimos conservadores y no lo sabíamos? ¿De dónde viene esa sensación de desorden y la necesidad de orden por el camino duro y desde arriba? ¿Cómo una persona que hace poco tiempo defendía valores comunes puede defender, sin ningún conflicto, una política autoritaria?
Las interpretaciones habituales hacen hincapié en que esa deriva neoconservadora es estrictamente un fenómeno del “campo político”. También que tiene que ver con los medios de comunicación, por apoyo explícito u omisión. Ese argumento se entronca en uno más amplio: el crecimiento de las derechas es la contra-reacción a los llamados gobiernos “progresistas” o, en sentido más amplio, a un movimiento de ampliación de derechos de género, étnicos o minoritarios en general. En el caso de Brasil, es ineludible la crisis de legitimidad de un sistema político deteriorado por el impeachment a Dilma Rouseff, avalado por medios y el lobby político. Algunos, los menos, atribuyen todo a un movimiento general de las elites empresariales y el capitalismo globalizado y sus intereses de largo plazo. Más allá de todo ello, es bueno insistir en este punto: ese giro fue alcanzado en las urnas, en elecciones libres ¿Todo se resuelve en función de las estrategias en el “campo político”?
Sin descuidar ninguna de esas razones (todas en cierta medida parte del problema), nos parece que hay algo más, mucho más sustancial y menos fácil de asir, que no está del todo puesto en el debate: la vida cotidiana, las mediaciones situadas, la subjetividad y los procesos de cambio cultural recientes. Tal vez para entender la política haya que ir más allá de la política. ¿Qué pasa con la trama de afectos y deseos donde se construyen las subjetividades? ¿Qué ocurre en la repetición y en la creatividad del día a día? ¿En la cena el domingo, en la parada del colectivo y en el taxi, en la calle cortada por un piquete o por una manifestación feminista, en la ocupación territorial por un movimiento indígena o en los vendedores ambulantes que “incomodan”?
Nos parece que, para poder pensar la reacción, para intentar explicarla y no solo describirla, es necesario pensar desde el llano. Nos animamos a decir que, sin un proceso de cambio en la vida cotidiana y la subjetividad, los medios y la política no encontrarían eco y, por lo tanto, no serían eficaces. El problema de la eficacia social de una idea resulta clave, porque siempre hay medios o políticos que enuncian ideas descabelladas, pero no siempre esas ideas tienen legitimidad. La eficacia depende de condiciones cotidianas, de un magma mucho más amplio de fondo que está encarnado en objetos, afectos y deseos colectivos, incluso los más terribles.
Nos cuesta pensar en esa dimensión del autoritarismo, preferimos des-responsabilizar a las mayorías por algún tipo de inercia populista que cree que allí hay alguna verdad inmutable. Pero el “pueblo” puede librarse o autodestruirse en la misma semana. Una mirada alternativa para entender el autoritarismo es indagar en los sistemas morales en acción, y no remitirlos a causas externas como el “Estado”, el “sistema político” o los “medios” y mucho menos a la “ideología” como explicaciones metafísicas. Al fin y al cabo, las cadenas de afectos que conforman el mundo de los políticos y los periodistas son las mismas que las de las mujeres y los hombres de a pie. Es más, deberíamos entender mejor cómo se entretejen y se interpelan mutuamente.
La violencia simbólica y real tiene un nuevo protagonismo cotidiano. No sabemos si crece, pero al menos se hace pública sin prejuicios: un sentimiento anti-pobre, anti-negro, anti-progresismo emerge al pasar en las charlas familiares, entre amigos, en periodistas que jamás imaginamos llegarían a tanto. ¿Qué les pasó? Quien hace 20 años pensaba lo contrario, no pensaba “tan así” o se limitaba a hacer un chiste tímido en contextos de mucha confianza, ahora explica convencido que el “caos” se ha apoderado de nuestra vida y que necesitamos que las cosas “cambien”. En simultáneo, se consolidan los sistemas de control y de seguridad privada en un contexto de sensación de amenaza permanente y son noticia ocasional los linchamientos, se festeja públicamente la muerte fuera de la ley de los fuera de la ley y la crónica policial abunda en femicidios, travesticidios y asesinatos a homosexuales. La vida se privatiza y como contracara se afirman nuevos miedos latentes o manifiestos.
Casos de violencia espectacular inéditos por el nivel de involucramiento de zonas del Estado son sintomáticos de ese clima. En Brasil existe una histórica violencia rural y urbana de grupos parapoliciales que, amparados por la burocracia policial, la política y buena parte de la opinión pública, amenazan a minorías indígenas o a la población favelada, en su mayoría negra, en medio de una guerra perdida contra las facciones del tráfico. Sin embargo, un momento clave del nuevo clima tal vez haya sido el reciente asesinato a sangre fría de la activista y política Marielle Franco. Ese hecho condensó en un crimen público una sensibilidad, una sensación de límite que se venía sintiendo a partir de las manifestaciones contra la “ideología de género”, impulsada tanto por el conservadorismo secular como por algunos líderes evangélicos fundamentalistas, y el rechazo a la enseñanza de historia política reciente en las escuelas públicas organizada alrededor del movimiento Escola sem partido.
Hay hechos significativos que nos emparentan. Rodeadas del encubrimiento estatal, la sospechosa muerte de Santiago Maldonado en un contexto de represión gubernamental y el asesinato por la fuerza pública del manifestante mapuche Rafael Nahuel, son solo dos casos de un número público sobre violencia gubernamental que ha crecido en los últimos años en Argentina. Al mismo tiempo, un movimiento anti-política en las escuelas y contra la “ideología de género” se hizo sentir, aunque más tímidamente que Brasil, como reacción a las tomas de las escuelas frente al proyecto de reforma educativa y frente al cuestionamiento de la Educación Sexual Integral (ESI).
En Argentina, la intensidad de ese autoritarismo es mucho menor. Las razones deberían buscarse en sistemas políticos con desiguales niveles de institucionalización, tradiciones diferentes en relación con los derechos humanos y, tal vez de fondo, culturas políticas dispares en relación con el principio de igualdad.
¿Quién puede hacer oídos sordos a las consignas “con mis hijos no” para rechazar la aplicación de una ley federal de educación sexual que lleva principios básicos de sociabilidad y convivencia democrática o “amenaza mapuche”, con un desconocimiento brutal sobre historia, derechos étnico-territoriales y condiciones socio-culturales de vida de los colectivos mapuches realmente existentes? Claro que también hay enormes diferencias. En Brasil escrachan a Judith Butler, acaban de silbar a Roger Waters por criticar a Bolsonaro y declararse anti-fascista y el ruralismo sojero amenaza las fronteras del territorio indígena, ya no a punta de pistola sino con drones y AK47.
La reacción silenciosa
El deterioro institucional, la desigualdad, la violencia cotidiana, el crimen organizado y desorganizado, la corrupción, los conflictos de intereses no resueltos son procesos de larga escala en la región. Por alguna razón, la salida o el cambio de esa condición no sigue mayoritariamente el camino de la reflexión compleja y los derechos, sino la del “pánico moral” que hace pasar la parte por el todo y que reduce la vida a una opción binaria entre el bien y lo demoníaco, el orden y el caos. Sin embargo, uno podría suponer que vulnerabilidad hubo siempre y violencia también y no siempre la hipótesis de la salida fue la del pánico moral.
¿Qué paso en las últimas décadas que hizo que esos valores, que sin duda convivieron muchas veces con otros no autoritarios, se pongan en acción, colonicen el discurso y la práctica cotidiana, política, mediática a un nivel explícito novedoso?
Pensar el autoritarismo implica atender muy especialmente a los sistemas morales en acción, sus formas de imaginar, desear y producir relaciones sociales en sus propios términos y no remitirlos a causas externas como el “Estado”, el “sistema político” o los “medios”. Este camino no es algo nuevo, la reflexión de las ciencias sociales argentinas y brasileras sobre el autoritarismo tuvo un momento álgido durante las dictaduras de la década de 1970. ¿Cómo se pudo apoyar un golpe?
Las respuestas que fueron hacia la cultura autoritaria y que tuvieron la sensibilidad de pensarlas desde la vida cotidiana no fueron muchas. La antropología brasilera posee varios ejemplos de un esfuerzo por pensar localmente grandes procesos que no encajaban y no encajan en el modelo del autoritarismo tradicional con que muchas veces se ve a América Latina. Todo lo contrario, esos trabajos mostraban y muestran que el autoritarismo era y es moderno a su manera, heredero de formas culturales dadas, pero también de transformaciones y de coyunturas socio-políticas muy específicas. Fueron algunos trabajos de Guillermo O´donell, influenciados en parte por la antropología hecha en Brasil, los que ocuparon ese lugar en Argentina. Como lo recordó hace poco su hija, la antropóloga brasilera Julia O´donell, durante la dictadura argentina esos trabajos analizaron los modos de autoritarismo cotidiano en la experiencia concreta en Buenos Aires, no solo como un efecto de una lógica estatal, sino como un proceso capilar vivido en el día a día. Sería bueno volver a revisar esos trabajos, pero leerlos a la luz de las transformaciones recientes de las sociedades argentina y brasilera.
¿Por qué a alguien se le ocurre querer “cambiar” por la vía rápida del autoritarismo? Es cierto que la mayoría de los electores de Bolsonaro no son fascistas convencidos, ni todo el que se opone a los cortes de ruta o la enseñanza de la educación sexual en las escuelas es un lector de Goebbels. Los marices, los grados y las superficies de esa sensibilidad hacen toda la diferencia. Eso no nos impide detectar una lógica latente que sobrevuela la posibilidad de un orden binario y a la necesidad de un resultado rápido y contundente. “Nos están matando”, gritaba una mujer en una marcha por la inseguridad. “Están matando la vida”, decía otro en una de las marchas contra la legalización del aborto. En ambos gritos no hay historia, no hay complejidad, no hay pluralidad, hay un otro que es una amenaza, como el pequeño ratero molido a golpes o el travesti de provincia degollado en la ruta, el mapuche-chileno, la femi-nazi, el piqueterocorta-rutas o el político-corrupto.
Tal vez cada uno de esos actos no es una reacción automática anti-derechos sociales, anti-derechos de género, anti-progresismo. Lo es en un nivel evidente, pero sus causas no se explican por una metafísica ideológica conservadora históricamente opuesta a la emancipación y la libertad y un juego de acciones y reacciones. Con describir el sentimiento anti- progresismo, anti-igualdad de género, antifeminismo, anti-pobres, anti-negros no decimos mucho: eso es un hecho, un dato. Las preguntas que podríamos hacernos son: ¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta cantidad e intensidad? ¿Por qué en personas que no son fascistas convencidos? ¿Por qué en personas que hace pocos años podrían haber apoyado causas contrarias?
La economía moral del autoritarismo
Las escenas del neo-autoritarismo cotidiano son ritualizaciones de un modo muy contemporáneo de sentirse ofendido. Son parte de una relación moral situada, heredera de la historia reciente y de sus modos de subjetivación. El anti-progresismo es resultado de un enojo, es gente enfurecida, que se siente herida, traicionada. Es consecuencia de algo más primario que todavía hay que explicar: el individualismo contemporáneo, que es tan heredero de viejas tradiciones liberales como de procesos de intensificación promovidos en las últimas décadas.
Quien se ve ofendido, se siente vulnerado y reacciona pidiendo orden. Esa es una de las versiones de la moral individualista que supimos conseguir en la promoción de una cultura del consumo, hija de un proceso más amplio que el de los gobiernos “progresistas”. Al mismo tiempo, esa moral es heredera de los nuevos hedonismos y nuevas formas de cuidado de uno mismo. Tal vez el individualismo ganado a costa de políticas de desarrollo y consumo interno sea un monstruo de dos cabezas. Por un lado, sembramos la autonomía que moviliza reclamos como el empoderamiento femenino en el espacio público. Por otro, el que consolida una moral del derecho propio y que se siente ofendida por promesas incumplidas de autonomía y empoderamiento por el estancamiento económico, la corrupción y la inseguridad cotidiana.
Podríamos suponer que siempre hubo crisis, corrupción y violencia, pero no siempre se contrapuso a subjetividades fraguadas por el individualismo de mercado cultivado en las últimas décadas. El neoliberalismo no es el imperio romano al que podemos resistir como la aldea gala de Asterix. El neoliberalismo es una intensidad de la que todos somos parte, que pulsa y se distribuye diferencialmente entre y a través de todos nosotros. El neoliberalismo podría ser pensado como una relación moral.
Inspirado en los trabajos de la antropología clásica, el historiador británico Eduard Palmer Thompson acuñó el término “economía moral”. Con él subrayaba que las personas actúan y desean en función de procesos de regulación del sistema de valores en el que viven. Si un grupo de gente se moviliza en una acción colectiva no es solo para alcanzar determinados resultados o por una metafísica ideológica que lo guía sino porque se sienten ofendidos, vulnerados, estafados en el intercambio de valores al que están acostumbrados. Si se da bien común y se recibe individualismo, se vive con la misma injusticia que si damos oro y nos devuelven carbón. El ejemplo de Thomson suele usarse para pensar movimientos sociales simpáticos a nuestra buena conciencia. ¿Pero qué pasaría si lo usamos para pensar algo que no nos cae tan simpático? ¿Por qué no pensar qué pasa si se da individualismo y se recibe bien común? ¿Por qué no asumir que el bien común, sobre todo cuando no tiene resultados en el corto plazo, no es un valor compartido con todos?
La indignación moral por “mantener vagos”, “dilapidar el presupuesto”, la “corrupción” o el “totalitarismo de género” tal vez pueda entenderse indagando más en esa subjetividad centrada en el esfuerzo, la propiedad de uno mismo y la apología anti-intelectual del “sentido común”. Esa misma ofensa es lo que podría explicar, en sus versiones más extremas, la intolerancia y la deshumanización del otro. Incluso, es lo que podría explicar su eco en las élites políticas y las “esferas” estatales, que no son un reflejo sino la continuación encarnada de esa nueva sensibilidad. En ese modelo de la subjetividad cerrado sobre sí mismo, no entra la diversidad, no hay espacio para la multiplicidad ni el pluralismo, sino una verdad contundente e incuestionada.
En lugar de explicar el autoritarismo emergente como un efecto de las elites políticas o los medios, sería bueno indagar en las mediaciones que conectan estas subjetividades con aquellos espacios y entenderlos en conjunto. Deberíamos desconfiar tanto de la culpa del electorado como de su manipulación. Relativismo epistemológico, sin embargo, no es relativismo moral. Todo lo contrario. Por el bien de todos nosotros es cada vez más necesario el relativismo epistemológico, el pensamiento lento, descentrado y en el llano que pueda pensar el neo-autoritarismo como un clima de época que llegó para quedarse. Si hubiese una antropología de las nuevas derechas, imaginamos que podría ir por ese camino: revalorizando nuevas formas de desear y producir relaciones sociales; no necesariamente las que nos agraden, sino las que parece que van a marcar el ritmo de los próximos años.