El poeta Oscar Fariña retrataba cómicamente el embrollo que se armaba entre un comunicador conmovido y una mujer “pobre”.
Debajo del puente
en donde vive hace do año
la mamá del Rengo
atiende al tipo de la tele
mientra su hijo juega
de igual a igual
con lo perro.
El cheto
que le acerca el micrófono
le acaba de preguntar
cómo se mantiene la
dignidá al vivir sin techo,
y ella, fichando
a su pibe, se ofende:
—No, pancho, yo tengo techo, lo que no tengo es parede.
Algo de este malentendido ha pasado con la tentativa de inscribir a L-gante en categorías cuyo punto de partida es desconocer su mundo y su experiencia.
A L-Gante lo quisieron ver como si fuera el hijo pródigo del plan Conectar Igualdad o, de forma opuesta, como si fuese el fruto podrido de un supuesto plan consistente en regalar computadoras para ganar votos y aún como si fuese el opuesto punto por punto del Dipy. Ninguna de esas alternativas es válida porque la relación fundamental de L-Gante con esas expresiones de la política ha sido desnudarlas en su miopía. Con sus propias intervenciones y ante todas las presiones.
Con respeto rodeó las palabras de sus interlocutores para no dejarse capturar por ninguna de ellas. No se dejó avasallar por Viviana Canosa, supo envolver a un Eduardo Feinmann desorientado y al mismo tiempo fue específico, agradecido con la expresiones de CFK que suscribió desde un punto de vista muy propio y sin embanderarse. Pero lo más importante es que en ese movimiento dejó ver (y hay mucho más por ver en ese plano) que en “su mundo” existe un dinamismo, una intensidad, una complejidad que son todo lo que no ven las tentativas de capturar desde arriba la existencia de L-Gante y de muchos como él (y de muchos que vienen de dónde viene él y son muy diferentes a él).
La comedia de interpretaciones épicas y solemnes pero desubicadas dejó la impresión que desde ciertos lugares de la sociedad y la política se tiene la misma profundidad que una quilla de una tabla de surf en pleno océano.
L-Gante y muchos otros que viven una vida como la suya tienen una relación específica con los poderes y una visión propia que esas captaciones en offside ignoran y oprimen. L-Gante se concibe a sí mismo explícitamente como una parte de una época en que las nuevas tecnologías pueden ser usadas por sujetos como él para potenciar su capacidad de generar un fenómeno musical, ganar públicos, tener un ingreso, instaurar un patrón estético viniendo desde abajo. Y por eso el joven músico dice que está bien que estén las computadoras y que hay que usarlas y entiende que son un arma para que jóvenes como él puedan revertir diferencias encontrando en ellas la capacidad de concretar proyectos estéticos y laborales, expresivos y monetizables.
Se ignora esa politicidad de su desempeño porque se ignora que lo que él hace es posible a partir de un proceso y una configuración y no de una individualidad más o menos representativa del grupo. La producción musical de L-Gante surge de un flujo de máquinas, imágenes, profesiones y también de las trayectorias de actores muy heterogéneos entre los que se encuentran jóvenes que van a la escuela y aprovecharon la computadora “cómo se debía”, jóvenes que compran sus computadoras en el mercado accediendo a crédito, jóvenes que la reciben de regalo de sus padres, jóvenes que van a las escuelas y las abandonan, jóvenes que hacen intentos por convertirse en músicos y lo logran en menores niveles de consagración que L-Gante y jóvenes que lo intentan pero no lo logran de ninguna forma.
De toda esa diversidad y de las conexiones y redes que desde esa diversidad permiten un fenómeno como L-Gante no hay la más mínima reflexión en los discursos políticos que intentan reducir la parte al todo: L-Gante hijo pródigo de la primavera kirchnerista, L-Gante la prueba de la inviabilidad populista, L-Gante el emprendedor que desmiente la necesidad del estado. La política que corre de atrás los fenómenos mal puede pretender captarlos cabalmente: apenas ve la punta del iceberg.
Hasta que el iceberg pueda ser descrito en su totalidad, y para comprender la necesidad de esa operación, es necesario preguntarse seriamente si las miradas apologéticas o condenatorias de L-Gante no tienen algo en común. Para el macrismo el conurbano sólo produce negatividad y necesidad de asistencia, qué es la categoría a la que reducen la escuela pública que para nosotros no es un servicio sino un proyecto de formación de una nación. L-Gante les sirve tanto para confirmar el “fracaso” del plan Conectar Igualdad como para condenar por ese “fracaso” a la idea de que las netbooks son antes que un regalo o derecho de los estudiantes una obligación del Estado para con el proyecto educativo que es una de las principales herencias de la parte del Siglo XIX que ellos mismos tanto gustan de recordar como virtuoso.
Para el macrismo hay gente que es prescindible y los tipos como L-Gante son al mismo tiempo los primeros en la lista y los que demuestran la necesidad de depurar el padrón. Pero no faltaron interpretaciones que ven en L-Gante el héroe confirmador de su relato emancipatorio y se sintieron frustradas cuando la realidad no cabía en el meme. Hay que preguntarse qué hay en la ilusión de que un toque de magia salve a alguien de algo o qué hay en la ilusión, más generosa, pero no menos problemática, de “enseñamos a pescar” (que paradójicamente se parece mucho a la versión macrista con rostro humano de la preocupación por los que “menos tienen”).
Hay que decirlo con todas las letras se enoje quien se enoje: la política no sólo es ciega respecto de los tipos como L-Gante. La opacidad que reviste el fenómeno a los ojos de la política es el indicio de una frontera que es de clase, a pesar de que se movilizan muy puntual y oportunistamente discursos clasistas para hacer propio aquello que se desconoce. Después nos asustamos cuando el “resentimiento” del Dipy parece avasallante. ¡Haberlo pensado antes, viejo!
Vaya un párrafo específico para las ciencias sociales. Hubo años en que la verticalidad de los profesores y la estrechez de un mercado editorial que solo soporta un hit por año forzaron a repetir, respecto de todo y cualquier evento en el mundo popular, algo que tiene su modelo en un texto de ese linaje que decía algo así como: “los raperos vuelven contra sí mismos, en el nivel simbólico, la agresión de desigualdad objetivada”.
Para salir de expresiones que suenan tan derrotistas como clasistas las generaciones entrenadas durante años para aplicarle la jurisprudencia bourdiana a todo bicho que camine pergeñan una réplica invertida en la que los excluidos pasan de ser el modelo de lo reprobable a ser el ejemplo. En ese esquema, el rap o el género que sea (L-Gante hace otra cosa) ya no es una herramienta de autocondena sino un artefacto de una liberación concebida, detectada y descripta desde un mundo exterior al grupo que despliega una práctica musical. Permanecen inalteradas en esa descripción suposiciones que a esta altura están desbordadas por todo tipo de experiencias: la relación de los jóvenes con los géneros musicales cada vez más atenta a la acción y a los procesos y menos a las taxonomías que esos jóvenes hacen y deshacen en cada canción; la relación entre los grupos sociales y las preferencias musicales que ya no se puede describir bajo la regla simplificadora un estrato social, un género musical; la pretensión de que las relaciones entre música y sociedad puedan ser descriptas desde una teoría a priori portadora de la luz total, la espada vengadora.
Ahí también se expresa la frontera de clase que vuelve opaca a la juventud de los sectores populares ante la mirada de la política. Como lo sugirió Ernesto Tenembaum en Infobae, como lo viene anotando hace años Martín Rodríguez, y como lo dice el poema del inicio: hay eventos que se explican menos por la grieta que por la fractura de la sociedad.