Crónica

Rosario: formas de la violencia


Justo en la garganta

Pocho Lepratti, la víctima más emblemática de la represión del 2001, recibió un balazo en la garganta cuando le gritaba a la policía desde el techo de un comedor escolar en la zona sur de Rosario. Veinte años después, vecinos y docentes de la escuela reclaman que vuelva la policía: ya no pueden con tanto robo y balacera narco.

La nena de primer grado con guardapolvo y una sonrisa contagiosa. Las rayuelas pintadas en blanco sobre el patio de baldosas grises gastadas. Podría ser cualquier escuela de barrio de Rosario pero detrás del rincón donde está la exposición del aparato digestivo, entre laringes y esofagos de cartón, asoma sobre la pared amarilla una hormiga pintada en negro y un “Pocho vive”. 

En el pasillo que se abre a la derecha, un mural: un joven alado que levanta vuelo en bicicleta. Es la zona de aulas que están sin uso porque el techo se inundó y no hay luz. Eso fue después de que intrusos robaran los cables. Más allá, unas lamparitas cuelgan de un tendido rústico como si fuera un bar cervecero. Hace unos meses se llevaron hasta los inodoros y las canillas del baño. Las cambiaban un día y al otro día volvían a desaparecer. El daño fue tal que no pudieron retomar las clases presenciales cuando la pandemia lo permitió. 

Hasta que un día la comunidad educativa dijo basta. Docentes, madres y padres organizaron un abrazo simbólico y llamaron a los medios. Necesitaban seguridad. La Serrano, la escuela 756 de Las Flores, donde en diciembre de 2001 un policía asesinó de un balazo a Claudio Pocho Lepratti cuando gritaba que había pibes comiendo, la que durante la reconstrucción del crimen le dijo “hijo de puta” al agente homicida, pidió, 20 años después, presencia policial. Ahora, un oficial armado custodia la escuela por las noches.

—Es chocante, por supuesto que no nos gusta, pero fue necesario, era imposible dar clases —resume con “angustia” la directora Patricia Aguirre. Ingresó como maestra en el 2000. Ella y otras compañeras que trabajaban en la época de Pocho Lepratti lo recuerdan como alguien muy callado, amable y observador, que llegaba en bicicleta transpirado y hablaba más con los chicos que con los adultos.

Pocho fue uno de los seis asesinados durante la represión policial en Rosario aquel diciembre. En proporción a la cantidad de habitantes, fue la ciudad con más víctimas del país. Acá los tiros fueron en los barrios. La misma escenografía de las balaceras y los crímenes narcos de hoy. Como un puente de 20 años hecho de balas. Pero no solo de eso.

Shh shhh sh shhhhhhh. El sonido del aerosol suena en el vestuario de la cocina centralizada de Felipe Moré al 900, donde a principios de los 90' se preparan hasta 60 mil raciones diarias para escuelas y comedores. Claudio Lepratti escribe en la pared: “Reincorporación del compañero Angel Porcu”. El olor y el ruido llegan hasta la guardia. El vigilante entra y no puede creer lo que ve.

Al otro día el director lo increpa:

—¿Vos pintaste con aerosol?

Pocho, mirada serena y pelos sueltos, asiente con un bamboleo de la cabeza. El encargado cree que está reconociendo una culpa. Pero ese movimiento, entre tímido y cansino, es apenas un “te estoy escuchando” o un “hacé lo que tengas que hacer”. Lepratti termina con Porcu en la carpa que se monta en la puerta para pedir por los -ahora dos- despedidos. 

Claudio había llegado desde Entre Ríos en 1986 y dejó su formación salesiana en Funes, ciudad vecina a Rosario, en 1991. Hizo votos de pobreza y castidad pero no de obediencia. Se mudó primero al barrio Empalme Graneros y en 1992 llegó a Ludueña, en la zona noroeste. Ahí consiguió el trabajo de la cocina centralizada y después, desde 1997, pasó como asistente en la escuela de barrio Las Flores, en el sur. Le sumó a su compromiso social y religioso junto al padre Edgardo Montaldo (su guía) una militancia intensa en la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE). Su andar incansable, su perfil bajo y sus múltiples (fabulosamente múltiples) aristas lo distinguieron: los guisos, mateadas y campamentos; los talleres, murgas y huertas.

En junio de 2001, Pocho vuelve repleto de energía de una gran asamblea de organizaciones y educadores populares de Brasil. Trajo unos afiches del Partido de los Trabajadores (PT).

—¿A dónde puedo pegar esto? —le pregunta a Gustavo Martínez, secretario adjunto de ATE, que está en el sindicato.

—Ponelo ahí, en la puerta.

El contenido del afiche se despliega en portugués: primer encuentro de gays, lesbianas y travestis.

—¿Y tenés más de esos? —le dice Gustavo, con una curiosidad que encubre desconfianza. 

Sabía que los más conservadores iban a preguntar qué hacía eso ahí. Sospechaba que su amigo le plantaba el problema a él porque no podía llevarlo a la capilla de Ludueña. Como si hubiera un Pocho para ATE, otro para la iglesia, otro para los pibes, y así.

—Sí, tengo otro, si querés te lo traigo.

—Ah, ¿y por qué no se lo vas a pegar al padre Edgardo? —le reprocha Gustavo, entre divertido y provocador.

—¿De dónde te crees que vengo?

La tapa del diario La Capital del 19 de diciembre avisa que el FMI no aprobó el plan económico y promete -junto a una foto de las Bandana-: “Las cajas de alimentos ya están llegando a la gente”. Pero en la calle el gobierno provincial retira a los negociadores políticos y la Policía sale a tirar. La ficción de un peso un dólar se termina con corralito y balas.

Pocho llega pasadas las cuatro de la tarde en bicicleta desde Ludueña a la escuela Serrano de Las Flores. Ese barrio del extremo sur resuena en las crónicas policiales por la disputa sangrienta de dos banditas: Los Monos y Los Garompa.

Se escuchan disparos de afuera. Claudio va y viene en la cocina. Agarra una escalera y cruza los 40 pasos en diagonal del patio de baldosas grises. Trepa al techo de los baños. Hay saqueos en toda la ciudad y el supermercado de la vuelta es fuente de tensión. Cuando un patrullero pasa por la calle de atrás le pide a los policías que paren todo eso. Un grito que quedará en la historia.

—Dejen de tirar, hijos de puta. Acá hay chicos comiendo.

De la parte trasera del Chevrolet Corsa 2270 del Comando Radioeléctrico de Arroyo Seco baja el suboficial Esteban Velázquez con una Ithaca en la mano. Identifica al tipo de 35 años parado sobre el techo mientras las otras tres siluetas que lo acompañan se protegen agachadas. El desafío de aquel que no teme le resulta suficiente motivo. Apunta y tira. 

La bala le perfora a Pocho la garganta y lo manda al piso.

—Me dieron y no es con una bala de goma.

Se escuchan más disparos. Cuando se detienen, desde arriba le reprochan a los policías que lo hirieron: pierde mucha sangre y necesitan ayuda. 

El patrullero se va.

A las 18.04 la ambulancia que traslada a Graciela Acosta desde Villa Gobernador Gálvez llega al viejo Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Heca) de Rosario. Una bala policial le partió el hígado y le destruyó los intestinos. La llevaron primero al Gamen pero ese centro de salud parecía un hospital de campaña y la derivaron de urgencia.

Graciela, 35 años, militante del Partido Comunista, madre de siete chicos, cayó en las corridas frente al supermercado La Gallega de la avenida San Martín, que conecta esa localidad con Rosario. El periodista Marcelo Nocetti contó los saqueos y la represión en vivo por la radio LT 8. Los policías lanzaron gases y después tiraron con 9 milímetros. Algunos hacia arriba, otros contra las personas que huían.

–Vos sos como Dios, estás en todos lados –le dijo al periodista un agente morocho y retacón.

Era Luis Armando Quiroz, hacía guardias en el hospital donde trabajaba su esposa y lo reconoció. El policía sonreía mientras disparaba. Marcelo no entendía del todo la escena ni por qué usaban armas cortas y no escopetas antitumulto.

—¿Las pistolas también llevan balas de goma? —le preguntó.

—A estos negros de mierda si no los paramos con balas de verdad no los paramos con nada —respondió Quiroz.

Quince minutos después llega al Heca otra ambulancia. Viene con Pocho desde barrio Las Flores. Cuando le avisan a Gustavo Martínez piensa, desea, que sea una herida menor. En el hospital le confirman que su amigo perdió mucha sangre, que no va a salir.

Al rato, ese 19 de diciembre a la noche, habla el presidente Fernando De la Rúa. “Compatriotas, culmina un día difícil”. Anuncia el estado de sitio en todo el país. Habla de “grupos enemigos del orden y la república”. 

Al día siguiente renuncia.

Esos días del cierre de 2001, seis personas fueron asesinadas a balazos en los barrios de Rosario. Hubo dos víctimas en la localidad vecina Villa Gobernador Gálvez (una por infarto durante la represión) y una más en la ciudad de Santa Fe (el disparo fue de un comerciante). 

Como el gobierno de Carlos Reutemann se opuso a revisar lo ocurrido, organizaciones de derechos humanos, familiares y legisladores crearon en julio de 2002 la Comisión Investigadora No Gubernamental. El informe final es una denuncia que tiene toda la potencia del detalle. Está el contexto político: un gobierno que se negaba a remover a represores de la dictadura aún activos en la fuerza. Los funcionarios que anticipaban las órdenes fatales. “La decisión de reprimir la tomé yo, y no tengo ningún problema en hacerme cargo”, había dicho el subsecretario de Seguridad y ex Side, Enrique Álvarez, semanas antes en un piquete con mujeres y chicos.

“Nadie actuó sin órdenes”, declaró ante la comisión el delegado del Ministerio de Gobierno en Rosario, Osvaldo Turco, sobre el uso de balas de plomo. Afirmó que la Policía respondía a Álvarez y el subsecretario hablaba de forma directa con Reutemann.  

El informe expone también la larga impunidad judicial y la muerte como mensaje. A Claudio Lepratti le dieron justo en la garganta cuando gritaba por los demás. En lugar de asistirlo, los agentes le inventaron una causa por resistencia a la autoridad. Ellos mismos dispararon contra el patrullero para fingir un ataque previo y tener una coartada. Pero ni siquiera calcularon un ángulo creíble. La farsa se desmoronó con el tiempo.

En el caso de Graciela Acosta, además del testimonio del periodista, una pericia de Gendarmería confirmó que la bala salió del arma del policía Quiroz. El juez de sentencia Ernesto Genesio lo absolvió en primera instancia por el beneficio de la duda. Recién en diciembre de 2007, la Cámara de Apelaciones lo condenó a once años por asesinato.

A Walter Campos lo mató un francotirador de la Tropa de Operaciones Especiales (TOE). El chico de 16 años venía de hacer una cola por un bolsón de comida en Empalme Graneros. La versión policial habló de un enfrentamiento. El sargento Ángel Omar Iglesias declaró que lo vio armado y por eso le disparó a la cabeza con el fusil con mira telescópica. Explicó que al vaciar el hipotálamo se evita una contracción muscular que pueda generar un reflejo como apretar el gatillo y herir a un tercero. Al juez Osvaldo Barbero le pareció razonable esa defensa y no hubo pena. El hipotálamo controla también las funciones del cuerpo, como la sed y el hambre. 

LA RESISTENCIA

Los días que le siguieron a la cacería hubo marchas, protestas y actos. El 24 de diciembre una bicicleteada fue hasta la escuela de Las Flores. Cuando llegó el momento de hablar por Claudio, nadie podía. Se convencían unos a otros, se empujaban. Hasta que una mujer tomó el micrófono. No tenía la pinta de militante del resto. Era una señora prolija, de las que van a misa. 

Se habían conocido un año antes, cuando ella y su grupo rezaban en el interior de una capilla de Las Flores. Ese día, Pocho dejó su bicicleta y se metió.

—¡Bueeeenas! —interrumpió. 

Las mujeres miraron a ese invasor. Él les preguntó qué hacían, por qué y qué significaba. Ellas le respondieron como a un extraterrestre. Hasta que empezó a interpelarlas. ¿Por qué no se sientan afuera, no estarían más frescas? Y sí, la verdad que sí. ¿Y no llaman a otra gente? No, yo perdí a mi marido. Y yo vengo sola. ¿Por qué no rezan alrededor de aquel árbol hermoso, como los primeros cristianos?

No tuvieron más remedio que hacerle caso y salieron. Entonces los que se acercaron fueron los vecinos: “¿Qué hacen acá?” o “¿para qué rezan?”. “Si es por amor y solidaridad, ¿por qué no ayudamos a la vecina que se le quemó el rancho y necesita ayuda?”. Y así nació otra cosa. 

Los medios cubrieron aquel acto en Las Flores de fines de diciembre de 2001. Las fotos fueron dispersas: apuntaban a quien tenía el micrófono de forma circunstancial. Antes de otra movilización en Tribunales para reclamar justicia, esa misma semana, el grupo de familiares de víctimas y organizaciones que empezaba a nacer pensó que faltaba algo. Los acribillados no eran un número: había que darles nombre y cara. No podía repetirse lo mismo que con los muertos de 1989. ¿Quién se acuerda de ellos? La democracia no podía seguir devorando cuerpos de forma cíclica sin aprender nada. 

Rodolfo Mono Saavedra dormía a la 1 de esa madrugada previa al acto. Lo despertaron con una misión: como era letrista y pintor tenía que armar una bandera. “Esto es para mañana a la mañana”, le indicaron. Se despabiló en el galpón que era su casa y taller. Lo primero que pensó fue que la pintura sintética no se iba a secar tan rápido. Usó un secreto profesional: le agregó tiza en polvo.

A las nueve fotos de caras impresas en la tela blanca les agregó sus nombres y apellidos: Walter Campos, Rubén Pereyra, Yanina García, Graciela Acosta, Claudio Lepratti, Graciela Machado, Ricardo Villalba, Juan Delgado y Marcelo Pacini. Escribió arriba: “Juicio y castigo a todos los culpables”. Y le sumó algo más, pensó en Pocho, a quien conoció en reuniones como alguien que hablaba poco pero hacía, uno más entre muchos y dibujó dos hormigas negras en los costados. 

La barredora quedó lista. A las 9 la fueron a buscar y la sostuvieron en la protesta frente a Tribunales. Desde entonces, las cámaras supieron a dónde apuntar. 

El 27 de febrero de 2002, encaprichados en sostener que no había muerto, Ludueña le festejó el cumpleaños a Claudio. Se juntaron en la plaza que hoy lleva su nombre y armaron el primer carnaval que desde entonces se repite todos los años. Hubo guitarra, murga y guiso, desde ya. Pero también pintura. 

El Mono Saavedra repitió lo de la bandera y ya no fueron dos hormigas. Entre varios trazaron todo un camino hasta la casa de Pocho, que ya nacía como sede de un bodegón cultural. Armaron un mural con el ángel y la bicicleta, símbolos que se multiplicaron en la ciudad.

A esa lucha por justicia y memoria se sumó Orlando Lepratti. El padre de Pocho participaba de la comisión investigadora y en diciembre de 2004 hizo un último viaje desde Entre Ríos a Rosario. Llegó antes de los actos del 19 y 20 porque quería recorrer los distintos lugares por los que había andado su hijo.

Después de la marcha frente a Tribunales, la madrugada del martes 21 de diciembre, Orlando se tomó el colectivo para volver a Concepción del Uruguay. A la mañana, cuando llegó, su corazón se detuvo.

Dos meses después, el libro “Pocho vive!”, que él ayudó a construir, se presentó en todo el país. Incluso en los recitales de León Gieco, que con su “Ángel de la Bicicleta” nacionalizó la figura de Claudio ese año. Una obra que se sumó al documental “Pochormiga. Un Mundo en el que quepan todos los mundos”, El Ángel de Lata, la murga y el carnaval de Ludueña, los murales de Arte x Libertad, la Calle Pocho Lepratti y las pintadas infinitas. Quizás la movida social y cultural más potente del siglo en la ciudad.

En la pared de Chacabuco 3085, en barrio Tablada, al inicio de la zona sur, la cara de Claudio se funde con pañuelos blancos y una pancarta: “No lo mataron, lo multiplicaron”. La Biblioteca Popular Pocho Lepratti nació en octubre de 2002. Los 19 cumplidos se festejan con la quinta edición del libro.

Carlos Núñez es uno de los fundadores y coordinador del espacio. Lo conoció a Claudio en 1999 cuando realizaban talleres para trabajadores desocupados y sus hijos en un centro de capacitación de ATE. Venían de lugares distintos. Carlos es psicólogo y al principio le hacía ruido el discurso religioso, o cristiano de base, pero después lo entendió. “Para él la misa es una mesa a la que nos sentamos”, resume dentro del estudio de FM La Hormiga 104.3. De a ratos habla de Pocho en presente y otras en pasado, como si no se hubiese ido del todo.

Al fondo de un pasillo de Gorriti 5559, corazón de Ludueña, en la casa de Pocho todavía está la mesa de madera salpicada de colores. La cocina donde se preparan mil mates. El viejo mueble con cajones que hace 20 años, después del crimen, Vanesa Molina volvió a abrir para buscar las fotos con Claudio y el grupo La Vagancia. Por miedo a que toda esa experiencia terminara, se llevó esas imágenes y una sartén. La sartén de los guisos.

Pero lo vital de este espacio, convertido en “Bodegón Cultural Casa de Pocho”, no son estas paredes. Es la trama invisible que une a quienes la habitan con los otros. Es Varón Fernández, uno de los primeros miembros de La Vagancia que aún milita en el barrio. Antes de la reunión de los sábados con Vanesa y otros que se sumaron a la organización, Varón se detuvo a charlar con Bety, la vecina de enfrente del pasillo, separada por un pequeño patio con perros y gallinas, y se enteró que su hija dejó los estudios durante la pandemia porque no tienen conexión a internet. Por eso buscan instalar un wifi para sostener el apoyo escolar.

Es también la asamblea que armaron en 2014 cuando llegó una mujer con la foto de su hijo desaparecido. Era Elsa, la mamá de Franco Casco. La organización con otros permitió destapar la verdad: a Franco lo habían torturado, matado y arrojado su cuerpo al río Paraná. Otra vez la Policía. 

Son las mujeres que, ante el dilema de qué hacer por un caso de violencia de género, organizaron un cumpleaños en la puerta de la casa de la vecina golpeada. Una fiesta como un escudo público. Eso aprendió y enseñó Claudio: había que estar. 

Desde 2002, en Tablada, la Biblioteca Popular Pocho Lepratti nunca dejó de recibir libros donados. Abrieron un jardín de infantes, talleres para chicos y chicas, y oficios para jóvenes. En la pandemia sumaron una olla popular y fueron un centro de vacunación con la consigna: una dosis, un libro de regalo.

Hay mensajes que se condensan como si alguien los moldeara. Resulta que los pibes y las pibas, cuando se acercan a la biblioteca a ver si el taller se hace o si vino la seño, no preguntan eso. Lo que dicen es: “¿Hay Pocho hoy?”.

Antes de llegar a Ludueña, por Felipe Moré, las paredes insisten: “Pocho vive”. Después de las vías, la Policía también está: un patrullero detiene a un pibe y dos mujeres lo rodean para pedir explicaciones este sábado a la mañana. Más allá, en Vélez Sarsfield y Liniers, la feria se monta sobre la plaza Claudio Lepratti. Atrás, los murales intactos. El rastro de las hormigas sigue por Liniers. Negras sobre una casa de ladrillos antes de llegar a Gandhi, la calle donde asesinaron a balazos a Gonzalo Godoy, de 19 años, en septiembre y a Hernán Almaraz, en febrero pasado. O una hormiga grande de color sobre la rotisería en la esquina de Einstein, a una cuadra de donde el miércoles 17 de noviembre mataron a Rodrigo González.

Una señora sale al cruce. “Cuidate acá que tiran tiros por todos lados”, avisa. La vecina agrega una dosis de intriga: hace señas con los ojos. Dice que la Policía se la llevó detenida “a ella” y que tapió las ventanas. Habla de la casa-quiosco a sus espaldas, que en lugar de vidrios ofrece un cemento desprolijo, como lápidas. A la vuelta, por Gorriti, está la Casa de Pocho donde ahora llega Lisandro. Tiene 18 años.

Lisandro cuenta que participa de los carnavales “desde siempre”, pero que en 2016 se sumó a la murga De los Trapos y a “la lucha” desde esa organización barrial. Preguntarle qué es la lucha es como abrir una puerta. Se toma un segundo y suelta una respuesta de corrido, un trap sin música. La letra dice así:

—Luchamos por derechos, por el derecho al barrio. Sabemos que hay pibes trabajadores y pibes que roban. Pero el que roba tiene una disputa en su vida. No tiene trabajo, porque no te dan. Y si te dan tenés que estar rompiéndote el lomo por dos pesos al día que no alcanza. Comés y después: ¿con qué vestís a los chicos? Luchamos porque a los jóvenes cada vez que salen a la calle la Policía los para. “Uh, este salió a robar”, dicen. Te acusan, te llevan y te rompen todo dentro de la comisaría. Entonces, ¿cómo querés que un joven sea libre? De una manera u otra estás encarcelado.

En 2005, Celeste Lepratti tomó la posta de su padre. Dejó el campo y se fue a Rosario. Como su hermano, ella es docente. Ese mismo año empezó a dar clases en Ludueña. Durante un tiempo hizo reemplazos en la escuela Serrano de Las Flores pero la experiencia fue demasiado fuerte. Dice que es una “privilegiada”, que todos los días conoce un poco más a Claudio por las personas que le cuentan sobre él: 

—Es como reencontrarse un poco.

Celeste se integró a la comisión investigadora, que en 2011 mutó y siguió su trabajo como Asamblea del 19 y 20 de diciembre. 

El agente Velázquez fue condenado por homicidio agravado a 14 años de prisión. Con las salidas transitorias se puso, en 2011, un carro de comidas rápidas en la plaza principal de Arroyo Seco. En 2015, ella se presentó como candidata a concejala en Rosario por un frente popular; Velázquez ya militaba en el PRO de Mauricio Macri. Reutemann era senador nacional desde 2003 y fue por la reelección desde Cambiemos. Ese 2015, el asesino de Pocho fue fiscal y le cuidó los votos al ex gobernador.

Reutemann estuvo en el Senado hasta su muerte, el 7 de julio de 2021. Sólo habló seis veces en el recinto: 30 minutos. No necesitó sus fueros: nunca fue citado por su responsabilidad en la represión.

—Hasta De la Rúa fue a declarar, él ni siquiera. Es la mayor expresión de la impunidad en esta provincia —dice Celeste—. Hay impunidades que llevan a otras. Después nos sorprende que Los Monos tengan teléfonos en sus celdas. O el tráfico de armas, o la cantidad de personas que matan todos los días.

Aquel diciembre asesinaron a chicos de 15 y 13 años. También a padres y madres. 

—¿Qué pasó con los hijos de las víctimas? —pregunta–. Graciela Acosta dejó siete. Ningún gobierno se hizo cargo. Fueron criados por separado o en la calle. Cada fin de año es un dolor profundo que se reabre. Uno de ellos se quitó la vida un diciembre. Al siguiente, otro más.

La última Navidad, Celeste la pasó con el mayor de esos pibes, su compañera y sus cuatro hijas. Había que estar. 

—Los familiares vamos encontrando otras familias —dice.

Los restos de Pocho están en Entre Ríos. Dalís Bel, su mamá, armó en el campo de Colonia los Ceibos unos canteros con linos rojos y escribió la palabra “Vive”. Celeste cree que este fin de año podría viajar y ayudar a su madre a renovar esas flores. Limpiar los yuyos, podar el olvido.

Las víctimas rosarinas fueron agrupadas en un lugar especial del cementerio La Piedad con un monolito que los recuerda. Los familiares participaron de la reducción y reubicación en 2007. Gregoria Luna, la mamá de Walter Campos, levantó los huesos del chico de 16 años ejecutado por un francotirador. Se detuvo unos segundos en el agujero perfecto en el cráneo de su hijo. Lo limpió y lo puso en una caja. La mujer pidió trasladar algo más que sus restos. Sobre la tumba había crecido una tuna que un tío plantó el día del entierro. Ese cactus llegó desde Chaco, de donde había emigrado la familia en los 90'. 

La planta, fruto y vida para los pueblos originarios, nunca paró de crecer. Empezó a atraer vecinos que entraban al cementerio a llevarse gajos. Algunos buscaban, entre las tumbas, ese remedio ancestral para algún dolor o herida. Hasta los trabajadores del lugar aprovecharon sus virtudes curativas. El cactus se hizo gigante y las autoridades no sabían qué hacer. Hace unos años lo cortaron porque se había vuelto “peligroso” por el tamaño y sus espinas. 

Ahora, en la primavera de 2021, en La Piedad quedaron los troncos secos de la planta podada. Pero de un costado, surgió un gajo verde y otro y otro. Y ahí está de nuevo la tuna porfiada renaciendo aunque Gregoria ya no esté para recordar a Walter. 

El puente que une la Rosario de 2001 con esta de 2021 se parece a un túnel. La ciudad se hundió en la violencia. En una década, los homicidios se duplicaron. En 2003, hubo 124 crímenes en el departamento Rosario (la mayoría en la ciudad cabecera) y en 2013 saltaron a 271. En mayo de ese año mataron a uno de los jefes de Los Monos: Claudio "Pájaro" Cantero. La venganza fue sangrienta. Estalló una guerra entre bandas narcos o narcopoliciales (en el primer juicio a ese clan, de los 25 acusados, 13 fueron agentes). Los asesinatos cedieron en 2016 y 2017 pero hubo un rebote. En 2020, pese a la pandemia, el departamento Rosario volvió a superar los 200 hechos (212).

Según el Observatorio de Seguridad Pública de la provincia, un recorte a octubre de este año indica que 2021 es aún peor y retrotrae las cifras a niveles de 2014. Las víctimas son, en general, jóvenes pobres de barrios como Ludueña, Las Flores o Tablada, acribillados con armas de fuego y en la calle. Casi la mitad de las muertes se relacionan con disputas de organizaciones criminales (solo el 2% es en ocasión de robo).

En septiembre, el crimen por encargo del mecánico Carlos Argüelles, arrepentido en una causa contra su ex jefe Esteban Alvarado, desnudó una radiografía de ese submundo. El detenido y acusado por la ejecución de dos balazos en la cabeza se llama Lautaro y tiene 19 años: es hijo de la crisis de 2001. Ante el juez contó que no sabe leer ni escribir. En él pensaba Claudio Lepratti cuando salía a convocar a sus talleres y guisos. Dice Pocho, como si fuera hoy, en el documental “La Vagancia”: “La situación de los pibes de nuestra villa es de exclusión, de desconocimiento de sus derechos, de lo que pueden lograr en sus vidas. O sea, están afuera, no veo que tengan expectativas de futuro”.