Crónica

Caso Solano


Justicia, aunque sea lo último que haga

Sergio Heredia vive en una iglesia de Choele Choel a dos mil quinientos kilómetros de su estudio. Piensa todo el día, en cómo demostrar que la desaparición de Daniel Solano, trabajador golondrina desaparecido el 5 de noviembre de 2011, fue un crimen planificado. Quiere descubrir el funcionamiento de la Justicia en el interior patagónico, en una provincia con una historia de violencia policial atroz. Su hijo menor le grita por teléfono que defina cuál es su familia verdadera, su ex mujer le pide plata para los gastos del colegio, él dice que está harto, que se quiere volver, pero que no puede dejar que la causa quede impune. Cumple un mandato familiar. “Sos abogado, tenés poder. No te olvides de los pobres”, le dijo su padre antes de morirse.

La voz de Sergio Heredia, severa y con acento norteño, se escuchó como un estruendo en los televisores del caluroso 7 de diciembre de 2011 en Choele Choel.

 

—¡Daniel Solano fue asesinado!

 

Los vecinos de ese pueblo de diez mil habitantes en el Valle Medio de Río Negro se preguntaban quién era ese hombre de traje, corbata roja y anteojos oscuros, que le hablaba a la prensa como si fuera un garante de la justicia. Quién era para decir semejante barbaridad, para contradecir la principal hipótesis de la jueza Marisa Bosco, que creía que el joven salteño Daniel Solano, de 26 años, desaparecido hacía un mes del popular boliche Macuba, estaría perdido en alguna ruta rumbo a Neuquén.

 

Cuando en Choele Choel alguien desaparece suele habérselo llevado el río frondoso y Negro. Las aguas, tarde o temprano, lo devuelven a la orilla. El cuerpo aparece y todo regresa a la normalidad. Pero ese joven no se había bañado en el río. Había ido a bailar a un boliche: a las tres de la mañana se le perdió el rastro.

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Nadie renuncia a su vida y viaja dos mil kilómetros hacia un pueblo remoto para descubrir un asesinato. Bueno, en realidad, casi nadie.
Sergio Heredia, el hombre de traje y corbata roja, el defensor de la familia decía que lo habían desaparecido.

 

A esa persona, decía el ignoto abogado que poco tiempo después dejaría el traje y se mudaría a la parroquia del pueblo, a ese trabajador golondrina.

 

Gritaba: en un crimen planificado.

***

Tartagal es una ciudad petrolera de casi 80 mil habitantes, en el noreste de Salta. En los ´90, tras la privatización de YPF, más de la mitad de la población emigró y la otra sobrevivió de changas y otros oficios menores. No fue el único golpe: entre 2006 y 2009, sufrió varias veces el desborde del río Tartagal, con inundaciones y aludes que la convirtieron en zona del desastre.

 

A 970 kilómetros al sur de Buenos Aires, Choele Choel, que en mapuche significa espantajo de resaca —y refiere a las formas fantasmales que adoptan los residuos por las crecidas del río—, está ubicado sobre un margen del río Negro. Su isla 92 es el balneario más popular, y a no ser por las ráfagas huracanas de viento y las motos de los jóvenes, es un lugar apacible y silencioso, con vecinos que se saludan de una vereda a otra.

 

Entre Tartagal y Choele Choel hay 2.400 kilómetros. Una distancia que recorren miles de norteños, la mayoría de las comunidades indígenas, para trabajar en los tres momentos de la fruticultura rionegrina: la poda, el raleo y la cosecha. Quien domina el negocio de la fruta es la multinacional belga Expofrut Argentina S.A. (ex Univeg Expofrut S.A.), que terceriza en empresas como Agrocosecha —ahora llamada Trabajo Argentino— la contratación de los trabajadores.

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Conocidos como “trabajadores golondrinas”, son tentados por punteros locales que trabajan para las empresas, viajan en micros de tercera línea anotados como “turistas” y no como obreros, y viven en gamelas, galpones sucios y abandonados, cerca de los campos, donde se apiñan en camas cuchetas, usando letrinas que huelen a pis concentrado, duchas sin agua caliente y cocinas con una sola llama de gas.

 

Cada año, más de 350 mil trabajadores golondrina recorren el país. A la cosecha de la fruta, entre el Alto y el Valle Medio de Río Negro, viajan cerca de 40 mil.

 

Daniel Solano era uno de ellos.

***

La tarde del 25 noviembre de 2011, golpearon la puerta del estudio de Sergio Heredia en el pueblo de Tartagal, Salta. Miembros de la comunidad guaraní de Misión Cherenta le dejaron el primer expediente de una causa que tiempo después llegaría a los cuarenta cuerpos. Estaban desesperados: un joven de los suyos había desaparecido en Choele Choel, al sur del país, donde trabajaba en la cosecha de la fruta.

 

El abogado, famoso por denunciar en la televisión local los negociados de Sergio Schoklender en Tartagal, había defendido a las comunidades indígenas en causas civiles. Nunca un crimen. No era un abogado político ni de derechos humanos sino un profesional de clase media alta que, con sus dos hermanos, tenía uno de los estudios más conocidos de su ciudad. Un abogado cualquiera.

La vida de Heredia antes del caso Solano eran días grises de un hombre de cincuenta años, divorciado con tres hijos, sin tanta emoción, sin tanto protagonismo. Frustrado, necesitaba un desquite, algún tipo de redención.

 

Esa noche no durmió. Y así pasaría los dos años siguientes: desvelado.

 

—El primer expediente era todo. Tenía una oportunidad única en mi vida. Si yo no viajaba, el caso quedaba impune- dice, sentado frente a la Comisaría Octava de Choele, bajo la sombra de un árbol. Allí enterró dos perros: “Suyai” y “Perón”. Fueron sus únicos compañeros en las caminatas por el pueblo.

 

En el primer expediente, según Heredia, estaba la clave del caso. Dice: a Solano lo mandaron a matar unos empresarios para que no reclamara por su salario. Habrían contratado a policías y planificaron una trampa en un boliche local. Lo hicieron en cuestión de horas. Luego la justicia y los funcionarios locales habrían desviado la pesquisa, comprado testigos para hacer creer que Solano había desaparecido por cuenta propia, a “empezar una nueva vida en Neuquén”. Nadie hubiera pensado, quizás porque en un pueblo tan chico un pacto de silencio de poderosos jamás se quiebra, que un abogado foráneo se metería con la investigación como un hecho de vida o muerte.

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En 2011, Heredia se postuló en las internas del peronismo como candidato a intendente de Tartagal, pero no ganó. Quiso promover un instituto científico de enfermedades tropicales, pero perdió. Quiso investigar la corrupción de políticos, empresarios y jueces salteños, pero “el poder no lo dejó”.

 

Serán los de la comunidad los primeros en escuchar: “Daniel Solano fue asesinado”. Heredia recogerá pruebas antes de viajar. Filmará a los amigos de Solano en Tartagal y accederá a los contratos truchos que firmaban con las empresas tercerizadoras. Encontrará la cláusula que dice que “si un trabajador tiene problemas con la policía o la justicia, es despedido inmediatamente, sin derecho a indemnización”.

 

Hugo Ilario Corvalán, un obrero que trabajó en la cosecha de la fruta, le contó que, un año antes de la desaparición de Solano, no sólo lo despidieron por exigir mejores condiciones de trabajo, sino que los policías lo molieron a palos en las oficinas de sus jefes, en las oficinas de Agrocosecha. Heredia lo subirá a You Tube

 

En su muro de Facebook, el abogado se preguntará: ¿“Alguien que está lejos de su pueblo se va sin avisar antes a sus conocidos?” “¿Se va olvidándose su ropa y sus documentos en la gamela donde vivía?”. Y, al poco tiempo, responderá: “Daniel Solano no se fue a ningún lugar. Solano se escribía treinta mensajes por día con su novia y llamaba seguido a su padre. Está todo probado: el móvil de su asesinato fue una gran estafa. El tiempo nos dará la razón”.

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Todo sucedió rápidamente. Heredia dispuso de dos colaboradores para la investigación: Leandro Aparicio, abogado de Bahía Blanca, y Fabio Prado Muñoz, de Choele. Al bahiense lo conoció antes en Tartagal y trabajará gratis como él, poniendo plata de su bolsillo. En mayo de 2012, a seis meses de la desaparición de Solano, dará una conferencia de prensa donde lanzará otra declaración bomba: “El caso Solano está resuelto”.

 

Dirá que Solano cobró el viernes por su trabajo de recolección de la fruta y que se dio cuenta de que en el recibo de sueldo faltaba plata. Se lo comentó a sus amigos, y a ellos les pasó lo mismo. Que los dueños de la empresa Agrocosecha, Adrián Lapenta y Pablo Mercado, planificaron su muerte entre el viernes 4 de noviembre de 2011 y el sábado a la madrugada porque se enteraron que el lunes iría a reclamar a las oficinas por “reintegros” que le pertenecían de su último salario. Dirá: no era una medida sindical, sólo un eventual reclamo: los trabajadores golondrina no tienen delegados ni están sindicalizados.

 

Dirá: si Daniel comprobaba que lo habían estafado, el hecho se convertiría en un efecto dominó que llegaría a miles de trabajadores. Dirá que por eso lo asesinaron. Que, meses antes, Agrocosecha lo había “marcado” porque Solano rechazó un ofrecimiento para ser puntero -reclutador de obreros- en el norte. “Sospechamos, también, que pudo haber visto algo más que asustó a los patrones”, dice Heredia, que pidió la detención de siete policías, apartó a la jueza Bosco, y puso la lupa en una estafa millonaria que involucra a comisarios, funcionarios, políticos y abogados. Una red mafiosa que funciona como un círculo de amigos que se hacen favores.

 

Choele Choel dividió las aguas: muchos lo apoyaron, muchos hicieron marchas para echarlo. “Soy el caso Solano, un estorbo para la crema de este pueblo”, confesó, en tono de leyenda. Se expuso sin filtros por la red. Fue abogado, periodista, documentalista, fiscal. Y un profeta excitado, en trance, como el Agente Especial del FBI Dale Cooper en la serie Twin Peaks, cuando investiga el asesinato de Laura Palmer en una comarca desconocida y siniestra.

 

Alguien fascinado consigo mismo, atrapado en sus propias palabras.

***

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En su Facebook, donde tiene más de 4 mil amigos, Heredia posteó fotos con Gualberto, el papá de Daniel Solano (el epígrafe: “es un hombre digno, le juré que de acá no nos vamos a ir sin que nos entreguen el cuerpo de su hijo”), hay acusaciones durísimas contra la empresa Agrocosecha y la jueza Bosco (el comentario: “esa jueza corrupta tenía más de cien causas cajoneadas por apremios ilegales de los policías y encima se jubiló para evitar el juicio político”), hay vaticinios (dice: “estamos cada vez más cerca de meter a todos presos y que nos den el cuerpo”) y hay confesiones acerca de cómo arriesga su vida (comenta: “pongo mucha plata de mi bolsillo para traer a testigos de Tartagal, me he brindado con Gendarmería nacional para detener a los policías, conseguí más de cien testimonios de gente que estaba aterrada y que ahora declaran como testigos de identidad reservada, ¿de qué me acusan los poderosos?).

Por todo esto, Heredia fue muy criticado por por una parte de la comunidad del derecho -en Choele, esa crítica la encabezó la jueza Bosco-, cuya máxima para cualquier pesquisa es circunscribir el valor de las pruebas a un expediente.

—Es histórico. No hay caso judicial donde los abogados usaran internet como lo usamos nosotros. Nos acusan de charlatanes y dicen que estropeamos las pruebas, pero es la única manera de presionar para que no se olviden de Solano- dice, mientras maneja su Fiat Duna, un auto que le consiguió Leandro Aparicio. Se ríe: pocas veces dejará su tono grave, su pulso dramático. Cuenta: “al Dunita se le cayó el caño de escape cuando viajaba a General Roca por un trámite de la causa. Y un policía me lo retuvo. Fue intencional. No saben qué hacer para frenarme”.

Heredia filma y saca fotos de todos sus movimientos. Aparicio lo acompaña. Esas imágenes se convirtieron en el documental “¿Dónde está Daniel Solano. Diario de una causa”. Ellos dos fueron directores, guionistas y productores y ahora recorren los pueblos y las grandes ciudades, como cineastas que están de gira. Algo que un jurista precavido tomaría por un error: aún sin fin de proceso ni comienzo de juicio, dicen cómo, por qué y de qué manera fue asesinado.

Allí cuentan la vida de Daniel Solano: el único varón de cinco hermanos, criado por su padre después de la muerte de su madre, bailarín de los carnavales, cocinero y albañil, su sueño de ser arquero de fútbol profesional, su idea de ahorrar con el sueldo de la recolección de la fruta para construirse una casa y comprar una moto. Le decían “El Nene”, “El Bebé”, “Mal Panza”. Y había terminado el secundario, como pocos en su comunidad.

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—¿Por qué me pegan? Yo no hice nada —habrían sido sus últimas palabras, ensangrentado, en la esquina del boliche Macuba.
El documental cuenta qué es ser un trabajador golondrina, sufrir el desarraigo y vivir como ganado en las gamelas. Estar vigilado por la temida Brigada de Operaciones, Rescate y Antitumulto (B.O.R.A.), el brazo represivo de las empresas -disuelta por el actual gobierno de Río Negro a raíz del caso Solano- que los persiguen cuando cobran en las oficinas y les pegan por el solo hecho de ser indígenas y morochos.

—Daniel Solano viajó desde Tartagal, como miles de aborígenes–así los llama, a veces, Heredia- que van a trabajar todos los años a la cosecha de la fruta. El sistema que los contrata los cambia cada tres meses para perpetuar la estafa y evitar que se aviven. Solano trabajó catorce meses: lo estafaron en 31 mil pesos. Si pensás en cien Solano, da tres millones. Solano era un pibe preparado, con secundario completo, se avivó de la estafa y se lo dijo a sus compañeros. No planificó un paro ni nada por el estilo. Simplemente levantó la voz para pedir por la plata que no les habían pagado.

—¿Sus asesinos fueron capaces de planificar el crimen en un día?

—Sí, se conocen todos. La empresa es socia de la policía. Un equipo parapolicial lo retiró del boliche, lo llevó en una camioneta EcoSport de la comisaría hasta la isla 92 y lo mataron ahí. Y después taparon todo. Eso lo deben hacer seguido con otras personas.

Preguntate cuántos casos Solano podrían existir en estos pueblos mafiosos.

A Heredia le gusta pensar el caso Solano como un culebrón latinoamericano. Dice que el cuñado de la jueza Bosco era el gerente de una de las empresas involucradas. La funcionaria encargada de controlar a las empresas y que fue puesta como primera abogada de Gualberto Solano por Agrocosecha, María Cecilia Constanzo, era la amante de uno de los empresarios. El jefe de la brigada de investigaciones de la policía de Choele Choel, que plantó como perejiles a compañeros de Solano y desvió la investigación, tenía conocidos en la justicia. Y así hasta el infinito. 

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Heredia cree que otras dos personas desaparecidas (el paraguayo Pedro Cabaña Cuba y el trabajador golondrina jujeño Héctor Villagrán), estarían relacionadas con la causa. Que un cuñado de Solano fue clave para el encubrimiento y no se lo investigó. Que hay testigos asesinados. Que hay un personaje siniestro, Paulino Rivera, un proxeneta encubridor del crimen que tiene una chacra llamada “El negro muerto”, vinculada a negocios oscuros. Que hay gato encerrado en torno a dónde podría estar el cuerpo: en uno de los más de diez rastrillajes, se encontró la billetera de Solano en el río y luego la policía la habría hecho desaparecer.


El abogado tiene sus enemigos. Las mujeres de los policías imputados pintaron las paredes con el signo pesos: dicen que cobra un sueldo del gobierno nacional, compra testigos, propaga mentiras y ensucia el pueblo.


—Claro, Choele era Disneylandia. Esta era la provincia perfecta, un paraíso terrenal, como si no existiera una Otoño Uriarte, un Atahualpa Martínez ni el triple crimen de Cipoletti. Y los ignorantes creen que Solano trajo el infierno cuando hay decenas de pibes desaparecidos y asesinados por la policía. Les molesta que un negrito aborigen tenga abogados de primer nivel. Pero acá se acabó la impunidad.


La causa está caratulada como homicidio y hay veintidós policías imputados, trece procesados y siete policías detenidos. La estrategia de los abogados no es imputar sólo a los policías: quieren convertir el caso en una megacausa, detener más personas y avanzar en los procesamientos. No descartan pedir que se la caratule como “desaparición forzada”. Cada vez que el proceso se paraliza, los familiares realizan una huelga de hambre –ya hicieron tres-: suelen perder peso y pasan unos días internados en el hospital.


—Gualberto, el padre de Daniel, no se va a sacar las cadenas hasta que no haya respuestas —dice Leandro Aparicio, polémico, en un tramo del documental. Sus detractores los acusan de manipular a los Solano.


En la última huelga, para demostrar lo contrario, Heredia se encadenó con Gualberto y el resto de la familia. Fueron 18 días de ayuno.

***

Una notebook en una oficina de la parroquia de Choele Choel: el único reflejo de luz entre persianas cerradas, mesas y bancos repletos de expedientes, imágenes de Cristo y una cocina vacía. Sergio Heredia trabaja y vive en esa habitación pequeña, que es una caldera en verano y un freezer en invierno. Cuando llueve, el agua se cuela por las goteras y los papeles corren peligro. Es su búnker. Cristian Bonin, el párroco, le permitió quedarse. A cambio, el abogado construyó un horno de barro con el nombre de “Misión Cherenta”, en homenaje a Solano.

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Apenas llegó, Heredia vivió en un hotel y manejó un auto Toyota. Al poco tiempo, cambió el traje por el jean, el Toyota por un Fiat Duna y los zapatos lustrados por las zapatillas John Foos. En la parroquia, donde llegó a tener custodia policial que rechazó porque dijo entorpecía sus movimientos, recibe a jóvenes que han sido golpeados por la policía y a trabajadores que lo van a buscar para que los represente por fraude laboral. Los interroga con su cámara y los sube a You Tube.

 

—Acá es tipo reality.

 

—¿Por?

 

—Mi deber es mostrar el lado oscuro del pueblo.

 

A veces le suena el celular que nunca usa. Escucha un gemido, o voces. Dice estar acostumbrado a que lo amenacen, y que seguramente sus mails, su Facebook estén hackeadas. Golpean la puerta. Yayo, un locutor amigo, viene a prestarle plata.

¿En qué momento alguien se entrega por completo a un único trabajo, a una única obsesión, a un solo deseo?

 

Las cosas no pasan así porque sí, de un momento para otro. Siempre hay un origen.

 

Un padre. En el norte del país hay un gran respeto por los abuelos: una forma de rendir honor a la descendencia. A Sergio Heredia le gusta recordar el suyo cada vez que piensa en cómo hace para seguir lejos de su familia.

 

Cuando se recibió de abogado, en Tucumán, su papá, Simón Moisés, que por entonces tenía una óptica en Tartagal, lo subió a su auto y le hizo recorrer los barrios pobres. Le mostró dónde se había criado, la pobreza de los conventillos donde había trabajado desde los 10 años lustrando zapatos y vendiendo diarios para ayudar a su madre. Le contó cómo después se fue en bicicleta desde Santiago del Estero hasta Buenos Aires para entrevistarse con Perón, quien lo recibió y le dio un empleo de cartero. Sergio conocía esos relatos, pero nunca los había vivido en carne propia.

 

—No te olvides de los pobres, hijo. Sos abogado, tenés poder —le dijo hace tres años, antes de morirse.

 

Ahora Heredia dice que escucha esas palabras en el gesto silencioso del padre de Solano, Gualberto, un hombre que sólo le lleva seis años. Con él hizo su primer viaje a Choele Choel. Después llegarían otros familiares de Daniel: su prima Romina y sus tíos Pablo y Maira. Nunca se irían del pueblo.

 

Hoy, los Solano viven en unas carpas de lona frente al juzgado. El viento parece arrasarlas, hay un árbol inclinado a punto de caer sobre ellas, el frío entumece la piel. Algunos vecinos les acercan comida y les prestan los baños. Hablan poco. Heredia habla por ellos.

 

Los visita todos los días. En las carpas come arroz, mira televisión y, ahora, reflexiona en una reposera. Su hijo menor, Simón, le acaba de gritar por teléfono que los Solano son más importantes que su familia verdadera. Su ex mujer le pide plata para los gastos del colegio.

 

Heredia, a veces, se queja que los Solano se mueven poco por la causa, que están quietos en las carpas. Que entiende su dolor, pero que todos los días debe levantares el ánimo. Confiesa que salvo el músico local Juan Quiriban, no tiene otra gente de confianza en el pueblo. Que rechazó a los organismos de derechos humanos porque se metían en la investigación. Cuando se entera que lo critican, una vena hinchada le sale del cuello. Dice que es fácil ser de izquierda y participar en una marcha. Pero que nadie se jugó el pellejo como él. Nadie.

 

—Ya me quiero volver, estoy harto, pero acá no me puede pasar nada. Si me enfermo, los Solano se quedan solos, sin saber qué hacer.

***

No cocina, no va al teatro ni al cine, no hace deporte, no tiene rutinas fijas ni jefes, no se enamoró de nadie ni se bañó en el río del pueblo.

—Trabajo las 24 horas, de lunes a lunes. No hay tiempo que perder. El país debería pararse por este caso. Estamos haciendo una revolución hace dos años y nadie se entera.

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Heredia no vive. O, mejor dicho, vive por, para y a través del caso Solano. Si conduce su Fiat Duna destartalado, lo hace para viajar por un trámite de la causa. Si camina por las calles de Choele, es para ir a una radio a adelantar un avance de la investigación. Si toca el timbre de una casa, es para charlar con un testigo. Si habla por celular, es para tranquilizar a su familia, decirles que no recibió amenazas.

Los días de Sergio Heredia son una prueba de soledad en el paisaje árido del sur. Él, un asceta refugiado en una parroquia humilde. Lee a Borges, Herman Hesse, Gandhi y Santo Tomás de Aquino. Reza poco: pide que Dios no lo abandone.

—¿Cómo se definiría?

—Soy un simple abogado criollo que busca justicia- dice y muestra unas fotos. En ellas, aparecen bailando en ronda la jueza Marisa Bosco, la funcionaria María Cecilia Constanzo y un bombero que participó en los rastrillajes por el cuerpo de Solano, Ariel Lallana.

Tienen gorritos coya en sus cabezas. Heredia se indigna: cree que se burlan de los indígenas-. En mi ciudad tengo autos, motos, casas. Ya hice mi vida. No necesito prestigio ni plata. Tendría que estar en mi biblioteca leyendo a Borges o escribiendo mis cuentos. Nunca les cobré un honorario a los Solano. Todo sale de mi bolsillo.

—¿Su familia no le pidió que vuelva a Tartagal?

—Mi familia está bien y eso que se dijeron barbaridades, como que le pegaba a mi ex mujer o le debía plata. Los voy a meter a todos presos. Es el caso más grande de todo el país.

Al fiscal Miguel Flores, el Consejo de la Magistratura le formuló cargos por mal desempeño. A Marisa Bosco, también. Natalia Constanzo, prima de María Cecilia, estuvo unos meses como jueza hasta que fue recusada por Heredia. La gran responsable de que la justicia sea un carromato, dicen los abogados de la familia Solano, es la Provincia de Río Negro. Sin una decisión política de la presidenta, es difícil que las responsabilidades por el crimen de Solano se esclarezcan.

—Este caso es un fierro caliente: los jueces se lo quieren sacar de encima.

La estafa, asegura Heredia, es millonaria y se realiza, al menos, hace cuatro años. Las empresas Expofrut y Agrocosecha explotaron a más de 500 indígenas por más de 18 millones de pesos. Esto destapó el caso.

—Hasta ahora no le erramos en nada. Probamos todo. ¿Qué está esperando la justicia para avanzar? El caso Solano está resuelto. Lo dije hace más de un año.

Anochece y el silencio de la parroquia es definido por Heredia como la calma antes de la tormenta. Confiesa que extraña el rumor del viento.

—Si no meto presos a todos los de esta banda criminal, esta banda me va a matar en Tartagal —suelta y enseguida se frota las manos, disimulando el temor. Con una leve sonrisa, dice que Gendarmería Nacional y el Equipo de Antropología Forense viajarán pronto a Choele para encontrar el cuerpo de Solano. Siempre se entusiasma cuando alguna autoridad le da la razón.

—A usted lo acusan de que está estirando el juicio por el crimen para representar a más víctimas de la estafa y así cobrar una fortuna. ¿Qué piensa?

El pelo canoso de Heredia, con el jopo en la frente, se eriza como un gato. Niega con la cabeza, se saca los anteojos. Las manos transpiran.

—Es cierto. Soy mal hijo, soy un corrupto, soy un especulador, soy el peor marido, soy una mierda de persona. Soy el peor ser humano del planeta.

—¿Por qué dice eso?

—Es lo que quieren escuchar. Los poderosos están asustados, saben que los acorralamos y nos buscan desprestigiar. Digan lo que digan sobre mi persona, me aguanto cualquier cosa.