En una charla que se viralizó esta semana la Ministra de Educación porteña Soledad Acuña acusó a los docentes de “bajar línea en el aula” e invitó a las familias a que los denuncien. Este acto niega el diálogo entre directivos, docentes y familias que son parte de la comunidad educativa. Además, tiene un efecto devastador para el acto pedagógico: destruye la autoridad de quienes están al frente del aula.
La enseñanza es una actividad profesional, especializada, que se realiza en un marco institucional, que tiene sus reglas y procedimientos. Entre ellos, los circuitos de comunicación entre autoridades, docentes y familias. Como en toda organización, como en toda sociedad, la heterogeneidad de ideas es saludable. Esta es una de las potencias de la escuela pública. Las familias tienen absoluto derecho a plantear inquietudes y a ser escuchadas, y existen mecanismos y espacios específicos para que este diálogo sea posible.
Por eso las declaraciones de la Ministra no son solo lamentables, también nos preocupan.
Como si el docente fuera un objeto, un producto rechazado, devuelto en la oficina de defensa del consumidor, la ministra insta a las familias a denunciar. Pone en riesgo la legitimidad de maestras y maestros, dinamita la relación de autoridad pedagógica indispensable para que la enseñanza y el aprendizaje sean posibles.
Un acto de este tipo es un hecho grave, más si viene de quien es responsable de generar las condiciones institucionales para revertir las dificultades del sistema.
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Las deudas con la formación docente no son una novedad, tampoco las dificultades. En este caso, son los efectos de una política implementada por el gobierno de la Ciudad durante los últimos 12 años. La ministra Acuña debe hacerse responsable de estas consecuencias en lugar de estigmatizar y desprestigiar a las y los docentes desautorizándolos frente a la comunidad educativa y a toda la sociedad. Como autoridad del área debería fortalecerlos con buenos salarios, garantizar condiciones de trabajo y brindar herramientas teóricas y prácticas para los nuevos desafíos. Debería trabajar para que nuestras nuevas generaciones tengan los mejores maestros en sus aulas, más allá del origen social de docentes y de alumnos.
En cambio, desde hace años la Ciudad de Buenos Aires viene implementando políticas que pregonan una concepción tecnocrática y pragmatista de la educación. Con bajos recursos para la Formación Docente, con la UNICABA como estrategia que borra la experiencia y solidez pedagógica de los institutos de formación, el GCBA no ha planteado medidas de mayor prestigio, mejores condiciones ni propuestas consistentes y sostenidas en el tiempo.
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¿Y la autoridad docente? En la escuela del Siglo XX la relación pedagógica se consideraba “naturalmente” de autoridad. En el rol de las y los maestros residía la superioridad frente a las y los alumnos. Este era un docente supuestamente desideologizado y sin fisuras, supuesto ejemplo de conducta en sentido amplio. Y establecía un vínculo pedagógico asociado a la imposición y al autoritarismo.
Hoy, en cambio, la autoridad no está dada sino que se construye. Y no se construye de manera individual, en solitario, sino en el marco de un proceso institucional. Las políticas públicas generan la posibilidad de construcción y fortalecimiento de esta autoridad.
Instar a la denuncia es romper la trama institucional y desamparar a las escuelas y los docentes. La trama que se sostiene en el respeto de los roles es la que favorece la construcción de la autoridad pedagógica.
Para poder transmitir conocimientos es fundamental la construcción y legitimación de la autoridad docente. Por eso, el gran desafío de nuestra época radica en que las y los maestros deben formarse y trabajar colectivamente para sentirse autorizadas y autorizados a serlo, para ser capaces de transmitir nuevos y mejores mundos posibles a sus alumnas y alumnos.