Contrario a los laberintos que jugábamos de chicos, donde una única entrada podía llevarnos por distintos caminos, el laberinto argentino de la integración financiera parece tener muchas entradas pero un solo destino. A pesar del acuerdo con el FMI, la demanda de dólares nunca se moderó y las tensiones cambiarias nunca se fueron. De modo que el gobierno no solo necesita que el apoyo financiero se sostenga, sino que se fortalezca. ¿Hay formas de evitar que el rayo caído en Turquía haga temblar la city porteña?
En el mientras tanto, se va calentando el clima electoral y lo inmediato se mezcla con lo estructural. En lo inmediato está la cuestión de si va a poder cumplirse el acuerdo con el FMI, y sobre todo, si los dólares del préstamo serán suficientes para hacer frente a las necesidades del frente externo en 2019. En lo estructural aparece la cuestión de qué hacer con el dilema de la integración financiera argentina.
Por quinta vez en su historia, Argentina atraviesa un ciclo de “integración financiera”: un tipo de política orientada a la apertura a los mercados de capital internacional que fomenta el ingreso de flujos financieros, ya sea por deuda externa o por el ingreso de capital especulativo desde el exterior. Esta nueva etapa, que comenzó en 2015 con la desregulación cambiaria y se profundizó en abril de 2016 con el pago a los fondos buitre, es tan intensa y de tan corta duración que solo es comparable con la corta experiencia de Rivadavia a comienzos del siglo XIX o los años de la dictadura en los setentas. Por ello, para entender este escenario debemos hacer un poco de historia.
No tan distintos
La economía argentina con sus recurrentes crisis de balance de pagos es un caso particular. En términos históricos participó desde bien temprano y muy activamente en los diversos procesos de expansión de la integración financiera en las periferias, que podríamos definir en cinco ciclos.
El primero se inicia con el empréstito de la Baring a comienzos de 1820 y termina con la quiebra del Banco Nacional y el primer default. En 1824, cuando todavía se discutía el diseño territorial y político de las provincias del ex Virreinato del Río de la Plata, el gobierno de Rivadavia emitió deuda externa frente a la casa Baring de Londres para modernizar la ensimismada nación porteña. Del total de 1.000.000 libras emitidas, luego de pagar adelantos, comisiones de colocación y amortizaciones adelantadas, se acreditaron 552.700 libras, el 55% del total. Las mismas condiciones rigieron para el resto de los gobiernos independentistas de América Latina. Pero, en el caso argentino, lo que tenía como destino inicial la ampliación del puerto de Buenos Aires terminó gastándose en la guerra del Brasil, las importaciones inglesas y en un festival especulativo en torno a la minería y la fuga de capitales. El resultado, el quiebre del recientemente fundado Banco de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Tras el asesinato de Dorrego en 1828 se declaró el default. La turbulencia política dio inició la etapa rosista y la secesión de Buenos Aires. No se volvió a pagar ni contraer deuda hasta el triunfo del mitrismo en Pavón en 1867.
El segundo ciclo de integración financiera se inicia con la consolidación de Federalismo Porteño hacia 1860 y dura casi 30 años hasta 1890. A pesar que la crisis de 1875-6 interrumpió el funcionamiento de la caja de conversión (es decir una devaluación) por la crisis de la lana, Argentina continúo siendo uno de los principales destinos de la inversión externa inglesa en ferrocarriles, frigoríficos, logrando colocar deuda externa en varias oportunidades. Hacia 1890, en un convulsionado clima político que incluyó el levantamiento armado radical en la revolución del parque y la renuncia del presidente Juárez Celman, se declaró un segundo default. La crisis se produjo al estallar el festival bonos y cédulas hipotecarias en un circuito de especulación hipotecaria que llevó a la quiebra a la banca local, a la vez que el gobierno suspendió la inconvertibilidad de la moneda y declaró el default de la deuda pública. A pesar de la exitosa negociación de Carlos Pellegrini con los banqueros locales, los años siguientes no serían tan buenos en la joya del plata.
Entre 1894 y la primera guerra mundial 1914, hubo un interregno de acercamiento a los mercados internacionales, aunque el ritmo de colocaciones de deuda e inversiones británicas disminuyó. El cambio más importante se produjo luego de la crisis del 30’, el inicio de la segunda guerra mundial y la llegada del peronismo al gobierno. Durante las décadas de 40 y 50 se registra un periodo de muy baja integración financiera, donde se llega a cancelar la totalidad de la deuda externa estatal. Tras el golpe militar, en 1956 nuestro país adhiere al FMI. Pero el contexto de una economía global con fuertes controles de capital durante las décadas de 50 y 60, los movimientos financieros especulativos estaban muy desfavorecidos, y el saldo del balance de pagos argentino se explicaba básicamente por los flujos comerciales.
El tercer ciclo de integración financiera se inicia con la dictadura cívico-militar en 1977 y se extiende hasta 1982, con la crisis de deuda. Durante estos años nuestro país, como el resto de América Latina, funcionó como escenario para la experimentación temprana del monetarismo y el neoliberalismo a nivel internacional. El nuevo consenso neoliberal sostenía que (de alguna manera) la desregulación cambiaria, bancaria y la concurrencia del capital especulativo internacional fomentaría la inversión y el crecimiento al moderar las recurrentes crisis de balance de pagos de las economías durante la ISI. Nada de eso pasó. Tras la reforma del sistema financiero en 1977, el establecimiento de la fijación cambiaria mediante la tablita y la desregulación de tasas de interés se creó el ámbito perfecto para la especulación en el mercado local. Aquí se inicia el circuito de endeudamiento externo que daría inicio a la cultura dolarizadora de la economía argentina que perdura hasta nuestros días. Entre 1976 y 1983 se emitieron un total de USD 25.061 millones (el equivalente a USD 86.900 millones a dólares de hoy), multiplicando por 4 la relación deuda-exportaciones. Este sistema de valorización y fuga de capitales solo fue sostenible hasta tanto se dispusiera de ingreso de dólares especulativos y de deuda. Hacia 1981, las condiciones de la economía mundial cambiaron debido a la suba de tasas de interés en EEUU, no fue posible el refinanciamiento de la deuda. La crisis de 1982 dejó bancos, empresas y familias quebradas, se estatizó la deuda privada y una inflación tan alta que no fue posible bajar hasta una década después. La deuda defaulteada recién fue renegociada en 1993 a cambio de la privatización de las empresas de servicios públicos.
El cuarto ciclo de integración financiera se inicia en 1991 con el plan convertibilidad y se extiende hasta 2001, tras la crisis económica y social más grande de la historia. Más allá del debate sobre la inconveniencia del régimen cambiario de convertibilidad, la segunda experiencia neoliberal dio nuevamente inicio al sistema de endeudamiento y fuga de capitales. A la par que se profundiza la cultura dolarizadora: la remisión de utilidades de empresas transnacionales y el dólar como método de ahorro de la población dieron formato a un mecanismo de reciclaje de excedente que estableció la fuga como una característica estructural.
El quinto ciclo de integración financiera se inicia, en 2015 luego del cambio de gobierno y se profundiza tras el pago a los fondos buitre en abril de 2016. Desde allí y hasta junio de 2018 han pasado algo más de dos años, estableciendo un ciclo de valorización financiera muy corto que terminó en el FMI, a la espera de una resolución política de cómo seguir.
La integración financiera que nos merecemos
Las enseñanzas de la historia parecen estar más cargadas de frustraciones que de optimismo. La mayoría de los ciclos de integración financiera resultaron en experiencias fallidas producto del excesivo endeudamiento, la especulación y la fuga de capitales. Y si bien no hay ciclo de integración financiera independiente del contexto global, la recurrencia de estas crisis pasa más por la Argentina que por el resto del mundo.
En relación a esto, el economista argentino Aldo Ferrer solía decir que cada país tiene el tipo de globalización que se merece. Lo mismo podría decirse para la integración financiera. No hay integración financiera buena ni mala per-se, sino que el formato de integración elegido, cuantos dólares piden prestados y, sobre todo, su uso, establecen ámbitos posibles de desenvolvimiento de la política económica en el futuro.
La mayoría de los países periféricos tienen como característica que toman deuda en una moneda que no emiten, típicamente dólares. Y es por ello que el financiamiento externo se paga, en última instancia, con la capacidad exportadora del país. De modo que como regla debería existir cierta relación entre los fondos obtenidos por el ahorro externo y la generación futura de exportaciones. Caso contrario, la deuda no podrá pagarse.
Al integrarse financieramente los países ceden espacios de política económica al resto del mundo. Típicamente, una vez que se decide promover el ingreso de capitales, pueden optar por las dos opciones: determinar el valor del tipo de cambio (y de alguna manera el valor del salario real) o la tasa de interés local (financiarse barato localmente). Si el gobierno decidiese fijar una tasa de interés más baja que la internacional o devaluar, los inversores se irían a otra plaza donde sus activos rindan más que lo que rinden en el país.
Además, existe evidencia empírica que señala efectos negativos adicionales de la integración financiera. Por un lado, la mayor integración financiera suele dar lugar a una mayor inestabilidad en el ciclo económico. En los países pericos el crecimiento está fuertemente condicionado por la dinámica del sector externo. Durante la fase alta del ciclo se combinan expansión de la demanda interna, endeudamiento externo y el aumento de precios de activos reales y financieros, mientras que en la fase descendente se verifica un deterioro vertiginoso de la cuenta corriente, una reducción de las reservas internacionales y subas en la tasa de interés local. Cambios repentinos en la percepción de riesgo dan lugar a reversiones en los flujos financieros que precipita una crisis que suele tomar la forma de una crisis cambiaria. Aunque por su especificidad suele incluir crisis de deuda pública y privada, financiera y hasta bancaria. Además de ello, y como afirma la CEPAL, la excesiva integración financiera suele favorecer a acentuar el sesgo primario en el perfil de especialización primaria en la estructura productiva. La entrada de capitales genera una apreciación del tipo de cambio real que modifica la estructura de precios relativos hacia el sector servicios y bienes transables tradicionales, basados en renta de recursos naturales, en detrimento del sector industrial.
Que un sueño acabó, ya te dijeron…
No hace mucho tiempo atrás, nuestro país era protagonista de noticias financieras totalmente distintas. En los medios internacionales se hablaba del regreso triunfal de la argentina, dando cuenta de extravagantes operaciones propias de un avezado lobo de Wall Street. Una de ellas fue la de abril de 2016 cuando se emitió la mayor deuda de la historia de un país emergente por USD 16.250 millones para pagarle a los buitres. La otra fue la de junio de 2017 con la emisión de un bono a cien años por USD 2.750 millones, una operación casi inédita para países emergentes. Ambas operaciones formaban parte de ese ciclo financiero ascendente que parecía no tener fin. Hasta que el cuento de hadas terminó: llegó el FMI.
Al analizar la corrida de mayo-junio parece existir cierto consenso entre los economistas que el problema fueron las LEBAC. Salvo algún ex funcionario del BCRA que expresamente calificó a las LEBAC de “velocirraptor” y dijo que no había porqué preocuparse, hoy casi todos reconocen que había una burbuja que explotó. Incluso el FMI. Solo por mencionar un detalle, en el acuerdo stand-by se anuncia expresamente la intención de liquidar las LEBAC y que estas sean canjeadas por otros títulos en pesos como son las LELIQ o letras del tesoro. Algunos identifican con mayor énfasis en la política de altas tasas de interés por la adopción de metas de inflación favoreció el crecimiento del stock. Pero eso parece ser cosa del pasado.
En un contexto de creciente incertidumbre internacional y local, el esquema de financierización planteado por el gobierno para los primeros dos años parece haber llegado a su fin. El debate actual gira en torno a las causas de la corrida, y por ende, como seguir de acá en adelante.
La postura oficial parte de reconocer un excesivo énfasis en la cuestión fiscal. De allí la “tesis meteorológica” de que “nos golpeó una tormenta inesperada”. La cosa sería más o menos así: el deterioro de nuestra capacidad de endeudamiento con el cual financiar “el gradualismo” fue lo que nos obligó a recurrir al FMI con el objetivo de blindar el financiamiento del déficit y el pago de vencimientos de capital hasta 2021. Y como la “tormenta” cortó esta posibilidad, ahora se debe “acelerar” el ajuste fiscal para cerrar la ecuación presupuestaria que garantice la capacidad de repago. Y fin del problema.
Sin embargo, tanto antes como ahora, el presupuesto público o los pesos nunca fueron problema, la cuestión de fondo son los dólares. El ejemplo más claro de ello es que aún con superávit presupuestario, el desequilibrio externo es tal que hubiera dado lugar a la corrida.
La explicación alternativa pasa por el sector externo y por entender que, tanto la corrida como la situación actual, se deben a que la desregulación cambiaria no revirtió la fuga de capitales y el régimen de valorización financiera como motor de crecimiento se interrumpió.
Miremos algunos datos. Una forma de medir la fuga de capitales es mediante las estadísticas del BCRA sobre la compra de dólares registradas como Formación de Activos Externos del Sector Privado no Financiero (FAE). La demanda de dólares por FAE hoy el triple que durante la vigencia de los controles cambiarios. La desregulación cambiaria lejos de disminuir la fuga, cada año que pasó multiplicó la duplicó respecto a la del año anterior. Mientras que en 2015 la FAE fue de USD 6.500 millones, en 2016 fue USD 11.900 millones y en 2017 fue de USD 22.100 millones. A junio de 2018 ya alcanza los USD 16.500 millones. Además, a este drenaje de dólares se suma el déficit de balance de comercial, los gastos en turismo en el exterior y el mayor peso de los pagos de intereses de la nueva deuda financiera. Todo esto fue cubierto casi exclusivamente con deuda externa.
En este sentido, el mayor endeudamiento externo y la menor regulación financiera disminuyeron la vulnerabilidad externa, sino que la incrementaron. Y es por eso que vivimos en una virtual economía de la intemperie: cualquier turbulencia de los mercados internacionales nos afecta más que a otros países. A modo de ejemplo, tomemos la situación actual: frente a la turbulencia de los mercados internacionales el riesgo país de los países emergentes se incrementó entre enero y agosto de 2018 un 36%, para Brasil fue de un 37%, México un 10,8%, en cambio, para la argentina fue del 104%. Y en este contexto los márgenes son aún más acotados, básicamente porque existe un acuerdo con firmado con el FMI de revisión periódica y que implica cumplir objetivos cuantitativos bastante rígidos. Cualquier cisne negro en los mercados internacionales nos pone en una situación cada vez más delicada.
Nunca me faltes, nunca me engañes
De manera sintética, y sin ponerse excesivamente técnico, el acuerdo con el FMI tiene tres partes. Un objetivo de ajuste fiscal equivalente a 1,5 puntos porcentuales del PBI, una cota máxima de inflación anual del 32% y un piso mínimo de reservas de USD 53.600 millones para 2018. Las exigencias para 2019 implican en proporción un menor ajuste fiscal, una inflación con techo de 28% y un piso mínimo de reservas USD 55.600 millones. Cualquier incumplimiento del acuerdo en las revisiones trimestrales implica el congelamiento de los desembolsos y obliga a su renegociación.
Es así que muchos creen que los términos del acuerdo con el FMI son tan rígidos que no van a poder cumplirse. En especial la cota máxima de inflación y el piso mínimo de reservas. Incluso en un escenario sin sobresaltos, se sabe que sólo con los dólares del FMI no alcanza.
Sumando los vencimientos de deuda y el capital en moneda extranjera para lo que queda de 2018 y el año 2019, el gobierno tiene por delante meses difíciles. De acá a fin de 2018 deberá afrontar vencimientos de capital más intereses de deuda en dólares USD 12.770 millones. En especial en noviembre cuando venzan USD 3.374 millones de Bonar 2018. Y para 2019 el panorama es menos alentador. Para todo 2019 deberá afrontar pagos de USD 27.853, en especial entre marzo y mayo donde deberá contar con USD 17.855 millones. Y a esto falta sumarle el déficit de cuenta corriente, la fuga de capitales (FAE), y cierta tensión adicional por la no renovación de LETES. Siendo conservador, los dólares necesarios para 2019 superan los USD 47.000 millones.
Incluso considerando que el gobierno pudiese administrar estas tensiones y realizar colocaciones de deuda se necesitaría unos USD 3.800 para 2018 y al menos USD 13.400 millones para 2019 de lo que financia el FMI. Y este es el escenario optimista. De modo, hacia adelante el gobierno no solo necesita que el apoyo financiero se sostenga, sino que se fortalezca. Va a tener que esforzarse mucho.
Never say die
La experiencia reciente de la Argentina deja algunas enseñanzas. La primera es la corta vida que tienen los ciclos de integración financiera en las periferias. En algo más de dos años se debió recurrir a un stand-by con el FMI para continuar financiando la fuga de capitales. La segunda es el fracaso de la política de inflation targeting para bajar la inflación y establecer un mini-esquema de financierización que compense la caída de la actividad industrial. Las altas tasas de interés terminaron dando lugar a una burbuja en las LEBAC que fue lo que motorizó la corrida cambiaria. La tercera es la gestión de la crisis. Recurrir al FMI no trajo calma sino más nerviosismo. Y conociendo la historia económica reciente, con razón. El gobierno podría haber usado más intensamente reservas, concretado otros préstamos o haber obligado a los exportadores a ingresar dólares. Por eso es que muchos consideran que el hecho de ir al FMI como una sobreactuación que obedece a una decisión política. En definitiva el FMI no le va a exigir al gobierno de Macri políticas de ajuste estructural que este, por su enfoque liberal, no hubiese estado dispuesto a tomar de antemano. Con el aval del FMI se puede poner a la población frente a la espada y la pared y así legitimar un ajuste mayor que de otra manera hubiese sido muy resistido por la población.
Entre tantos recovecos, nadie dice que existe una salida fácil. El quinto ciclo de integración financiera se encuentra en crisis. El laberinto argentino de la integración financiera parece no ser otra cosa más que el enredo de nuestro desarrollo nacional. Y como un tropezón no es caída, quizá sea momento de buscar una alternativa a tiempo, así evitamos repetir la misma historia.