Esta crónica urgente fue publicada originalmente el 21 de diciembre de 2001 en Página12.
Fotos: Télam.
Esto es la rebelión: la ciudad encendida, hecha un fuego por los que han sido expulsados de la plaza, como de tantas partes. Muchos del trabajo, otros de sus casas, o de hoteles familiares, o del club, del almuerzo y la cena, de la educación, del disfrute, de la vida digna. Pues ellos se rebelaron. Lo hicieron sin conducciones, por el fervor de ocupar la calle y dar combate con rudeza. Entonces, de a miles, por todo el centro de la ciudad, estallaron con una bravura olvidada. Son mujeres, muchas mujeres, con sus chicos; jóvenes incansables; parejas que escapan de la mano para no perderse en la multitud, huyendo de los gases; hombres de traje que perdieron el saco y llevan la camisa mojada como un pañuelo en la cara; músicos de bandas de rock, de cumbia, del Colón; motoqueros que hacen retroceder a la policía y sus enormes caballos; una maestra jardinera herida en una pierna, que grita que los odia, que los odia. Y se para, vuelve a correr, para intentar recuperar la plaza. Sabiendo, tal vez a esa hora, que en estos combates han asesinado a cinco jóvenes, entre ellos a ese muchacho al que ella vio desangrarse sobre el cemento, con una bala 9 milímetros en la cabeza que salió del interior de un banco amenazado en Avenida de Mayo y Chacabuco, el HSBC.
La mayoría de los manifestantes de ayer, aquellos que sólo conocían la represión en las canchas o en los recitales, aprendieron a pelear durante una jornada que largó con palos y caballos sobre los cuerpos de las Madres en la ronda de los jueves. Y contra el de algunos fotógrafos, un gremio que tuvo su propio enfrentamiento con la Policía Federal, que cada vez que pudo pegarles, lo hizo con rabia. No en vano a la madrugada un grupo de reporteros gráficos había evitado que avanzara una tanqueta contra un centenar acorralado en avenida Rivadavia abriendo sus brazos en cruz, dejando colgar las máquinas en los torsos, quedándose inmóviles. Ayer, pasada la una de la tarde, en la plaza se amontonaba otra vez la protesta. Los golpes a las Madres fueron algo así como el peor pecado. Al menos eso decía a este cronista Mónica Cabrera, una psicóloga de la UBA, de 35 años, que había dejado a su hija con una hermana cuando la tomó la indignación de ver “lo brutales que pueden ser estos animales”.
Sangre en las venas
Entonces era pasado el mediodía, todavía los multikioscos estaban abiertos y los oficinistas espiaban el televisor mientras compraban sus almuerzos. Aún cantaban organizadamente miles hacia la Casa de Gobierno ese himno: “Que se vayan todos/ que no quede uno solo”, retumbando en los oídos del poder tambaleante. Pero las corridas volvieron a las 14.05. Uno, dos, tres estampidos de escopeta: la visión de un movimiento en el fondo, y el escape masivo, los empujones, los pedidos de “no corran, tranquilos”, aunque el ardor terminara por volverse insoportable y encegueciera como un ácido. En la primera desesperación un grupo pidió refugio en un Burguer King sin muchos modales, apretó la puerta, presionó y se coló en el local ante el estupor del gerente. “Dejalo pasar, es un compañero de la Facultad”, le pidió Karina, una rubia carré al encargado, por un pibe desfalleciente afuera. Y habilitaron una puerta lateral para desahuciados. Para las tres de la tarde los combates ya tenían su ritmo. Primero se disputó la Plaza misma. Las columnas dispersas por la lluvia de gases dejaron que se pasara el vaho, tomaron aire a unas cuadras, y regresaron por las diagonales, la calle San Martín y la avenida. Un grupo se paró a gritar “qué boludos, qué boludos, al estado de sitio se lo meten en el culo” sobre las escalinatas de la Catedral como desde una tribuna. Y al momento la carrera de la tropilla policial, y gases a lo lejos, en la esquina de Defensa e Hipólito Yrigoyen. De nuevo: correr, ponerse la remera como pañuelo, mojarla cuanto antes, buscar agua, donde sea. Así, cuatro veces. O más. Ir y volver corriendo, mirando atrás y adelante, calculando el riesgo, pero sin retroceder demasiado. “¡Vaaamoooooos!”, salió de boca de un rubio muy bien tatuado que enseguida arengó: “¡el pueblounido jamás será vencido!”, consiguiendo sin mucho esfuerzo que cientos por Diagonal Norte canten con él. Algunos permanecen golpeando algo, lo que encuentren. Tras un cartel de publicidad de esos verdes, se escuchan el golpeteo y se ven las sandalias de dos mujeres con las uñas de los pies pintadas. Son Ana Pereyra, de 61 y su amiga María Eva Garín, de 53. “¿Por qué salieron?”, pregunta este diario. “¡Porque tengo sangre en las venas! ¡Porque no nos vamos a quedar mirando la tele, hay que poner el cuerpo!”.
Y es lo mismo, lo de la sangre y lo del cuerpo, que dice Carmen Barrientos, 34, que salió con su hermanita adolescente y sus hijas de 14 y 9. Es que tiene 9 hermanos en total y ellos entre 5 y 6 hijos pequeños cada uno, en Parque Patricios donde antes de ayer hubo saqueos. “Por ellos estoy acá. Porque pasan hambre, y no es justo”, dice mientras la más grande de sus hijas reta a la más chica porque se le ha corrido el pañuelo húmedo de la cara. Si ayer había gente organizada para la protesta, esa eran las familias con sus kits de manifestación reprimida. Cada tanto, en el medio del caos, la providencia lo chocaba a uno con alguien que repartía agua, o gajos de limones milagrosos. Impresionaba la comunión entre los que combatían del mismo lado: el que regala, Facundo, 32 años, desocupado de La Matanza; el que recibe, Martín, empleado administrativo del Consejo del Menor y la familia, de 24, por ejemplo.
Sangre en la calle
Frente a la escena de los limones apareció un grupo que se apoderó de las vallas del Cabildo, y las puso a lo largo de Hipólito Yrigoyen. Las fueron arrastrando hacia la Rosada, haciendo un ruido al principio molesto, chirriante, pero pronto alentador teniendo en cuenta que significaba que Goliat estaba retrocediendo. Aunque la Rosada quedó fuera de la vista de la gente después de las cinco. Digamos que a esa hora la montada lucía enhiesta frente a la Catedral a esa hora. Y que por Avenida de Mayo la columna informe de resistentes llegaba solo a acercarse al edificio del gobierno porteño. Fue cerca de allí, donde poco antes de las cinco mataron a uno de los cinco jóvenes que cayeron ayer: en Avenida de Mayo al 600, casi esquina Chacabuco, frente al edificio de vidrios negros donde funciona el banco HSBC y en uno de los tantos pisos la Embajada de Israel. Pasó un patrullero, y un grupo se envalentó a tirarle piedras. La policía se escabulló y los toscasos continuaron. Entonces patearon las puertas. Un vidrio cedió. Estaban por entrar con piedras cuando vino el freno irracional de los de adentro: dispararon con balas de plomo que dejaron decenas de marcas –claramente desde adentro hacia afuera– en las ventanas. Uno de esos tiros habría sido el que dio en la cara de un chico de pantalón corto y remera, muy joven. El pibe aterrorizado y con las manos en la cabeza atinó a correr. Avanzó tambaleando unos veinte metros. Y cayó en el pavimento. Alrededor se formó una ronda de caras sudadas y llenas de dolor: endurecidos, lo protegían del tumulto. Otros abrían camino para una ambulancia que venía desde 9 de julio. La sangre del chico –hasta anoche no se supo su nombre– brotó como si saliera de un grifo: pronto el charco fue más grande que la sombra de cualquier humano y la sangre avanzó y escurrió por una alcantarilla.
Algunos se agarraban la cabeza, insultaban al aire: “¡Hijos de puta! ¡Asesinos!”. Un hombre lloraba tanto que parecía ser su hermano, pero no, ni siquiera lo conocía. Juan Carlos Campos, 41, empleado de una galería de comercio del barrio, miraba al piso. Buscaba las vainas de las balas disparadas. En el borde del cordón irregular que ha dejado tanto asfalto roto encontró una que fue filmada por las cámaras de TV. “Con estas balas asesina la policía”, dijo y la dejó en manos de este cronista para que la aportara a la Justicia. Pero otra vez dispararon gases, empujando hacia 9 de Julio y pronto Juan Carlos estuvo inmerso en las escaramuzas del resto de la tarde. A las 17.30 la esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio era una extraña fiesta, si se puede usar la palabra para hablar de una guerra. Aunque no se pudiera, esto era una fiesta también. Allí se concentrabamedio centenar de motoqueros con sus motos rugiendo, como hermosos ángeles del Infierno, y al frente de la lucha. La policía cubriendo el acceso a la avenida. Los –a esa altura mayoritariamente jóvenes– juntaban toscas y una vez armados, avanzaban a lo intifada. Por un costado algunos tiraban sus piedras mientras por el centro de la calle, dando vueltas los motoqueros hacían el aguante, puro rugir de motores. Uno de ellos cayó muerto ayer: por el disparo que le dieron en el pecho, o porque caído al suelo lo pisotearon varias veces las motos policiales, según dos relatos.
Otro fue amable con este cronista sacándolo de la humareda lacrimógena que se vino después de un ataque contra los azules. “A tomar aire”, dijo y aceleró contra el viento de la avenida hasta casi el Obelisco. “Es un toque que te refrescás y ya no te arde”. Era cierto. Toda una ventaja estratégica ser motoquero en estos casos. Al volver este cronista pudo ver a otro de los caídos, un chico alto y relleno, que lucía blanquecino por la sangre perdida, mientras decenas gritaban por una ambulancia. Cuando llegó lo treparon a los empujones, pero ya parecía tarde. Nadie lloró en este caso. La policía reprimió otra vez contra los miles que en esa esquina resistían. Luego fue un migrar de grupos esparcidos por las calles aprendiendo cómo zafar de la montada, el carro hidrante, la infantería, los patrulleros, la motorizada; cómo enfilar por una calle libre de humo, y reagrupados, con piedras, volver a avanzar, por molestarlos nomás, contra ellos, rebelados. No se detuvieron ni cuando de uno en uno, como comentando el resultado de un pésimo partido, se alegraban a medias al saber que había renunciado. La rebelión continuaba.