Noche del viernes, 8 de septiembre de 2018.
Estoy acostada en este sanatorio en la ciudad de La Plata. Hablo en tiempo presente como si lo estuviera escribiendo en formato de diario íntimo porque lo recuerdo como si hubiera sucedido hace unos minutos, con esa misma memoria sobrexaltada pero ultradetallista con la que le describís a alguien la experiencia paranormal que acabás de tener mientras no estaba, o la secuencia de una mariposa apoyándose en tu pierna para luego dar vueltas sobre tu cabeza como si te estuviera saludando, o como si te estuviera cuidando y viniera a bendecirte con su magia realista, volátil y frágil. Sí, con esa misma memoria recuerdo esto, del suero vaso-sanguíneo-encarnado en el brazo, y mi mamá tiernamente dormida en ese incómodo sillón plegable y la necesidad de querer fotografiar mentalmente ese momento en mi cabeza porque serían las últimas horas en las que mi cuerpo se vería y sentiría de esa manera: empapado en nervios fálicos.
Intento recordar cuáles son las cosas que me trajeron hasta acá y qué decisiones tomé para llegar al día de mañana.
Sábado 9, el de mi vaginoplastía, o de mi cirugía de reasignación genital.
Podría remontarme al momento en el que tomé la decisión final de intervenirme y me contacté con una de las pibas de Mujeres Trans Argentina que se había operado para preguntarle si sabían cómo era el trámite para hacer pasar todo por obra social, o aquel día que me llamó mi papá para avisarme que se había aprobado nuestra solicitud mientras yo estaba laburando en ese lugar de mierda o, también cuando me fui de ese trabajo para enfocarme cien por cierto en este largo proceso que estaba por llevar a cabo en tan solo unos meses.
Renunciar fue nada más y nada menos que un acto sumamente simbólico que tenía todo que ver con mi operación: dejar de trabajar en un lugar en el que te explotan, y decirle en la cara a una persona manipuladora y abusiva que no vas a seguir siendo su víctima es tan punky como vaginoplastificarse a los 18 años, que es lo que hice. Y es punk porque tiene que ver con el derecho de hacer con (y decidir sobre) el cuerpo y la vida propia y con el deseo de que se cumpla y se reivindique frente a un mundo que reprime y oculta lo que deseamos.
Todo esto me lleva a preguntarles a los pakis y los chongos de mis amigas cis, ¿alguna vez se cuestionaron qué tan más o menos olvidados son los clítoris de las personas trans? ¿O directamente se preguntan siquiera algo sobre algún aspecto de nuestras vidas?
¿Quién estará leyendo esto? Lo cierto es que, nosotres, quienes nos identificamos y autopercibimos dentro de ese gran paraguas identitario trans o travesti, no sólo hemos sido históricamente (y hasta el día de hoy) la carne más barata en el mercado del deseo o las más borradas y olvidadas en lo que a deseo compete (porque ¿cuántas personas genuinamente y por fuera del fetiche realmente ha deseado vernos placerear y orgasmearnos en nuestra vulnerabilidad?), sino que además, nadie se toma el trabajo de pararse a preguntar por un momento qué es lo que sentimos, qué es lo que deseamos, y de qué maneras nos enamoramos o tal vez nos calentamos y cómo.
Aunque usted no lo crea, no todas las feminidades trans sienten el deseo de operarse y algunas otras como yo, lo hemos hecho… nuestros clítoris, nuestras vaginas, nuestros glandes, nuestros penes… nosotras, las mujeres trans y las travestis, no somos las únicas personas trans en este colectivo, sino que aquí dentro mismo coexisten también varones y masculinidades e identidades trans no-binarias, cuyas genitalias varían tanto como las nuestras, y cuyos deseos y sexualidades son tan invisibilizadas como lo es, por ejemplo, la mía.
Hablo de la mía porque cuando publicaron mis selfies en una página de foros anónimos nadie pensó en lo que yo quería, ni cuando me practicaron sexo oral a pesar de pedir que por favor no, ni cuando tocaban y se frotaban con mi cuerpo dormido. Y quiero que sepan que a mis 19 años, en vez de cansarme de la carrera que elegí a las apuradas al terminar la secundaria, me he cansado del mundo que ustedes me han dejado; que sepan que he tenido que leer como personas sin nombre ni rostro hablen sobre sus ganas de acabar en mis tetitas hormonadas; y que sepan que he tenido que aprender a esta edad, no a los 30, no a los 40 o a los 50, a los 19 años con 8 meses y 15 días, sobre lo olvidado que es el clítoris femenino, pero no por su condición de clítoris, sino por su condición de femenino, o más bien, de no-hegemónico. Porque mi clítoris, antes de serlo, fue glande, y lo que yo deseé de él o con él lo pasó por alto más de una sola persona. Y todo lo que esté por fuera del arquetipo del varón cis heterosexual va a ser en consecuencia oprimido y olvidado, incluyendo así nuestra sexualidad, porque donde hay sexualidad hay placer, donde hay placer hay deseo, y donde hay deseo hay cuestionamiento y necesidad de prender fuego este mundo que a mí ya me hartó, construido en base al deseo de ellos, de ustedes, los patriarcas. Mi vaginoplastía fue un gran acto de rebeldía y anarquía, porque habla de ese derecho, que efectivamente ejercí, de hacer con mi cuerpo lo que yo quería, de decidir sobre él y reivindicar mi poder. Decir “mi cuerpo es mío, yo decido” y hacerlo carne con una operación de esta magnitud después de dos experiencias de abuso sexual es una patada en el estómago a este sistema inmundo.
10 de septiembre de 2018, ya operada.
Pasaron unos días de la operación, ahora estoy en la fase de la internación post-operatoria. No puedo ingerir nada sólido porque tengo insertado un “tutor” en la nueva forma y tampoco puedo ir al baño porque si me levanto, eso se mueve y corre peligro el colgajo vaginal. Solo puedo tomar sopa con mucha sal y té con mucha azúcar, lo que me generan un estado de cansancio constante y no tengo ni fuerzas ni energía para levantar un brazo. Brazos que además, me pinchan constantemente, que me duelen un montón y agravan mi sensación de extrema fragilidad. Al no poder moverme, tampoco puedo bañarme. Huelo mucho y la sensación de suciedad, sudor, sangre y caca líquida encharcan mi piel entumecida.
11 de septiembre de 2018, faltan 3 días para el alta.
Es como una muerte, siento que me estoy muriendo. Y me gusta pensarlo así. Pensar que se murió la Carolina víctima del abuso y del olvido, destinada a mendigar amor en la clandestinidad y la marginalidad; ella se murió porque yo elegí matarla, porque yo elegí renacer como una nueva, en un cuerpo nuevo, no como una “mujer completa”, sino como la dueña de mi propio deseo y mi propio sentir. Con un clítoris, sí, rechazando el privilegio fálico que se me fue otorgado al nacer para seguir explorando mi corporalidad con un órgano en el que no se pensó cuando este mundo fue creado; siendo auténtica, pero por sobre todo siendo libre, libre de desear, de elegir y placerear, que es lo que, sin lugar a dudas, más le molesta a este sistema, porque pone en jaque su poder sobre mi cuerpo y lo que quiere y espera sobre él.
Y tal vez mi deseo en realidad sea el de estar con otras mujeres, y besarlas, como lo deseé eternamente en la primaria, donde transité año tras año un profundo enamoramiento por la misma piba. Y ahora que me estoy reconectando con lo que yo deseo genuinamente, pueda permitirme finalmente volverme a enamorar de otra chica, no como las últimas veces que me reprimí hasta el hartazgo, no. Y este enamoramiento será inocente e infantil, y me volverá loca la imagen de tus labios tiernamente besando mis mejillas, como si fuera una niña marica otra vez, porque fue en esa época donde abandoné mi deseo y me amoldé al ajeno, en la niñez, cuando a los 8 finalmente dejé de llorar porque me cortaran el pelo y me resigné a una vida de varonil infelicidad (hasta nuevo aviso). O no, o tal vez no sepa bien quienes me gustan, o lo sepa muy bien, pero actuaré confundida e indecisa frente al mundo, porque cuánto les molesta que no sepan dónde encasillarnos, o que nos quieran meter en casilleros en los que no quepamos. Y sentiré el regocijo interno del milenio, y mariposas serán liberadas de mi panza explotada cuando con firmeza conteste que a mí me gustan todos.
Y así, habiendo ingresado ahora con mi recién adquirida vagina en la noción general de feminidad (pero con mi experiencia pasada) cuento con mayor poder que nunca. Y ahora, cuando me involucre sexualmente con un varón, no gemiré sin sentir placer, ni haré mención del tamaño de su chota para inflar su frágil ego de gigante macho cogedor, tan grande que hace sollozar de dolor, dando cuenta de la pequeñez de mi cuerpo frente a la natural grandeza del suyo, porque ahora, la que manda soy yo, y no hay ego masculino que se compare con la enorme fuerza que se requiere para rechazar el amor tóxico y ajeno, y encontrarlo más bien en una misma.
O en pocas palabras lo que quiero decir es que, a pesar de lo que me enseñaron, a pesar de cómo nos educaron, y después de haber buscado durante tanto tiempo el amor donde nunca iba a encontrarlo, hoy puedo decir con seguridad que ningún beso, de ningún chongo, de ningún universo, se comparará jamás con los abrazos que me doy yo, a la noche, después de haberme elegido una y otra vez más, y eso, es pura revolución.