Crónica

Carta de despedida a Francisco


¿Y ahora quién cuidará el barrio?

Jorge Bergolio nació y creció en Flores. Algunos de sus amigos eran curas comprometidos con la opción por los pobres y él conocía bien el barrio. Por eso, cuando leyó “Si me querés, quereme transa” le escribió una carta a Cristian Alarcón, conmovido por el relato y por sus crónicas en el Página/12 de los noventa. Por pudor o desidia, Cristian nunca le contestó y lo hace ahora, en este mundo que perdió a Francisco. “Habrá que ver si el próximo Papa querrá denunciar, combatir la tragedia social que hierve en los barrios”.

—El Papa me escribió una carta. Dicen que llegará en un rato.

Se lo dije a Norma, una santiagueña poderosa que hace 27 años trabaja en mi casa y siempre ha cuidado de mi hijo y de mí.

Esa noche yo había salido y había vuelto tarde. Era viernes. Los jueves eran sagrados en aquella época, hace unos diez años cuando aún uno era un animal party. 

—¿Qué Papa? —preguntó Normita, sin creérselo. 

—¿Qué Papa va a ser? Francisco —dije. 

—¿Y desde cuándo el Papa le escribe al diablo?

Contestó Norma y dio un portazo porque ya no podría subir a la terraza, su dominio, a la espera del envío vaticano.

La carta llegó enseguida. El timbre sonó y ella bajó refunfuñando como de costumbre, sin acreditarlo. Subió pero se demoró en la cocina. La trajo en una bandeja de acero inoxidable —a falta de platería— dando al asunto una trascendencia inusitada. El objeto despedía un aura de encíclica, de coro, de incienso y mirra. Era un sobre importante, con un sello lacrado en el centro. 

Al abrirla había una tarjeta blanca de alto gramaje escrita con una letra que parecían mil hormigas trasladando mil guijarros. Imaginé a Francisco en aquella tarea del siglo XIX, cuando la correspondencia era lo que forjaba los vínculos de los hombres, escribiéndole a gente común, de su puño y letra, para compartir un parecer, para abrir un diálogo. Y me sentí extraño, responsable, visto desde algún lugar remoto en mi lecho de pecador, con resaca, fuera de lugar para una experiencia de ese tipo. Luego supe que eran cientos quienes podían recibir un texto de él, buscando un contacto con el mundo que no quería se le perdiera por su trascendencia hacia el poder eclesial.

En la carta Francisco era amable y generoso. “Señor Alarcón, he leído con gusto su libro Si me querés, quereme transa. Allí me encontré con ese territorio que ha sido mi casa y me sentí cerca de esas vidas de personas a las que he conocido”, decía al comienzo. Se refería al libro que yo había escrito después de seis años de etnografía sobre los clanes narcos del Bajo Flores y sus batallas sangrientas para controlar el negocio. Se lo había llevado de regalo el ex rector de la UNSAM, Carlos Ruta. Bergolio había nacido, vivido y crecido en Flores. Y uno de sus mejores amigos era el padre Rodolfo Ricciardelli, un cura siempre comprometido con la opción por los pobres. Ricciardelli vivió desde el 72 y hasta el 13 de julio del 2008 en la villa que ahora lleva su nombre. Al día siguiente de su muerte, llorada por todo el barrio, el entonces Arzobispo de Buenos Aires ofició la misa para despedirlo en la parroquia Santa María Madre del Pueblo. 

Supe que era una carta papal después de perder un par de días en adivinar el mensaje que había llegado vía mail del Episcopado. “Señor Alarcón, el P. Francisco desea hacerle llegar una misiva”. Fui averiguando si se trataba de alguno de los curas villeros con los que había trabajado en mis notas. ¿Era el padre Paco? ¿Era el padre Pepe? ¿Quién más de los sacerdotes del tercer mundo que habían copado cada parroquia del arzobispado de Buenos Aires y buena parte del Conurbano podía escribirme? ¿Por qué no me habían llamado directamente? Hasta que mi ex novio —un converso total al catolicismo de la era Francisco— me dijo: ¡estúpida, si es el Episcopado y dice P. Francisco es el Papa!

No pude soportarlo. Esa misma noche me fui de juerga.

Dos cosas me sorprendieron de la carta. Primero el Papa decía: “Sigo sus crónicas desde los años noventa en Página/12”. Entonces yo escribía cada domingo en el diario que más castigó a Bergoglio a través de la pluma de Horacio Verbitsky. Allí me tocaba investigar la vida en pleno neoliberalismo rampante, sus consecuencias en la calle, los modos perversos de aquel capitalismo predador, el costado más cruel de la pizza con champán menemista. Francisco no sabía que yo había querido ser cura de niño, poco después de mi comunión en la Iglesia del barrio Don Bosco en Cipolletti, tierra salesiana la del Alto Valle. Quizás la militancia socialista de los abuelos en Chile y ese paso por la iglesia donde se compartía el pan con los más pobres era lo que me llevaba a un desbordante compromiso social desde el diario donde aprendería a escribir y a investigar.

“Recuerdo especialmente una sobre las niñas prostituidas en la Avenida Amancio Alcorta. Aún la uso a veces para mis homilías”, decía Francisco. 

Esta mañana un amigo me envía esa crónica. La leo y me entristece leerla. Cito sólo un diálogo con una de las niñas que pude entrevistar entonces: 

“Camila bien lo sabe. Cuando habla del tema no lo rodea, no lo esquiva, apenas lo menciona, rápido, con las palabras que aunque no haya estado presa suenan con acento de tumba. 

—Decatánvenimo de Pontevedra. Mi mamámishermanosomoquince.

—¿Por qué empezaron?

—Para tener plata. Pero empezaron otras, a mí no me gustaba.

—¿Por qué?

—Tenía miedo. De los viejos. Que te peguen. Que te maten. Algunos son como vos, otros son más viejos.

—¿Cuánto cobran?

—Cinco pesos.

—¿Para qué usan la plata?

—Nos metemos en Zavaleta a fumar. Allá nos quedamos todo lo que podemos, hasta que perdés la cuenta de lo que fumaste.

—Tus amigos también fuman paco.

—No tengo amigos, tengo hermanos y primos, amigos hay cuando tenés droga y plata.

—¿Tus hermanos dónde están?

—Están por ahí... Mi mamá en la casa. Pero nunca vamos. Un día al año, ponele. Dormimos en la calle, con cartones y frazadas.

—¿Cómo es un día tuyo?

—Cuando me levanto el desayuno, pido comida, si tengo plata me voy a Zavaleta. Puedo pasarme una semana fumando.

—¿Cómo consiguen la plata?

—Es siempre igual. Antes yo no quería. Me parecía que estaba mal. Pero después no me di cuenta y empecé. Pasan muchos autos. Nos llevan arriba y hacen lo que los viejos quieren. Haz eso y tardarás un poco, depende de cuánto tarde el viejo.

—¿Antes qué hacías?

—Vendíamos medias y guantes con mi mamá. En el tren. Ganaba plata. Ella la guardaba y las cosas eran para mi casa”.

De historias como esa hablaba Francisco en sus misas.

Luego el Papa me decía que había leído el comentario sobre el libro escrito por María Moreno en la contratapa. “Si la ve a María por favor pregúntele si aún conserva el ejemplar de un libro de Constancio C. Vigil que yo le regalé en el año 54”. Yo no sabía que Bergoglio a los 18 años había trabajado en un laboratorio bioquímico a cargo de la madre de María. Cuando llamé a María para decirle “tenemos que ir a Roma a conocer al Papa” me sacó carpiendo. Era el momento más álgido de la lucha feminista por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. No estaba para andar una arrastrándose en el Vaticano. 

No sé si fue por eso o por mi desidia o por pudor que no contesté nunca la carta bendita. Quedó atesorada en un rincón de mi estudio, tan atesorada que ahora debería dar vuelta cajones y cajones para encontrarla. Debe estar entera por ese material papal del que está hecha. La recuerdo textual por su caligrafía, por el modo sencillo de su escritura. La recuerdo gracias al pedido de mis compañeros de Anfibia que me insisten como tantas otras veces: tenés que escribirlo.Aunque me lo piden nunca lo hago; prefiero estar atrás de los textos. Ahora lo hago convencido de que este que nos toca sin Papa argentino es un momento político crucial. Estos días de ceremonias vaticanas, la inminente designación del próximo jefe de la iglesia católica, los relatos y análisis que se acumulan a cada minuto pintan un mundo en el que la excepcionalidad argentina jugó a nivel universal y dejó marca. La época nos trae males de una profundidad mayor que los que retraté en mis crónicas marginales de los noventa. Durante las últimas semanas apenas me asomo a los territorios por las entrevistas de un podcast que comenzamos a grabar. Ahora no escribo. Ahora escucho. Y todo queda grabado. La tragedia social que hierve en los barrios supera varias veces lo que me tocó reportar hace más de dos décadas. Ese es el mundo que perdió a este Papa. Y habrá que ver si el próximo querrá decirlo, denunciarlo, combatirlo.