Crónica

Perfil de Juan Ferraté


Mi cuerpo es teoría y práctica

Un joven que esperaba morir enfermo se entrega con devoción a la lectura de los clásicos. Nada le es ajeno: Platón, Aristóteles, Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche, Sarte, Kafka. Todo lo que lee lo metaboliza en su propia experiencia: neurosis, inseguridad, ansiedad, alienación, melancolía. Juan Manuel Tabío, cubano viviendo en España, reconstruye la vida de Juan Ferraté, un escritor y filólogo español que antes de exiliarse en Cuba fue parte de una generación que pasaba sus días y sus noches entre la filosofía y la poesía mientras el franquismo los asfixiaba. Esta crónica se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023.

En un aula habanera de principios de siglo, mi maestra de griego leyó ante los alumnos que por entonces cursábamos el primer año de Letras algunos pasajes de un pequeño volumen de tapas rústicas de color ocre. El contenido de ese libro no formaba parte del currículo de la clase introductoria que la profesora nos había dictado durante ese semestre, pero creo que dijo algo así como que uno no podía terminar un curso sobre literatura griega sin haberse enfrentado a los poetas arcaicos. Aunque ese no fue mi primer contacto con esa poesía (unos años antes había leído algunos fragmentos sueltos en una versión que ahora no puedo precisar, como tampoco puedo recuperar la impresión que me causaron), puedo decir que esa lectura dicha en la voz de mi maestra marcó mi vida de lector, y en cierto sentido también mi opción académica por las letras clásicas.

Creo que no exagero. La poesía arcaica griega se presenta al lector con una intensidad emocional y desde una inmediatez sensorial imposibles de encontrar en ningún otro género de la literatura antigua, ni siquiera en aquellos (la elegía latina) que pueden inspirarse en ella o incluso reescribirla (Catulo). 

Esa intensidad se debe a un efecto literario y no a ninguna conexión, tendida sobre un lapso de casi tres milenios, con una sofisticada aristócrata de Mitilene o con un curtido mercenario jonio del siglo VII antes de Cristo. Y la sensación de inmediatez es inversamente proporcional a lo accidentado y sinuoso del proceso de transmisión por el cual los textos de esa poesía han llegado a nuestros días.

La consciencia de estos hechos, creo, no llega como una decepción, sino bajo la forma de la admiración por la capacidad expresiva del lenguaje y, sobre todo, del impulso a indagar acerca de las condiciones que marcaron el origen de un heterogéneo cuerpo de textos que no ha perdido eficacia estética en casi tres mil años.

La poesía arcaica griega se presenta al lector con una intensidad emocional y desde una inmediatez sensorial imposibles de encontrar en ningún otro género de la literatura antigua, ni siquiera en aquellos que pueden inspirarse en ella o incluso reescribirla.

Me refiero a cuestiones de convención literaria, función social o religiosa de la poesía, formas de producción, representación y de recepción, su fijación en una sociedad eminentemente oral como era la época arcaica, pero en la que el acceso a la escritura empieza a abrirse camino. También a todo lo que se refiere a la pervivencia material de esos textos, que en su inmensa mayoría ha sido en forma de fragmento, ya por vía indirecta (la cita de un escritor de época clásica o romana que copió un erudito de Alejandría o Bizancio y sería editada en un gabinete renacentista o en una cátedra berlinesa) o directa (el descubrimiento de un fragmento contenido en un papiro que cubrió a una momia y fue desenterrado en un basurero en Egipto, y luego laboriosa y conjeturalmente reconstruido por papirólogos y paleógrafos). No menos importantes que todos esos eruditos, filólogos, arqueólogos o ladrones de tumbas son los traductores, que reviven la lengua muerta en que vienen encarnados esos poemas en cualquiera de los idiomas que se hablan en el mundo hoy.

El libro que espoleó mi curiosidad por todas estas cuestiones era la edición española de una antología previsiblemente titulada Líricos griegos arcaicos, y el nombre de quien había seleccionado y traducido esos fragmentos líricos no me sonaba, en ese momento en que mi maestra leía de él, de nada. Incluso después de haberme familiarizado con los poemas que contenía, y de haber estudiado la ardua lengua en que fueron compuestos originalmente (el libro presentaba el texto en griego en la página contraria a la de las versiones en castellano, un detalle que volvía  un poco más llevadera la vida de los aprendices de la filología clásica), no indagué en la persona que había detrás de ese nombre, que no era para mí más que otro de los que integraba ese venerable catálogo de helenistas españoles que en el siglo XX habían traducido, casi siempre con rigor y a veces con gracia literaria, la poesía épica y lírica, la prosa histórica y filosófica, la tragedia y la comedia de los antiguos griegos.

Tampoco puedo recordar cuándo supe que esa antología había sido publicada por primera vez en Cuba. Sorprendente como tenía que haber sido para mí esa noticia, no debí de haberle prestado demasiada importancia en su momento, y tampoco me molesté en averiguar los pormenores de ese hecho que debí haber tomado como una simple curiosidad editorial (a fin de cuentas lo que importa es que esas traducciones existan, y que yo pueda leerlas ahora, o algo por el estilo debo haberme dicho).

Más o menos en la misma fecha en que el autor de esa antología emigró de Barcelona a Cuba, pero unos setenta años más tarde, yo hice el camino inverso. Desde Barcelona me dedico a explorar qué lo llevó a fijar su residencia en mi país como yo lo hice en su ciudad.

El 10 de octubre de 1954, en el Port Vell de Barcelona, un hombre alto y delgado, de gruesos anteojos de pasta oscura y nariz prominente, espera entre un grupo de pasajeros para embarcar a un buque transatlántico. Se llama Juan Ferraté.

Port Vell, Barcelona, 10 de octubre de 1954. Un hombre alto y delgado, de gruesos anteojos de pasta oscura y nariz prominente, espera entre un grupo de pasajeros para embarcar a un buque transatlántico. Se llama Juan Ferraté (o Joan Ferraté, o incluso Juan Ferrater, según se adopte la forma castellana o catalana de su nombre y de su apellido) y ha nacido hace treinta años en la pequeña ciudad provinciana de Reus, al sur de Cataluña, donde su familia paterna se dedicaba al comercio del vino robusto que produce la cercana comarca de El Priorat (vi negre le llaman allí, y en verdad parece menos rojo que negro ese vino). 

El joven Ferraté no ha heredado los intereses comerciales de su padre y de su abuelo, aunque sí la curiosidad intelectual de aquel, mecenas literario y colaborador habitual de tertulias y publicaciones culturales antes de suicidarse en 1951 en medio de la ruina de su negocio y del espejismo de una República Catalana.

Habla poco y lee mucho.

Ya en la temprana adolescencia había fatigado las áridas novelas del naturalismo español que poblaban la biblioteca paterna, y también la poesía contemporánea catalana, de la que le cautivó en particular la sutil ironía bucólica de los idilios de Josep Carner. En Francia, donde se había refugiado su familia en 1938 ante el avance de las tropas nacionales (primero en un desván en el centro de Burdeos, más tarde en un château rodeado de viñedos en Saint-Emilion), devoró a los poetas románticos y a los prosistas clásicos franceses. 

Dos años después, ya concluida la Guerra Civil y diluido el breve interludio republicano español en un régimen fascista, decidió regresar a Barcelona. Solo, como ahora parte solo.

Poco después de ese regreso, una tarde primaveral de 1944, un violento acceso de tos seca lo sorprende en medio de una de las tertulias del Ateneu de las que se ha hecho asiduo. Luego ha escupido sangre, y así recibe la primera noticia de la muerte. 

Ese es, al menos, su firme convencimiento (y no es que le falten razones). Los próximos dos años pasará su tiempo, entre ingresos en sanatorios y retiros en una propiedad familiar en las montañas de la provincia de Tarragona, sumido en la lectura solitaria y en la escritura de unos cuadernos de apuntes que llena con una caligrafía que tiende a los trazos rectos y legibles y se acerca más a la letra de molde que al ducto cursivo y barroco que sobrevive en las cartas de nuestros abuelos.

En estos cuadernos encontramos el registro de sus lecturas de clásicos griegos y latinos, de literatura europea contemporánea y, sobre todo, de filosofía. Pero no contienen los esbozos de la obra de un filósofo: no crea nuevos conceptos, no articula una propuesta filosófica revolucionaria ni original, pero sí comenta, glosa, somete a crítica. Juan Ferraté es, ante todo, un lector. 

Y lo más interesante es que reexamina los problemas básicos de la filosofía (la naturaleza de la conciencia, del conocimiento, de la libertad, los fundamentos de la moral, y otros) haciéndolos suyos, vinculándolos a su propio cuerpo enfermo y a su propia psique. Es también, en cierto sentido, un traductor. 

En estos cuadernos encontramos el registro de sus lecturas de clásicos griegos y latinos, de literatura europea contemporánea y, sobre todo, de filosofía. Pero no contienen los esbozos de la obra de un filósofo.

En agosto de 1944, Ferraté postula una causa psíquica para la crítica kantiana de la metafísica (es, escribe, la sobriedad anímica de Kant, su anhedonia, lo que liquida cualquier ebriedad especulativa). En una madrugada de octubre de ese mismo año, considera el concepto de angustia existencial en Heidegger en términos de angustia neurótica, el Dasein como estado de inadaptación psicológica. En enero de 1950, discute la certeza heurística del método de Descartes, por abstracto: no hay posible búsqueda de verdad sino en la situación de la existencia del hombre concreto, y no encuentra duda metódica que valga fuera de su propia ansiedad.

“En la vida de cada uno se agotan todos los temas de la filosofía”, escribe en enero de 1950, y este lema expresa la cifra de esa especie de lectura egótica a que los diarios de juventud de Ferraté someten el pensamiento de Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche u Ortega, pero también la literatura que lee por esos años (así, en la alienación del protagonista de La náusea de Sartre reconoce su propia alienación, en su separación del mundo la suya propia; del prefacio de Starobinski a los relatos y diarios de Kafka, reproduce largos pasajes en francés que “se ajustan a su experiencia”: esos que traducen al dialecto existencialista las grandes cuestiones teológicas y hablan de una Caída que es una rotura de la unidad entre el mundo y del sujeto).

Anhedonia, neurosis, inseguridad, ansiedad, alienación, inadaptación al mundo… hay otra palabra, recurrente a lo largo de los cuadernos, que las resume para Ferraté; una palabra antigua, que lleva incrustada en su etimología las reliquias de una obsoleta teoría del hombre que concibe al alma como un alambique que destila los humores esenciales del cuerpo en cierta determinación del carácter. Esa palabra es melancolía, el exceso de bilis negra cuyos vapores cubren la mente con una capa de alquitrán, producen un cisma entre el individuo y su entorno, lo empujan hacia la introspección y lo alejan de la acción. 

¿Será que la precoz sabiduría que rezuman esos apuntes de juventud deriva no sólo de las copiosas lecturas y de la inclinación intelectual de su autor, sino también de su presentimiento de la cercanía de la muerte y de su peculiar condición mental? Aquí tenemos que andar con pies de plomo: de la tuberculosis que padece, Ferraté no ofrece consideraciones abstractas; al mismo tiempo, evade cuidadosamente la secular masa de literatura, de Galeno a Robert Burton, que ha hecho de la melancolía la marca del genio, y basta con que use el término clínico de depresión para que toda esa tradición idealizadora de lo patológico quede desleída en un vaho de etanol. 

Lejos de romantizar la neurosis, los diarios rumian la autohumillación (“una tendencia constante hacia el envilecimiento propio, el desprecio de mí mismo”) hasta rebajar reiteradamente el sentido de lo que se acaba de poner por escrito (“todo esto que he escrito es ridículo”, “sé que esto que escribo no le interesa a nadie, ni a mí mismo”) y elevar la dimensión de la incapacidad intelectual de su autor a estándares bíblicos (“mi mediocridad, como un diluvio”). 

Reexamina los problemas básicos de la filosofía haciéndolos suyos, vinculándolos a su propio cuerpo enfermo y a su propia psique. Es también, en cierto sentido, un traductor.

En alternancia con esta inconformidad consigo mismo y con su entorno, con esa sensación de estafa y de frustración, estalla ocasionalmente la ilusión de que es posible recuperar la armonía perdida con el paraíso perdido de un “sentido radical de la vida”. Promesas de cambios rotundos. Anhelo de una experiencia más plena que, sin embargo, ¿dónde está? 

Si se encuentra en la ciudad, intuye que esa revelación le aguarda en el campo. Y viceversa. Tal vez ahora sí. Pero no, entonces tampoco. El cambio radical nunca llega, la inconformidad nunca se va. Cada intento de escape lo acerca todavía más a la trampa, como Edipo a su destino. 

¿Será el carácter un destino, como dicen que dijo Heráclito el Oscuro?

Así que tal vez la solución esté, en vez de en la búsqueda infructuosa de una plenitud que se escapa en la misma medida en que uno se le acerca, en ir viviendo al día. Es decir, “sin hacer nada más que vivir”, aceptando la realidad en su planicie unilateral. “Sin misterio, sin textura, sin velos”. Lo cual equivale a “vivir al margen”, escribe en abril de 1944, cuando proyecta un ejercicio de ascesis vital que aleja las turbaciones y garantiza una especie de ataraxia estoica.

Esa opción ética y vital por la marginalidad, por el retiro interior, es erigido, en una anotación de diciembre de 1947, en un arte poética: que ese recoger su conciencia de entre los objetos de la realidad inmediata, “que solo comunican náusea”, como si fuera un objeto más, impida toda elocución directa en su escritura, la restrinja al comentario y a la traducción.

***

La portada de la edición dominical del 10 de octubre de 1954 del Diario de Barcelona, el de mayor circulación en Cataluña en esa época, reproduce a toda plana una fotografía en blanco y negro del Generalísimo Franco en Valencia, a punto de coronar a un ídolo que hace exactamente setecientos dieciséis años prestó asistencia militar al rey cristiano que arrancó a esa ciudad levantina del dominio musulmán. Un apretado texto al pie de la foto insinúa que el propio Franco es el autor de una hazaña semejante, y mucho más reciente, que reconquistó a Valencia y a toda España de las garras del paganismo republicano.

En su sección meteorológica, esa edición del Diario de Barcelona registra el hecho de que una barrera anticiclónica ha estado estacionada toda esta semana sobre los Pirineos, con lo cual se espera más frío del que es habitual en el principio del otoño, abundantes nubosidades y poco viento, o más bien ninguno. Va siendo hora, recomienda con amabilidad ese precavido cronista del tiempo, de ponerse manos a la obra con la vendimia.

En el Port Vell, esa mañana el mar habrá estado en perfecta calma y, me represento ese paisaje marino, cubierto por el capote plomizo del firmamento, desde una perspectiva aérea pero a la vez lo suficientemente cercana como para que sea posible no perderse ningún detalle de lo que ahí ocurre. Como si la hubiera pintado un maestro antiguo, la bahía se me aparece cercada en un flanco por la colina de Montjuic, y ocupada en primer plano por un pedazo de mar llano y circular como un plato; al fondo, un muelle habitado por un variopinto elenco de hombrecitos demasiado atareados en la carga y descarga de mercancías, o demasiado absorbidos por la tensa espera del viaje y la vigilancia del equipaje como para reparar en ningún Ícaro que tenga la ocurrencia de caer del cielo.

En efecto, según la sección dedicada al movimiento marítimo de la citada edición del Diario de Barcelona, en la mañana de ese domingo 10 de octubre de 1954 hubo mucha actividad en los muelles, entre tres buques llegados con carga de fuel-oil, hierro y corcho, otro que desembarcó a ochocientos pasajeros, cuatro despachados con pasajeros hacia distintos puertos de España, y dos buques trasatlánticos que embarcarán a otros doscientos hacia las Américas.

Uno de ellos será Juan Ferraté.

No confío en mi imaginación. Y el Port Vell que he visitado es muy diferente de lo que debió haber sido hace setenta años, cuando no habían pasado quince desde el final de la Guerra y faltaban todavía casi cuarenta para las Olimpiadas de Barcelona ‘92. Pero, o no sobran buenas imágenes de ese puerto en los años cincuenta, o mi deficiente competencia documental me impide dar con alguna que valga la pena. 

Encuentro, eso sí, un curioso cortometraje filmado el 2 de abril de 1954 en esta locación para el NO-DO, el noticiero cinematográfico del régimen franquista. Curioso es una palabra que no define bien la impresión que me causa esta breve película propagandística, que se titula “Regreso a la patria” y registra el momento en que un buque de bandera liberiana y nombre de reina babilónica atraca en el muelle del puerto de Barcelona. El Semíramis transporta a un grupo de veteranos de la División Azul, la unidad de infantería conformada por voluntarios españoles que habían ido a combatir del lado alemán en la invasión nazi de la Unión Soviética, y estos que ahora regresaban a la patria venían de Odessa, donde habían cumplido prisión desde su derrota en la batalla de Stalingrado.

Es, más que las imágenes, el texto dicho por el engolado narrador lo que me produce una compleja sensación de familiaridad y repulsión cuando reproduzco la maltratada copia del documental que alguien ha colgado en YouTube, en un canal de proselitismo franquista. Es un discurso demasiado conocido, si no en el contenido sí en la entonación y en las fórmulas que expresan el simulacro de la emoción. Un discurso en que lo que de hecho se dice es secundario respecto al propio hecho de decirlo, en el que lo que importa es el dispositivo del efecto más que el efecto en sí mismo.

Quita un arzobispo y pon un comandante, figúrate una guerrera de campaña donde ves una charretera de gala. Algunas palabras pueden coincidir. Unas palabras que, tan grande es la extensión de sentido que pretenden abarcar, terminan por no comunicar ninguno en absoluto: Patria, Pueblo. Otras son distintas pero en el fondo intercambiables: Revolución, Cruzada. Es el discurso del poder totalitario, se atribuya el signo ideológico que sea, se ejerza donde (y cuando) sea. Un discurso que basa su eficacia en un pacto retórico perverso, que mantiene cautiva la benevolencia --sincera o fingida, eso también es secundario-- de su auditorio.

Pero si me inflijo la visualización de esos siete minutos y treinta y cuatro segundos de metraje no es sino para hacerme una idea de cómo lucía el Port Vell en 1954, y cuando casi han transcurrido dos minutos encuentro una toma panorámica que deja ver la bahía por la que atraca el barco, el muelle donde esperan los pasajeros, el edificio de la Estación Marítima, vaciado en el pretencioso molde historicista con que la burguesía de Barcelona ha exhibido su prosperidad por toda la ciudad, y por el que soplan aires vagamente flamencos y venecianos. 

Y ya puedo ver con mayor precisión a Juan Ferraté en la Estación Marítima, seis meses más tarde de la filmación del documental, junto al resto de viajeros, fumando mientras vigila a una maleta de madera cargada de libros y enfundado en un abrigo largo y pesado que, si ahora cumple perfectamente su función, le servirá de muy poco en el destino que le aguarda al otro lado del Oceáno.

***

Entretanto, Ferraté no ha muerto como esperaba hace unos años. La tuberculosis ha remitido; ha matriculado la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona, la ha abandonado y ha terminado licenciándose en Filología Clásica, movido por su deseo de leer a Platón y Aristóteles en el original; ha enseñado Griego Clásico en el Instituto Balmes de Barcelona; ha mantenido atormentadas relaciones platónicas con amigas y amigos; se ha lanzado a escribir y publicar.

Ha colaborado habitualmente en la revista Laye, que debe su título al topónimo íbero que designaba al territorio barcelonés antes de la conquista romana, y que sobrevive también en la Via Laietana, la elegante avenida que separa la ciudad antigua del Eixample, la ampliación llevada a cabo por la burguesía catalana a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

De esa burguesía (o, en el caso de Jaime Gil de Biedma, de la aristocracia castellana) procede en su mayoría el grupo de jóvenes escritores que conforman el equipo editorial de Laye: el propio Ferraté, su hermano Gabriel Ferrater (así, con erre final, porque Gabriel ha adoptado la forma castellana del apellido), José Agustín Goytisolo y Carlos Barral. Dentro de unos años, Barral se convertirá en el pope de la edición iberoamericana, pero por entonces es, junto con Gil de Biedma, Goytisolo y Ferrater, una promesa de la poesía española. 

También integran ese equipo gente como el madrileño Manuel Sacristán, que en un futuro será uno de los pioneros del marxismo en España y por ahora es un joven intelectual falangista, y José María Castellet, el crítico literario que un poco más adelante será el ideólogo estético de la Generación del Cincuenta, una etiqueta histórico literaria bajo la que los manuales escolares suelen agrupar hoy en día a la mayoría de los nombres que acabo de enumerar. 

Ferraté publica traducciones, reseñas y ensayos literarios y filosóficos. A diferencia de lo que ocurría con sus anotaciones íntimas de los años cuarenta, en la escritura pública de esta época aborda el hecho literario, con claro predominio de la poesía, ya no desde un prisma egótico y somático, sino desde una perspectiva lingüística y estilística que nunca llega a derivar en un formalismo cerrado o dogmático. 

Su praxis crítica está siempre animada por una curiosidad literaria, que se apoya en los métodos de la lectura filológica no para limitarse a una descripción aséptica del poema sino para comprender en la intimidad de su cuerpo textual el proceso de alumbramiento del sentido poético.

Ferraté no ha muerto como esperaba hace unos años. La tuberculosis ha remitido; ha terminado licenciándose en Filología Clásica, movido por su deseo de leer a Platón y Aristóteles en el original; ha mantenido atormentadas relaciones platónicas con amigas y amigos; se ha lanzado a escribir y publicar.

Pese a lo que las connotaciones del título de la revista pueden sugerir, las prioridades de este grupo de jóvenes intelectuales no pasaban por ninguna reivindicación localista, sino por superar el pedestre nacionalcatolicismo promovido desde el oficialismo cultural franquista. 

En principio sin oponerse abiertamente al régimen, los horizontes de Laye desafían tácitamente los de la política cultural franquista. Privilegian a los poetas de la Generación del 27 y el pensamiento y la figura de Ortega y Gasset, devenido a estas alturas una especie de fetiche contestatario. Se fijan como paradigma la amplitud de horizontes  y el eclecticismo de la Revista de Occidente, clausurada luego de la victoria de Franco. Y miran menos hacia la rancia gloria del pasado imperial hispánico que hacia el horizonte cultural europeo contemporáneo: el cine de autor francés e italiano, la literatura existencialista, el arte abstracto, la música serialista.

Justamente dos de los hitos en lo que se refiere a este aggiornamento cultural que trajo esta revista al plomizo panorama de la posguerra española se deben a la pluma de Ferraté: las traducciones de un capítulo del Stephen Heroe de Joyce al castellano y de The Waste Land de Eliot al catalán. Dos obras centrales de la modernidad literaria que no podían menos que resultar intempestivas en ese ambiente de asfixia moral, sobre todo si tenemos en cuenta, más allá de los aspectos puramente literarios que podría traerlos sin cuidado, ese jugoso pasto para censores que serían el anticlericalismo del pasaje joyceano y la heterodoxia religiosa del poema de Eliot.

Y la propia heterodoxia de la revista Laye sería tolerada, como suele ocurrir en los estados totalitarios, hasta que dejó de ser tolerada. La efímera constelación de intereses heterogéneos que la sostuvo (la vista gorda de un ministro de cultura al que le convenía circunstancialmente posar como aperturista, el apoyo de una facción “liberal” de Falange que perdería el favor del régimen) se deshizo al mismo tiempo que la postura disidente de sus colaboradores se iba radicalizando.

Ferraté fue uno de los primeros en acusar el golpe ciego del poder. En el número de abril-junio de 1953 ha dedicado un comentario polémico a sendos ensayos recientes de dos intelectuales orgánicos del régimen, el conservador José Luis Aranguren y el falangista Dionisio Ridruejo. Leído hoy, cuesta creer que ese breve artículo haya resultado alguna vez incendiario, incluso para los estrechos márgenes de la libertad de expresión en el primer franquismo. Y ello por más que cuestionara, bajo la especie de una consideración teórica sobre el concepto de las generaciones, la capacidad integradora de la llamada “generación de la guerra”, y que hablara expresamente de su “fracaso estrepitoso”.

La orden fue dada en Madrid y ejecutada en Barcelona, aparentemente con la complicidad de los compañeros de redacción de Ferraté, que lo despidieron de la nómina de la revista. Y realmente pudo haber terminado peor (algunos de esos compañeros no se librarían, un poco más tarde, de la cárcel).

A poco más de un año de ese despido, el domingo 10 de octubre de 1954, del puerto de Barcelona partirán dos buques trasatlánticos con destino a La Habana. En uno de ellos viajará Juan Ferraté, que en la capital cubana tomará un ferry hacia Santiago de Cuba. En esa recóndita ciudad caribeña extraviada de los cauces habituales de la tradición clásica, en la que ha estallado una violenta insurrección, Ferraté va a confinarse en la enseñanza del griego clásico y en la traducción de los poetas líricos arcaicos.