Javier Milei busca con su lengua incendiaria despertar lo que Judith Butler llama “pasiones fascistas”: un modo de producir goce al destruir a lxs otrxs. Estas pasiones prosperan una vez que la vida de ciertas poblaciones se devaluó. Contra esa devaluación vienen luchando los feminismos, el movimiento LGTBIQ+ y antirracista. Esa producción de pasiones es libidinal y es económica.
Tiene en los algoritmos y en los CEOS multimillonarios a su armada inmaterial y material. Pero busca también organizar una economía del resentimiento como espacio legítimo de la agresión. En eso logra convocar e interpelar más allá de la ideología. Hoy el resentimiento ordena y conduce el odio porque produce un lugar legítimo de odio (sea contra lo que sea, aplicable de muchas maneras, y en particular de forma horizontal).
Hoy el resentimiento –que antes era de abajo hacia arriba, de lxs oprimidxs a lxs opresores– funciona como capital individual desde el cual posicionarse, marcar una diferencia, poder denunciar al otro, canalizar una economía emprendedorista de la violencia por delivery.
Milei lo sabe, lo utiliza, se pliega a ese sentir generalizado. Mejor odiar que ser víctima. Mejor sentir placer en destruir que verse destruido. La diferencia odiante garpa. Necesitamos revisar toda una artillería psicopolítica para entender estos tiempos de capitalismo y esquizofrenia en una nueva etapa fascista, donde la dimensión afectiva –que tanto hemos reivindicado– se volvió, finalmente, la sustancia principal de la política para acompañar al gobierno de las finanzas. Mercado y afectos. Guita y pasiones. Cripto y troleo. Odio y redes. No son binarismos, son pares que andan sueltos y se complementan y potencian.
Desde el discurso frente al Foro Económico de Davos, Milei usó la estrategia que mejor le sale: jugar al visionario, radicalizar su discurso, parecer transgresor con las instituciones económicas globales mientras promete ser el alumno más obediente. Le gusta el papel de enfant terrible que va a decir a todos lados que tiene razón para que le den likes los magnates de las plataformas.
Se dijo que no habló de economía en el mayor foro empresario mundial. Disentimos. Sí habló de economía: al poner en el centro su odio hacia el feminismo, las luchas ambientales y lo que –aprendido de los libretos de la ultraderecha internacional– llama “woke”, Milei hace explícito que son esos sujetos y esas luchas el corazón de una economía que arruina la brutalidad del capital, su voracidad de saqueo colonial. El discurso fue celebrado por el think tank local: sus intelectuales orgánicos Agustín Laje, Nicolás Marquez y Alejandro Rozitchner.
Milei no vio venir la asamblea antifascista y antirracista que se autoconvocó el sábado y que llama a marchar el próximo 1 de febrero hacia Plaza de Mayo. Contestó que seguirá acelerando. Aquí proponemos cuatro claves y una yapa para leer su modus operandi.
Economía de la velocidad
Milei se jacta de acelerar. No modera ni retrocede. Esa velocidad es una economía y una forma de gobernabilidad: responder con ataques cada vez que se siente contradicho, amenazado o impugnado. Logra así generar un aturdimiento: algo que no es sólo shock, sino también una suerte de desorientación. No puede parar. Grita que va a seguir acelerando. No le importa “chocarla”, le importa que no haya límite. Quiere ser recordado como quien no tuvo límite.
Realiza, por un lado, la fantasía extrema de lo que se llama el “solucionismo tecnológico”: no hay límite a los problemas del capital una vez que el capital ha devenido una misma cosa con la tecnología, sacándose de encima lo vivo a la vez que hiper explotándolo. Como una reversión de la frase de Marx, de que ninguna sociedad se plantea problemas que no tiene las herramientas para solucionar, los CEOS que acompañan a Trump en la recolonización del mundo creen que, por fin, pueden también entender la lógica de la historia. Sólo que Marx decía que esas soluciones están dadas por las luchas colectivas, mientras que estos pseudo-revolucionarios están obsesionados por su exterminio.
En el caso de Milei la velocidad responde a un balance de experiencias neoliberales anteriores, bajo la idea de “hacer lo mismo pero más rápido”. Corre al PRO ni por izquierda ni por derecha: por su economía de la velocidad.
Hay que notar que la velocidad de la destrucción, del caos y de la crueldad se articula (de modo eminentemente político) con una llamada “calma financiera”, entendida como una estabilización de las variables que el sistema financiero ha transformado en el índice de éxito económico (baja del riesgo país, estabilidad en la cotización del dólar, estabilidad o suba de los bonos de la deuda argentina).
Nada hace más evidente la dimensión política del mundo financiero: garantizar negocios en velocidad a cambio de calma que asegura gobernabilidad. Así se completa la economía de la velocidad.
Para eso es necesario emitir señales concretas y constantes: que se someterá a sacrificio (ya combustionado con la meritocracia) a la población con tal de garantizar reformas institucionales que provean ganancias financieras futuras.
Esta “calma” es lo que el gobierno exhibe a nivel internacional como capacidad de disciplinamiento de la protesta social gracias a la velocidad de sus reformas.
Disputa por la radicalidad
Milei quiere apropiarse —¡y se viene a robar también!— la noción de radicalidad. Dice lo “indecible” para exhibir que la radicalidad es la violencia del capital sin límite. No hay necesidad de mediación ni negociación. Al mismo tiempo, esa radicalidad convive con la mayor obediencia a los poderes del capital concentrado. El mejor alumno del poder imperial para rogar por otra deuda que le de aire y pueda sostener la “calma financiera” conseguida a fuerza de recesión y ajuste.
Digámoslo claro: no es reacción conservadora, es disputa por la radicalidad. Es una intensificación y aceleración que al mismo tiempo evoca paraísos patriarcales perdidos. Subrayemos también que el componente colonial de sus políticas no puede quedar opacado: es la condición específica del fascismo en nuestra región que siempre hecha mano a la violencia del genocidio cuando de producir “calma” se trata.
La búsqueda desesperada de radicalización condensa también la crisis de la institucionalidad democrática: se espera poco y nada de las instituciones realmente existentes.
Hay sectores que no se consideran de derecha y siguen con el cantito de desmarcarse del movimiento feminista, de lo que llaman “progresismo”, para “restaurar” un peronismo mitológico incontaminado. Esos mismos sectores ocuparon los medios luego del discurso en Davos para aclarar que Milei no había hablado de economía. Eso sí es parte de la reacción conservadora (Milei se burla de su lentitud).
Si algo ha tenido de positivo el discurso del presidente en Davos –después de elogiar el saludo nazi de Elon Musk y al día siguiente prometer terminar con la figura penal de femicidio, la ley de identidad de género y el cupo laboral travesti-trans–, es que terminó por aclarar que no existe una oposición al gobierno por fuera de las luchas históricas del movimiento feminista y Lgtbiq+.
No es solo incorporarlas al discurso, sino como sujetos de política que tienen que estar en la articulación de la resistencia, protagonizando un proyecto que imagine otros modos de la política.
Disputar la radicalidad implica salir del discurso culpabilizador y hacer parte del campo opositor a la lucha antifascista y antirracista con los colectivos y movimientos que la están sosteniendo.
Estado pederasta
Con el cuento de destruir el estado desde adentro (un discurso con antecedentes en la ideología nazi sobre el “estado-anti-estado”), vemos legitimarse un estado abusador hablando directamente de envaselinar niños en un jardín de infantes. Después de esa frase, la política ya es otra cosa: la desinhibición, repetición y celebración del abuso deviene directamente crueldad. Pero a la vez hay un segundo movimiento: proyectarla en otrxs. Dice que los pedófilos son los homosexuales. La lengua incendiaria se desinhibe y proyecta para, a la vez, revelar y esconder el goce propio en el abuso.
Repetimos entonces porque son dos mecanismos los que suele utilizar el Presidente en sus ataques: una lengua incendiaria y la proyección del abuso. Acusar a los homosexuales de pedófilos condensa ambos. Si bien técnicamente se entiende por pedofilia una atracción sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes; en cambio, es en la pederastia donde se trata de abuso sexual cometido con niñxs. Sabemos que el uso que hizo el mandatario fue para referirse al abuso.
La proyección, como mecanismo, consiste en atribuir a otras personas pensamientos, sentimientos, deseos o impulsos que no se reconocen o se rechazan en uno mismo. La pederastia se da entre un adulto y un menor de edad: no cualquiera, sino aquel a quien el adulto debe cuidar. La situación de abuso se estructura por una relación desigual de poder y confianza.
A la crueldad –que tanto se ha referido para señalar el modo de violencia espectacularizada de Milei– debemos agregarle esta dimensión política del abuso. La celebran, la gozan, la tuitean y la retuitean. Este modo perverso pone en acto la carencia de empatía como vaciamiento del yo. Recordemos cuando en la visita a su escuela media un estudiante se desmayó a su lado: su cuerpo no reaccionó, sólo hizo un chiste. Esa imposibilidad de ponerse en el lugar de lxs otrxs es lo que lo vuelve un excelente autómata para ejecutar las políticas inhumanas que hoy necesita el capital para avanzar “libremente”.
Los homosexuales no somos los perversos, nuestro goce está en compartir la sexualidad y la vida con otro par: ni sometimiento, ni abuso, ni crueldad. Nos usó para agitar fantasmas del pasado, fantasmas que ya hemos exorcizado a fuerza de luchas colectivas y redes afectivas. Dos prácticas que desconoce un sujeto humillado que, a diferencia de muchxs de nosotrxs, no ha encontrado una comunidad que lo aloje, ni otrxs que lo abracen en esa fragilidad desbordada que lo caracteriza. En cambio, se ha rendido frente a un círculo de poder que se ríe de él mientras se vuelve su mejor bufón.
Lo comunitario como disvalor o del comunismo del capital
Milei no tiene futuro para ofrecer más que lanzar a los pibes de 13 años a que abran cuentas en dólares y sean parte de estafas piramidales. En cambio, nosotres tenemos una memoria muy reciente, que se conecta con memorias pasadas que sí existieron, resistieron e inauguraron lo impensable en medio de lo imposible.
Milei quiere capitalizar los fantasmas del pánico moral. Sin embargo, terminó activando el espíritu de lucha de las disidencias sexoafectivas, que se suman a una larga saga de resistencias populares que no lo dejan en calma desde que asumió. No sabemos si consulta al tarot últimamente para estimar lo que significa agitar a las fuerzas de los múltiples sexos, pero sí sabemos que lo que más lo enoja es no poder mostrar al FMI que en Argentina el sueño de exterminar los piquetes, las asambleas, los sindicatos y las ollas populares no está cerca.
Será por eso su ataque feroz a la ESI, la educación que lejos de adoctrinar, logró generar herramientas y aprendizajes para que los niños y niñas puedan identificar qué relaciones son sanas y cuáles abusivas. También enseñar la importancia de hablar de lo que les pasa y pedir ayuda. Una “ley-movimiento” –la expresión es de Ruth Zurbriggen– que además de contribuir a la prevención del abuso permitió alojar dudas, emociones, indeterminaciones sobre el futuro y discutir que ni la desigualdad ni la biología son destino.
Política del abuso y vaciamiento de todas las políticas de cuidado es la manera de ejecutar el plan que nos advirtió en campaña cuando, con ojos brillantes, anunciaba quitar políticas públicas al grito de “afuera”, enarbolar la motosierra y, de nuevo, hacer de las pasiones fascistas su motor alimentado de inflación.
Yapa: La libertad financiera es el sueño húmedo de los poderosos
Sometimiento y energía sólo dedicada a la sobrevivencia empobrecida, así nos quieren, así es el sueño húmedo de los poderosos. Es repetido el modo en que el gobierno anarcolibertario condena lo colectivista en todas sus formas. En sus discursos para legitimar la privatización de lo que existe, lo comunitario se catalogará como improductivo y todo lo “colectivista” pasa a ser leído como disvalor. Esto busca encerrar, sabemos, la noción de libertad en los límites del individuo. Podemos decir entonces que el gobierno primero identifica lo común —construido a partir de todos los esfuerzos colectivos y muchos institucionalizados en lo público— para decir que es sinónimo de corrupción. No es una estrategia nueva pero la vemos radicalizada. A lo común como disvalor y como lo corrupto, le opone como criterio de verdad al sujeto despojado y empobrecido pero "dueño" de la "libertad financiera".
Segundo, vía gobernabilidad por decreto quiere legitimar que la velocidad de sus decisiones —dictadas por el capital— se oponen a la construcción de largo plazo de las decisiones colectivas. Esto le permite seguir sosteniendo la idea de un outsider de la política: el decreto como forma decisionista le habilita “sacarse de encima” la mediación institucional embanderado en la velocidad.
Sin embargo, el decreto rehace la mediación institucional a favor del capital. Recordamos aquí el concepto del filósofo italiano Paolo Virno cuando hablaba irónicamente del deseo del capital de hacerse comunista para finalmente pensar en un paradójico “comunismo del capital”: cuando el capital dice que quiere abolir el Estado, abolir la homogeneidad a favor de la diferencia y abolir el trabajo “asalariado” expresa a la vez el sueño del control absoluto y la captura de todo lo común.
Pero hay una torsión más: ¿cómo destruir todo obstáculo y resistencia al abuso?
Si la operación de la economía afectiva de la ultraderecha es excitar estas pasiones fascistas, debemos articular un contraimaginario que rivalice y derrote el sadismo de estas propuestas y su paisaje fantasmático. Identificar los fantasmas que nutren estas pasiones y contrarrestarlos con las fantasías para que lo que deseamos sea irresistible.