—No siento que haya logrado algo. Más bien tengo proyectos en los que voy cumpliendo pasos. Logro va a ser cuando tenga una vacuna aprobada.
Juliana es exigente. Con su equipo, pero sobre todo con ella misma. Habla rápido y a veces se pisa las frases como quien está apurada por volver a lo que más le apasiona: la inmunología. En pandemia, además, aprendió a desafiar al tiempo.
Cuando se presentaron a la primera convocatoria del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MINCYT) para financiar proyectos COVID, no se animaron a decir que querían desarrollar una vacuna.
Era marzo del 2020, y el ministerio había llamado a un grupo de científicxs de diversas áreas para ver qué se podía hacer para enfrentar a ese virus desconocido y voraz. Entre ellxs estaba Juliana Cassataro, doctora en Ciencias Biológicas e investigadora del CONICET en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
—Somos inmunólogas, pero nos ponemos a disposición de lo que se necesite —dijo.
Presentaron un proyecto y lo titularon con timidez: “Desarrollo de herramientas que contribuyan a la prevención de la infección por el SARS-CoV-2”.
Recibieron 6 millones de pesos y se pusieron a trabajar. Después de varios meses de jornadas intensas, lograron resultados promisorios en ratones. Envalentonadas, comenzaron a buscar una empresa nacional que quisiera ponerse a disposición, como ellas, y financiar las pruebas en personas. A fines del 2020 el Laboratorio Pablo Cassará les dijo que sí: invertiría a riesgo en una vacuna producida en una universidad pública.
Juliana Cassataro habla rápido, como quien se apura para volver a lo que la apasiona: la ciencia. En pandemia aprendió a desafiar el tiempo.
Durante 2021, lxs investigadorxs de ambos equipos trabajaron juntos para convertir los ensayos de laboratorio en un prototipo escalable. El 30 de marzo de 2022 dieron la noticia a todo el país: la ANMAT autorizó las pruebas clínicas de la vacuna made in UNSAM.
Por primera vez una vacuna preventiva diseñada en una universidad argentina alcanzó la famosa Fase I. Solo tres países de la región habían llegado tan lejos: Cuba, Brasil y México.
Cassataro confía en el trabajo de su equipo pero no deja de ser cautelosa.
—Queremos avanzar hasta lo máximo que podamos.
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El campus de la UNSAM está en el partido bonaerense de General San Martín, conocido como “la capital de la industria”. El predio universitario le hace honor a ese mote. Su edificio más característico es el Tornavías, un enorme galpón circular que a principios del siglo XX se usaba para reparar locomotoras y hoy está repleto de aulas. También hay edificios que parecen remitir más hacia el futuro, como el Instituto de Investigaciones Biotecnológicas (IIB), un bloque de cemento rectangular, de un gris sobrio, impecable. Ahí, en el Laboratorio de Inmunología que dirige Juliana Cassataro, nació la vacuna, bautizada como ARVAC Cecilia Grierson en honor a la primera médica argentina.
Llega a la entrevista acompañada por sus colegas Karina Pasquevich y Lorena Coria. Ellas son algo así como sus manos derecha e izquierda en este proyecto. O como las llama afectuosamente, “las jefecitas, las que están en todo”.
“En lo que es el desarrollo, Lorena se encargó de la respuesta inmune celular y Karina de la parte bioquímica. Además está Diego Álvarez, virólogo, que se ocupó de los ensayos neutralizantes. A su vez, los cuatro interactuamos todo el tiempo con los investigadores de Cassará”, cuenta la jefa de jefas.
Las vacunas se componen de un antígeno (sustancia que produce una respuesta inmune) y un adyuvante (compuesto que potencia esa respuesta). Cassataro se especializó en la parte de adyuvantes, sobre todo para vacunas contra enfermedades infecciosas. “Si comparamos nuestra vacuna con la de las grandes potencias, fuimos lento. Pero era imposible llegar al mismo tiempo cuando ellos vienen trabajando desde hace décadas y sus plataformas ya fueron probadas en humanos. Si pensamos que las vacunas en general llevan unos 15 años de desarrollo, ¡lo estamos haciendo rapidísimo!”, cuenta Cassataro.
Karina Pasquevich remarca la importancia de que haya una inversión sostenida en ciencia: “Tener conocimientos y capacidades previas hizo que podamos responder rápido. Si empezás a desarrollar la tecnología cuando aparece el problema, llegás tarde”.
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En 1977, cuando Juliana tenía 3 años y su hermana 1 año, su papá Héctor Cassataro, ingeniero químico, 29 años, y su mamá Alicia Ramírez Abella, contadora, 30 años, fueron desaparecidos por las fuerzas conjuntas de seguridad en el partido bonaerense de Tres de Febrero. "Nos llevaron/desaparecieron a los cuatro, y a nosotras nos encontró un tío abuelo 46 días después en la Casa del Niño en La Plata". En la casa familiar, apenas pudieron recuperarse unos documentos, los carnets de vacunación de Juliana y su hermana Rosana. Las nenas fueron criadas por sus abuelos paternos en Mar del Plata, que sin darse cuenta empezaron a alimentar la vocación de Juliana al regalarle libros de la naturaleza, que ella devoraba con ansias. También hubo un tiempo en que militó en HIJOS.
A Juliana no le gusta mezclar su carrera científica con su historia personal. No le gusta sentirse víctima de nada ni exponerse a un tema que genera discusiones sociales con las que no quiere empañar su curiosidad y compromiso por la investigación.
En 1977, cuando tenía 3 años, sus padres fueron secuestrados. En la casa familiar apenas pudieron recuperarse unos documentos, sus carnets de vacunación.
—Siempre quise separar aunque es cierto que es imposible, todo forma parte de mi vida, que es una sola. No sé si lo que me pasó influyó en mi forma de pensar y de hacer las cosas.
Casualidad o no, consecuencia o no, de todas las ciencias disponibles Juliana Cassataro eligió dedicarse a las ciencias de la vida.
De lo que sí le gusta hablar es de la potencia de su equipo, que la vacuna existe gracias al trabajo de todxs. Y al contrario de la imagen estereotipada que muchxs pueden tener cuando piensan en un científicx, en este equipo no hay “Einsteins”: la mayoría de sus integrantes no son varones científicos de pelo blanco, sino mujeres. Esto es algo que llama la atención aún en el siglo XXI.
Aunque más de la mitad de las personas que hacen ciencia en Argentina son mujeres, ocupan solo el 22% de los puestos directivos en institutos de investigación. También son minoría las directoras de proyectos, las rectoras, las decanas, las jefas de laboratorio. La presidenta actual del CONICET, Ana Franchi, es la segunda mujer que logró llegar a ese cargo en los 64 años de vida que tiene el organismo. Y si para las mujeres es difícil, para las personas LGBTI+ el camino suele ser todavía más sinuoso.
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La vacuna ARVAC Cecilia Grierson se basa en la tecnología de proteínas recombinantes. A diferencia de otras que usan el virus entero inactivado (sin capacidad de infectar) o modificado, éstas solo utilizan partecitas del virus. Es una tecnología segura y robusta que puede aplicarse en personas inmunosuprimidas, embarazadas y niñxs. Otras vacunas diseñadas con esta plataforma son las de Hepatitis B y HPV.
Se trata, además, de una vacuna de segunda generación: la idea es que pueda usarse como dosis de refuerzo de las actuales. Esta plataforma tecnológica permite que, en caso de aparecer una variante que escape a la formulación actual, el cambio pueda realizarse en tres meses. Otra ventaja: puede conservarse a temperatura de heladera, lo que facilita la logística. Pero hubo un punto clave que hizo que el grupo se terminara de decidir por esta tecnología: la capacidad productiva del país.
—Nuestro objetivo siempre fue lograr un desarrollo que se pudiera fabricar en Argentina.
Entonces: presentaron un proyecto, recibieron financiamiento, comenzaron a trabajar… y los primeros días fueron un caos. Era mayo de 2020 y el aislamiento, estricto. La UNSAM estaba vacía, excepto por los investigadores que trabajaban en proyectos COVID.
—Venir hasta acá era un lío. Pero si no veníamos todos los días, 10 horas por día, no avanzábamos.
En ese entonces, Diego Álvarez, director del Laboratorio de Virología Molecular, era su vecino de laboratorio. Alvarez trabajaba con investigadores de la Fundación Instituto Leloir en otro desarrollo a contrarreloj: el primer kit serológico argentino de COVID-19, COVIDAR IgG. Diego cuenta que la colaboración surgió enseguida. “Aprovechamos el conocimiento que teníamos en otros virus, como los causantes de dengue y chikungunya, para aportar al proyecto de Juliana”.
No le gusta sentirse víctima ni exponerse a temas que pudieran empañar su compromiso por la investigación. Eligió dedicarse a las ciencias de la vida.
Karina Pasquevich conoce a Juliana desde hace 19 años, y Lorena Coria desde hace 14. Se conocieron trabajando en el Hospital de Clínicas, y a fines del 2013 se mudaron a la UNSAM.
—Lo que me gusta de Juliana es que cuando quiere algo, se pone la meta y allá va. Yo soy más dispersa, ella me enfoca. Es el alma del proyecto —dice Karina.
—¡Como directora es súper exigente! Por eso sacalo mejor de cada uno —dice Lorena.
La ciencia es un deporte que se juega en equipo. Además del trabajo de ellas, todxs los becarixs y técnicxs dejaron de lado sus tesis y se pusieron la vacuna al hombro: Laura Bruno, Lucas Saposnik, Celeste Pueblas, Eliana Castro, Mayra Rios Medrano y Agostina Di Maria.
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Aeropuerto de Ezeiza. Para muchos científicxs argentinxs que se recibieron en los ’90, ese era el destino final de sus carreras. Fue la década en la que los ingresos al CONICET se cerraron, los cerebros se fugaron y un ministro de Economía mandó a una científica a lavar los platos. “Los que estudiábamos biología en esa época sabíamos que era egresar e irse. Acá no había chance”, cuenta Juliana.
En 2003, el gobierno de Néstor Kirchner otorgó un nuevo impulso a la ciencia argentina al destinar un mayor presupuesto en el área. Se construyeron nuevos institutos y aumentaron los ingresos a la Carrera de Investigador del CONICET. Cassataro entró en 2005. Siente que pertenece a una generación que pudo aprovechar todas las aperturas que se fueron dando.
En esos años también se desarrolló el programa Raíces para repatriar a los científicos; Diego Álvarez es uno de los más de mil científicos que volvieron por esa política de Estado. Durante el gobierno de Mauricio Macri, el programa Raíces, al igual que casi todo el sistema científico, sufrió un gran recorte de presupuesto.
“En nuestro grupo, como teníamos subsidios internacionales, el recorte no se sintió tanto. Lo que sí me golpeó fue esa cuestión mediática que se instaló de que éramos ñoquis”, señala Juliana. Diego Alvarez, por su parte, relata que tuvo que recortar varias líneas de investigación porque no pudieron conseguir recursos para sostenerlas.
En esos años, el ajuste hizo que muchos científicxs tuvieran que poner plata de sus bolsillos para seguir trabajando.
Por primera vez una vacuna preventiva diseñada en una universidad pública argentina, la UNSAM en alianza con CONICET y el Laboratorio Cassará, alcanza la Fase I. De acá a diciembre, el proceso será crucial para comprobar su seguridad y respuesta inmune.
Con el gobierno de Alberto Fernández se retomaron políticas que habían quedado paralizadas, como el programa Raíces, la construcción del satélite Arsat 3 y la iniciativa Pampa Azul, que busca conocer con mayor profundidad el mar argentino. Para este año, la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Agencia I+D+i) anunció que invertirá más de 15 mil millones de pesos que se distribuirán en 32 nuevas convocatorias de proyectos.
Si bien los efectos económicos de la pandemia no permitieron una recuperación total del sistema de ciencia y tecnología, los efectos sociales fueron positivos, ya que nunca antes la sociedad había estado tan pendiente del trabajo que realizan lxs científicxs.
De todos modos, Lorena Coria aclara:
—No somos héroes ni heroínas, somos gente a la que nos gusta hacer lo que hacemos y que en este momento nos tocó desarrollar una vacuna. Decidir que se pueda desarrollar, fabricar y utilizar en Argentina es, ante todo, una decisión política.
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El Laboratorio Cassará se fundó en 1948, en la Ciudad de Buenos Aires. En ese entonces, era apenas una farmacia de barrio en la que el químico Pablo Cassará, su fundador, decidió fabricar algunos medicamentos. Poco a poco la producción fue creciendo, y su hijo Jorge terminó de convertir la farmacia en una pyme tecnológica.
En los ‘80, la empresa tuvo un importante desarrollo propio: el de aerosoles nasales antiasmáticos. También se creó la Fundación Pablo Cassará, enfocada en la investigación y capacitación de recursos humanos. Otro fuerte del laboratorio fue el desarrollo de biosimilares, entre los cuales estaba la vacuna de la Hepatitis B. Gracias a la experiencia de las últimas décadas, crearon una plataforma tecnológica competitiva para producir proteínas recombinantes.
—Cuando supimos de la vacuna de Juliana decidimos aportar nuestra capacidad instalada para convertir el proyecto en un desarrollo concreto —cuenta el químico Jorge Cassará, nieto de Pablo y actual titular del Laboratorio.
El nexo entre ambos equipos lo hizo la Agencia de I+D+i. Una vez que cerraron el acuerdo, a fines de 2020, el Laboratorio y la Fundación pusieron una veintena de investigadores a trabajar con el equipo de la UNSAM para poner a punto los requisitos conocidos como Buenas Prácticas de Manufactura (GMP, por sus siglas en inglés), un conjunto de normas de calidad que exigen los organismos regulatorios para autorizar pruebas en personas.
La fase I empieza ahora y va a durar tres meses. Participarán 80 voluntarios sanos que ya hayan recibido el esquema de vacunación completo. Se llevará a cabo en un centro especialmente autorizado por la ANMAT y estará a cargo del infectólogo Gustavo Yerino. El foco de esta fase está puesto en evaluar la seguridad de la vacuna y será financiada por el Laboratorio Cassará. Costará entre 400 y 500 mil dólares, según estima su titular.
Si los resultados son óptimos, se avanzará con la fase 2/3 (se harán las dos en el mismo estudio), donde se evaluará la respuesta inmune. También llevará unos tres meses pero se hará en 4 mil voluntarios, por lo que requerirá un financiamiento mayor. Para conseguirlo, el Laboratorio explora distintas alternativas. Una es hacer alianza con el Ministerio de Producción de la Nación.
“Tenemos capacidad para hacer 40 millones de dosis por año. Por si la demanda fuera mayor, ya identificamos empresas donde ampliar la capacidad sin necesidad de hacer una planta nueva. Incluso pensamos en exportar”, dice Cassará. Mientras alistan detalles para empezar la fase I, ya conversan con autoridades de otros países interesados en nuestra vacuna.
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El candidato vacunal contra COVID-19 de la UNSAM es el más avanzado pero no es el único. Hay otros proyectos en etapa preclínica con resultados promisorios, como el de la Fundación Instituto Leloir, dirigido por Osvaldo Podhajcer, y los de la Universidad Nacional de La Plata: uno liderado por Guillermo Docena y el otro por Daniela Hozbor.
¿Por qué es tan importante que Argentina desarrolle su vacuna contra COVID-19? ¿Qué implica tener soberanía?
Desarrollar la tecnología necesaria para producir vacunas tiene muchos beneficios, como la posibilidad de reducir costos y adaptar la producción a las necesidades locales.
—La tecnología no es neutral: es una construcción social —dice Lautaro Zubeldía Brenner.
“¡Ojalá que salga! Y que esta plataforma sea el inicio de muchas vacunas argentinas”.
El doctor en ciencias biológicas y especialista en políticas tecnológicas para el sector farmacéutico explica que cuando una transnacional como Pfizer diseña una tecnología vacunal, quedan impregnados los objetivos políticos y económicos de esa compañía y del Estado que aloja la casa matriz. En cambio, cuando la tecnología es propia, se sabe cómo se hizo, por qué se eligió esa tecnología, qué adyuvantes tiene. Compara: “La vacuna de la UNSAM se hizo en una universidad pública, financiada por organismos estatales y cuyo escalado se hace por una empresa de capitales nacionales”.
Además, Zubeldía considera que es importante buscar ser dueños de todo el proceso de desarrollo tecnológico y no solo de una parte. Pone el ejemplo de lo que le pasó a mAbxience, compañía biotecnológica del Grupo Insud. En agosto del 2020, el presidente Alberto Fernández anunció con bombos y platillos que la empresa había firmado un acuerdo con la multinacional AstraZeneca para producir el principio activo de esta vacuna en su planta productiva de Garín. mAbxience cumplió con su parte del convenio y envió todo a México, donde el Laboratorio Liomont se encargaría del envasado. Pero ahí la cosa se complicó. Por falta de insumos, Liomont tuvo que continuar el proceso en Estados Unidos; por política del presidente Joe Biden, las vacunas manufacturadas en el país no tenían habilitado cruzar la frontera. Conclusión: Argentina no pudo disponer de las vacunas en tiempo y forma. “Entonces, ¿mAbxience demostró que puede formar parte de las cadenas de valor global? Sí. ¿Pero tenemos soberanía? No”, plantea el investigador.
¿Y por qué la ARVAC pudo hacerse en una universidad pública?
“La pandemia capitalizó el trabajo que los investigadores venían haciendo desde hace años, y mejoró la articulación entre el sector público y el privado”, dice Carlos Greco, rector de la UNSAM. Greco pone el ejemplo de la vacuna pero también el de otros dos proyectos insignia de la universidad: el de los kits de diagnóstico CHEMTEST, fabricados por el laboratorio homónimo fundado por investigadores de la universidad, y el de los barbijos Atom Protect, realizados junto al CONICET y la pyme textil Kovi.
Soberanía sanitaria, ciencia, tecnología y salud pública: todo lo que implica tener una vacuna 100% nacional.
“Ahora el desafío para la universidad y para el sistema científico es mantener la capacidad de dar respuesta rápida que logramos en el contexto de pandemia. No se trata de ser buenos en todo sino de distinguir en qué nos podemos destacar y hacer foco para seguir generando productos que mejoren la calidad de vida de la gente”, afirma Greco.
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Si todo va bien, la primera vacuna argentina contra el COVID-19 podría estar lista a fin de año.
A Juliana Cassataro le cuesta imaginarse en qué proyecto estará enfrascada cuando la pandemia sea cosa del pasado.
—Me gustaría seguir trabajando en el desarrollo de vacunas. Pero no sé. Paso a paso.
A las jefecitas les pasa lo mismo. Sienten que llegar a esta fase ya es un sueño cumplido por lo que significa para la ciencia y la salud pública argentina. Tener una vacuna 100% nacional implica poder disponer de una tecnología pensada para las necesidades de nuestra región. Implica dejar de pensar en Ezeiza como destino de cerebros científicos y como arribo de dosis importadas.
Por eso, las tres coinciden:—Ojalá esta plataforma sea el inicio de muchas vacunas argentinas. ¡Ojalá que salga!